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jueves, 6 de septiembre de 2012

La torre de la malmuerta

Vivía en Córdoba, allá por el siglo XV, un noble ca­ballero, muy considerado por sus brillantes hazañas de guerra y por su noble porte, a quien el amor había uni­do en matrimonio con una dama de su alcurnia. Vi­vían con relativa opulencia en un pequeño palacete, ser­vidos por criados y doncellas, y en aparente felicidad.
Pasaron los años sin que ningún acontecimiento no­table viniese a perturbar la paz de aquella casa, hasta que un día un caballero desconocido, que se había pren­dado de la belleza de la dama, tuvo la osadía de decla­rarle su amor.
La infiel esposa se fingió en un principio muy reca­tada, por miedo a que trascendiera su aventura pero, poco a poco, cade vez más enamorada de su amante, se dejó vencer por la pasión y se entregó a su amor, llegando incluso a darle entrada en su propia casa.
En el mayor secreto y con toda la discreción posi­ble, trans-currieron aquellas relaciones algún tiempo, hasta que un día ocurrió lo que no podía por menos de suceder, aunque los amantes no lo hubieran previs­to. Estaban los dos, en ausencia del esposo, dentro del palacete, cuando de improviso se presentó el marido y les sorprendió en flagrante adulterio. Grande fue el asombro y el terror de los enamorados cuando el no­ble caballero se presentó ante ellos, y mucho mayor fue el perplejo dolor de éste al ver deshonrado su hogar y su nombre por aquel intruso, a cuyo amor corres­pondía su propia mujer, sin que él hubiera sido capaz de sospecharlo.
Ciego de ira y de dolor, desenvainó su espada y de un certero golpe atravesó el pecho del infame que, mor­talmente herido, se desplomó en el suelo. Acto segui­do, y sin que su mujer tuviera tiempo para huir, hun­dió la espada ensangrentada en el cuerpo de la infiel, que, exhalando un grito de agonía, cayó muerta sobre el cuerpo de su amante.
No consideró el caballero que con aquellas dos muer­tes quedaba ya salvado su honor, sino que cada vez más encolerizado y dolorido, al comprender que aquellas paredes de su casa habían visto y callado su propio des­honor, decidió hacer desaparecer todo cuanto se ha­bía encerrado en ellas. Corrió, en primer término, en busca de los criados y las doncellas, y uno a uno les fue dando muerte. Las carreras y los gritos llenaron durante algunos momentos los hasta entonces silencio­sos ámbitos del palacete. Unos instantes después, la ca­sa quedaba de nuevo sumida en sepulcral silencio.
El caballero se sentó jadeante en una silla y dejó caer sin fuerzas su espada. A su alrededor, un montón de ensangrentados cadáveres de doncellas y criados yacían con las miradas desorbitadas, contemplando con ges­to de horror un punto fijo de la habitación.
Inútil fue que el caballero, ya vuelto en sí, huyera de allí. Al otro día, toda la ciudad de Córdoba cono­cía la horrible noticia y hasta el mismo rey se vio obli­gado a intervenir en el trágico suceso. Llamó a su pre­sencia al caballero y supo por él la mala acción de su mujer. Aprobó el justo castigo que había impuesto a los dos amantes; pero no pudo justificar el asesinato de toda la inocente servidumbre, víctima también de su furor, y se vio obligado a hacer caer sobre él un du­ro castigo que sirviera de escarmiento. Rápidamente ordenó construir en la propia muralla de la ciudad una lóbrega torre, en la que mandó encerrar al caballero para el resto de sus días.
La edificación fue conocida desde entonces por el pueblo con el nombre de torre de la Malmuerta, en re­cuerdo a la violenta forma con que arrebató la vida a su mujer.
Todavía hoy se conserva el histórico torreón y los vecinos de Córdoba recuerdan aún el trágico suceso a su paso por esta parte de la muralla.

099. anonimo (andalucia)

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