La ciudad de Ripoll, en
otro tiempo rica y floreciente, había sucumbido a mano de los moros, que incendiaron
sus casas, sus templos e incluso sus campos, y cuando Carlomagno volvió a
entrar en ella, vencedor, sólo encontró un montón de ruinas.
Apenado, el emperador
paseaba silencioso por en medio de tanta devastación, cuando vio a un viejecito
superviviente de la gran tragedia, que con otros vecinos, también ancianos ya,
cultivaban un rinconcito de tierra y rendían culto a una imagen de María. Se
aproximó el emperador, para ver de cerca la imagen, y, encantado con ella,
prometió a los ancianitos ayudarles en sus trabajos de reconstrucción; pero no
levantarían una ciudad, sino un monasterio, donde una orden religiosa diera
culto para siempre a aquella hermosa imagen.
Pero los moros volvieron
a entrar en Ripoll y deshicieron aquel principio de fundación que allí había,
pasando a cuchillo a los cinco viejecitos; pero antes ellos habían tenido
tiempo de tapiar en lugar seguro la imagen de la virgen:
Pasaron los años. Las
armas cristianas se habían hecho ya dueñas dé aquel territorio; el recuerdo de
los viejos fundadores de Ripoll perduraba en el ánimo de todos, y se fundó un
monasterio, que se entregó a una orden religiosa. Pero había una gran pena. ¿Y
la virgen? ¿Dónde estaba escondida la virgen? La imagen venerada no llegó a
aparecer, por más que se la buscó.
Corrían los tiempos de
Guifré el Pelós. El esforzado conde se durmió aquella noche con la
preocupación de todos: hallar la imagen. Inquieto se revolvía en el lecho,
cuando he aquí que soñó...
Vio ante sí una dama
bellísima, que le hacía señas para que la siguiera.
La obedeció y caminó tras
ella por un sendero aromado de flores, mientras una dulcísima música resonaba
en el aire.
La dama llegó a una cueva
y se colocó sobre un muro bajo; a sus pies había un hombre en oración: era
Carlomagno, que al ver al recién llegado, le conminó para que cumpliera su
promesa de que fuera honrada y venerada aquella imagen. El conde dijo que lo
cumpliría, y más aún: que regalaría a la imagen una joya de valor que le iban
a entregar. Y cuando se volvía a buscar la joya prometida, despertó. ¡Todo
había sido un sueño!
Muy preocupado quedó el
conde Guifré por tal sueño, y así se lo contó al obispo Gotmar; pero éste no
supo entenderlo, y, por otra parte, el conde no encontró en los alrededores de
Ripoll camino alguno parecido al que viera en sueños siguiendo a la señora.
Unos días después salió
una vez más a pasear por el campo, con la secreta esperanza de encontrar el sendero
de su sueño; cuando un grupo de monjes se le acercó: al derribar una tapia,
había aparecido una imagen de la virgen en una cueva cercana.
Guifré salió corriendo
detrás del monje; reconoció el camino, y allí, en la tapia, ¡por fin!, la
anhelada imagen de la Virgen
de Ripoll, tal como él la viera en sueños, parecía sonreírle.
Cayó el conde de rodillas
y en ese momento fue avisado de que su hijo, Radulf, acabado de llegar al monasterio,
se encaminaba hacia allá.
En efecto, el joven llegó
montado en su caballo y, después de abrazar a su padre, le enseñó lo que traía:
una riquísima joya, cogida a los musulmanes en la última refriega. Y ambos de
acuerdo, la entregaron a la
Virgencita de Ripoll.
El monasterio se
engrandeció con la ayuda del conde de Barcelona.
Y añade la leyenda que
Radulf, el hijo de Guifré, se hizo monje benedictino y quedó en Ripoll, donde
fue modelo de sabiduría, prudencia y santidad.
103. anonimo (cataluña)
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