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jueves, 6 de septiembre de 2012

Las hijas del rey abib

Cuando San Fernando avanzaba por tierras anda­h»as, el rey Abib fue despojado de sus dominios, y hu­bo de refugiarse en la corte de Granada.
Alquiló un palacio y en él guardó sus tesoros. Sin cesar se lamentaba de la pérdida de su reino, y sólo le consolaba el tener junto a sí a sus amadas hijas, tres hermos doncellas bellas como la luna del ramadán y blancas como la nieve de la sierra.
Nunca salían del palacio y jamás habían visto a nin­gún hombre.
Pasado cierto tiempo, su padre decidió casarlas con tres magnates de la corte granadina, y las princesa acep­taron su proposición.
Y sucedió que una tarde oyeron voces armoniosas, que debían de venir de algunos ocultos mancebos, que decían que nunca se casa-rían con los propuestos por el rey Abib; se lo aseguraban en nombre de los genios que habitaban el palacio.
Cuando todo quedó de nuevo en silencio, las don­cellas vieron con asombro, sobre sus regazos, tres pre­ciosas sortijas iguales.
Desde entonces, sólo pensaban en cómo serían aque­llos jóvenes que permanecían ocultos a sus ojos.
Cada una imaginaba que el suyo habría de ser el más arrogante. Si no oían sus voces a la hora acostumbra­da, se ponían tristes, sin que sus esclavas lograsen ave­riguar la causa de aquella melancolía; ni su propio pa­dre pudo hacer nada por saberlo y, alarmado, se pre­a guntaba qué era lo que había cambiado a sus hijas, an­tes tan alegres y despreocupadas.
Por fin, una tarde en que las tres princesas estaban sentadas en unos cojines, contemplando sus respecti­vos anillos, oyeron rumor de pasos. Alzaron los ojos, y ante ellas vieron a tres gallardos caballeros lujosa­mente ataviados. Admiradas, se pusieron en pie, y ob­servaron con asombro que los jóvenes traían en sus ma­nos unas sortijas idénticas a las que ellas habían recibido.
Uno de los mancebos avanzó hacia la más joven de las princesas y le dijo que era el genio de las aguas; que­ría hacerla su esposa y llevarla con él a un maravilloso palacio que tenía bajo las fuentes de los jardines de Gra­nada. La joven aceptó lo que se le proponía.
Poco después, otro de los visitantes fue hacia la se­gunda de las princesas y se presentó como el genio de los aires; deseaba conducirla a una mansión encanta­da, sobre los vientos y las nubes, donde vivirían en la mayor felicidad. También aceptó ahora la princesa elegida.
El tercer joven se dirigió a la última princesa; era el genio de los jardines, y ponía a su disposición un pala­cio maravilloso hecho con pétalos de rosa.
Cuando las tres princesas aceptaron las proposicio­nes de los tres genios, éstos, a cambio, dieron a cada una su estrella respectiva, para que bajo su signo, sus vidas fueran siempre y en todo afortu-nadas.
Al enterarse el rey Abib de la fuga de sus hijas, man­dó que registraran el palacio; mas todo fue inútil: en ninguna parte se encontró el más leve rastro de las princesas.
Cuando la gente supo lo ocurrido, no creyó que aquellos misterio-sos raptores fueran genios -como afirmaba una vieja esclava que decía haber presenciado la escena, sino unos gueueros cristianos que ha­bían logrado burlar la vigilancia de los guardias de palacio.
Transcurrieron siglos. Un buen día fue a vivir en la casa que otrora fuera palacio del rey Abib un hombre de mediana posición, con su familia.
Una vez llegó a sus oídos la noticia de que en aque­lla casa escondió el rey Abib sus tesoros, y desde en­tonces no cesó de buscarlos por todos los rincones.
Levantó ladrillos, horadó muros; pero no logró en­contrar nada.
Desesperado, decidió vender su alma al diablo si le ayudaba a encontrar el codiciado tesoro.
Pocos días más tarde, halló en una habitación de la casa un cofre lleno de monedas de oro. Su alegría no tuvo límites.
Se había convertido de pronto en uno de los hom­bres más ricos de Granada.
Mas poco después la familia empezó a notar cam­bios raros en su carácter; blasfemaba sin ton ni son y siempre quería estar solo. Parecía tener miedo a la com­pañía de los demás.
Pasó un año, y llegó la Nochebuena. Aquel día el hombre parecía más contento que de costumbre; veía que había pasado un año y el demonio seguía sin co­brar su ayuda.
Por la noche salió de sus habitaciones y fue adonde estaba la familia. Empezó a beber vino alegremente, y de pronto le vieron palidecer. Aterrado, retrocedió hacia la pared, mientras hacía ade-mán de alejar a alguien.
Acababa de ver al diablo, que con voz siniestra le pedía su alma a cambio de la ayuda prestada. La fa­milia nada veía y, por lo tanto, no podía comprender qué le ocurría, y poco después vieron asombrados có­mo el hombre caía muerto. A continuación empezó a descompo-nerse y atribuyeron su muerte al exceso de vino.
Decidieron enterrarle lo antes posible, y cuando lle­garon al cementerio, vieron que el ataúd donde le ha­bían metido estaba vacío...

099. anonimo (andalucia)

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