En una aldea perdida en
las altas montañas caíalanas vivía un hombre perverso y de mal corazón. Continuamente dañaba a su prójimo con robos y atropellos, y su relajada conciencia ya no
temía ni a Dios ni a la justicia, de la que siempre lograba escapar en sus
frecuentes fechorías.
Un día concibió el plan
de robar el tesoro de la iglesia parroquial del pueblo; para ello, entró a la
hora del rosario, escondióse entre los numerosos fieles y pudo quedar oculto en
el púlpito, para pasar allí la noche y robar cuando la iglesia estuviera vacía.
Terminado el rosario,
todos los fieles se marcharon, y el sacerdote y el sacristán, después de
ordenar un poco la iglesia, salieron y cerraron las puertas con llave, dejando
así al ladrón solo en la iglesia y oculto en el púlpito. Pero como éste
empleaba las noches en el robo, tenía tanto sueño atrasado, que se había
dormido en su escondite; tan profundamente, que no despertó hasta que el reloj
del campanario, haciendo retemblar la iglesia, empezó a dar las doce de la
noche.
Sobresaltado, se despertó
el ladrón, dispuesto a consumar su robo: La iglesia estaba a oscuras; mas al
dar el reloj la última campanada, quedó espantado viendo que en el altar se
encendieron solas dos velas y qué de la sacristía salía revestido un sacerdote,
con el cáliz en la mano, dispuesto a decir una misa. Se volvió de espaldas al
altar, y al ladrón se le heló la sangre de espanto. El celebrante era un
esqueleto, con las cuencas de los ojos vacías, que, abriendo su terrible boca,
con las huesudas manos en actitud suplicante, dijo:
-¿Hay alquien para
ayudarme a decir misa?
El ladrón, mudo de
espanto, no se atrevía a moverse ni a contestar. Se escondió más aún, mientras
un sudor frío le bañaba el cuerpo, y creyó que llegaba el momento de su
muerte.
Por tres veces repitió el
esqueleto la pregunta, y las tres veces el ladrón calló; temblaba de miedo y no
se atrevía a moverse. El sacerdote, con la cabeza inclinada y el aspecto
entristecido, cogió el cáliz y se volvió a la sacristía, y los cirios se
apagaron solos. La iglesia quedó sumida en tinieblas, y el ladrón cayó
desvanecido de terror.
Pasada la noche, los
fieles acudieron a la primera misa. El sacristán abrió muy de mañana las
puertas del templo. El ladrón volvió en sí, y el peso de la conciencia parecía
ahogarle; arrepentido, se arrodilló ante el altar, hizo examen de sus muchas
culpas y esperó que llegara el sacerdote para pedirle que oyera su confesión.
Se arrodilló en el confesonario, y allí dio cuenta de todos los pecados de su
vida y del motivo de su sincera conversión. El confesor quedó perplejo ante
aquel suceso extraño y le impuso como penitencia que volviese a repetir los
hechos igual que la noche pasada y que se ofreciese a ayudar a la misa del
fantasma.
El penitente lo aceptó
como el mayor sacrificio de su vida y volvió a esconderse en el púlpito.
Temblando, esperó a que dieran las doce, y al sonar la última campanada, vio
salir de la sacristía al esqueleto, que repitió la pregunta de la noche
anterior. Al ladrón se le doblaban las piernas; mas, haciendo un esfuerzo sobrehumano,
contestó:
-Yo os ayudaré.
Y bajó del púlpito medio
muerto de espanto. El celebrante le miró con aire de extrañeza, y empezó la misa,
pronunciando las oraciones rápidamente, con una agitación febril. El pobre
monaguillo, que desde pequeño no había vuelto a la iglesia, se esforzaba por
recordar las oraciones que aprendiera en su infancia y, balbuciente, le
contestaba lo poco que sabía, deseando que se acabara pronto aquella ceremonia
fúnebre.
Terminada la misa, el
esqueleto cogió con sus frías manos las del ladrón, y muy afablemente le dio
las gracias por su buena acción, prometiéndole rogar por él al Señor en el
otro mundo. Le explicó que él había sido un sacerdote pecador y avaro, que iba
acumulando riquezas mal adquiridas, si acordarse de los pobres y al morir, sin
méritos para entrar en el cielo, fue enviado al purgatorio, donde pasó cientos
de años, y el Señor le había prohibido la entrada en el cielo mientras no
dijese una misa que le faltaba. Todas las noches, al dar las doce, le dejaba
venir al mundo de los vivos, hasta que encontrara quien le ayudase a
celebrarla, y durante mucho tiempo se tuvo que volver, apenado, a la región de
los muertos.
-Tú me has ayudado hoy, y
por ti podré entrar en el cielo, y en recompensa a este inmenso favor que me
has hecho, te voy a descubrir dónde está oculto mi tesoro mal adquirido, que
te cedo, para que, después de dar algunas limosnas, dispongas de él como gustes.
Al momento se apagaron
las velas del altar, del que salió una luz azul con larga estela luminosa, que,
atravesando la bóveda, fue a confundirse entre las estrellas del cielo.
Impresionado quedó allí
el ladrón, de rodillas, hasta el día siguiente, en que volvió el sacerdote y
le dio cuenta de todo lo sucedido aquella noche. En su presencia, fue a
desenterrar el tesoro, encontrando gran cantidad de riquezas, que empleó
íntegras en la construcción de una iglesia destinada a las ánimas del purgatorio.
El ladrón invirtió en aquellas obras todos sus bienes, y murió después de una
larga vida de tranquilidad.
103. anonimo (cataluña)
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