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jueves, 6 de septiembre de 2012

La misa debida

En una aldea perdida en las altas montañas caíala­nas vivía un hombre perverso y de mal corazón. Continuamente dañaba a su prójimo con robos y atrope­llos, y su relajada conciencia ya no temía ni a Dios ni a la justicia, de la que siempre lograba escapar en sus frecuentes fechorías.
Un día concibió el plan de robar el tesoro de la igle­sia parroquial del pueblo; para ello, entró a la hora del rosario, escondióse entre los numerosos fieles y pudo quedar oculto en el púlpito, para pasar allí la noche y robar cuando la iglesia estuviera vacía.
Terminado el rosario, todos los fieles se marcharon, y el sacerdote y el sacristán, después de ordenar un poco la iglesia, salieron y cerraron las puertas con llave, de­jando así al ladrón solo en la iglesia y oculto en el púl­pito. Pero como éste empleaba las noches en el robo, tenía tanto sueño atrasado, que se había dormido en su escondite; tan profundamente, que no despertó hasta que el reloj del campanario, haciendo retemblar la igle­sia, empezó a dar las doce de la noche.
Sobresaltado, se despertó el ladrón, dispuesto a con­sumar su robo: La iglesia estaba a oscuras; mas al dar el reloj la última campanada, quedó espantado viendo que en el altar se encendieron solas dos velas y qué de la sacristía salía revestido un sacerdote, con el cáliz en la mano, dispuesto a decir una misa. Se volvió de es­paldas al altar, y al ladrón se le heló la sangre de espan­to. El celebrante era un esqueleto, con las cuencas de los ojos vacías, que, abriendo su terrible boca, con las huesudas manos en actitud suplicante, dijo:
-¿Hay alquien para ayudarme a decir misa?
El ladrón, mudo de espanto, no se atrevía a mover­se ni a contestar. Se escondió más aún, mientras un su­dor frío le bañaba el cuerpo, y creyó que llegaba el mo­mento de su muerte.
Por tres veces repitió el esqueleto la pregunta, y las tres veces el ladrón calló; temblaba de miedo y no se atrevía a moverse. El sacerdote, con la cabeza inclina­da y el aspecto entristecido, cogió el cáliz y se volvió a la sacristía, y los cirios se apagaron solos. La iglesia quedó sumida en tinieblas, y el ladrón cayó desvaneci­do de terror.
Pasada la noche, los fieles acudieron a la primera misa. El sacristán abrió muy de mañana las puertas del templo. El ladrón volvió en sí, y el peso de la concien­cia parecía ahogarle; arrepentido, se arrodilló ante el altar, hizo examen de sus muchas culpas y esperó que llegara el sacerdote para pedirle que oyera su confe­sión. Se arrodilló en el confesonario, y allí dio cuenta de todos los pecados de su vida y del motivo de su sin­cera conversión. El confesor quedó perplejo ante aquel suceso extraño y le impuso como penitencia que vol­viese a repetir los hechos igual que la noche pasada y que se ofreciese a ayudar a la misa del fantasma.
El penitente lo aceptó como el mayor sacrificio de su vida y volvió a esconderse en el púlpito. Temblan­do, esperó a que dieran las doce, y al sonar la última campanada, vio salir de la sacristía al esqueleto, que repitió la pregunta de la noche anterior. Al ladrón se le doblaban las piernas; mas, haciendo un esfuerzo so­brehumano, contestó:
-Yo os ayudaré.
Y bajó del púlpito medio muerto de espanto. El ce­lebrante le miró con aire de extrañeza, y empezó la mi­sa, pronunciando las oraciones rápidamente, con una agitación febril. El pobre monaguillo, que desde pe­queño no había vuelto a la iglesia, se esforzaba por re­cordar las oraciones que aprendiera en su infancia y, balbuciente, le contestaba lo poco que sabía, desean­do que se acabara pronto aquella ceremonia fúnebre.
Terminada la misa, el esqueleto cogió con sus frías manos las del ladrón, y muy afablemente le dio las gra­cias por su buena acción, prometiéndole rogar por él al Señor en el otro mundo. Le explicó que él había si­do un sacerdote pecador y avaro, que iba acumulando riquezas mal adquiridas, si acordarse de los pobres y al morir, sin méritos para entrar en el cielo, fue envia­do al purgatorio, donde pasó cientos de años, y el Se­ñor le había prohibido la entrada en el cielo mientras no dijese una misa que le faltaba. Todas las noches, al dar las doce, le dejaba venir al mundo de los vivos, hasta que encontrara quien le ayudase a celebrarla, y durante mucho tiempo se tuvo que volver, apenado, a la región de los muertos.
-Tú me has ayudado hoy, y por ti podré entrar en el cielo, y en recompensa a este inmenso favor que me has hecho, te voy a descubrir dónde está oculto mi te­soro mal adquirido, que te cedo, para que, después de dar algunas limosnas, dispongas de él como gustes.
Al momento se apagaron las velas del altar, del que salió una luz azul con larga estela luminosa, que, atra­vesando la bóveda, fue a confundirse entre las estre­llas del cielo.
Impresionado quedó allí el ladrón, de rodillas, has­ta el día siguiente, en que volvió el sacerdote y le dio cuenta de todo lo sucedido aquella noche. En su pre­sencia, fue a desenterrar el tesoro, encontrando gran cantidad de riquezas, que empleó íntegras en la cons­trucción de una iglesia destinada a las ánimas del pur­gatorio. El ladrón invirtió en aquellas obras todos sus bienes, y murió después de una larga vida de tranquilidad.

 103. anonimo (cataluña)

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