No corren buenos tiempos para el honor, la galantería
y la caballerosidad. De hecho, amigo lector, ya casi se desconoce la palabra
«bonhomía», que viene a designar un comportamiento leal, sincero y de palabra.
Sin embargo, aún nos queda la historia y la leyenda: los caballeros medievales
se regían por leyes muy severas, entre las cuales estaba, por ejemplo, la
necesidad obligatoria de defender a las damas, de no tolerar las afrentas que
se les hiciesen y de respetarlas en todo momento.
Hubo, por tanto, un tiempo en que los hombres se
distinguían no por lo que poseían, sino por sus hechos y actitudes. En aquellas
épocas remotas se sitúa la leyenda del joven Ramiro, llamado el Bastardo.
Reinaba en Navarra don Sancho el Mayor y corrían los
turbulentos años del siglo XI. El rey don Sancho estaba casado con la hermosa
doña Mencía, una mujer singular y de apasionado corazón. Los reyes tenían dos
hijos: uno, de nombre García, era el legítimo heredero de la corona; el otro,
llamado Ramiro, era fruto de una relación adúltera del rey con una noble
navarra. Sin embargo, y como sucedía a menudo, el joven bastardo vivía en
palacio con su padre y su madrastra. Naturalmente, no se podía esperar que doña
Mencía tuviera especial cariño a Ramiro, pues no era hijo suyo y, además, era
la prueba de una infidelidad. Las mujeres de aquella época, no obstante,
aceptaban mal que bien esta situación, porque no les quedaba otro remedio. Don
Sancho había reiterado sus disculpas a su esposa y ésta las había aceptado. Y
esto era sorprendente, porque en raras ocasiones un rey se humillaba ante
nadie: el trono tenía estos privilegios.
Por su parte, el bastardo Ramiro conocía muy bien su
estado y sabía que en ningún caso podría acceder al trono, por ser fruto de una
relación ilegítima entre el rey y una desconocida. No obstante, Ramiro fue
educado en palacio y conoció todos los deberes y obligaciones de un caballero
de corte.
Así estaban las cosas, y los dos muchachos crecieron
sanos y fuertes, aunque, a decir verdad, don García no dejaba de sentir cierta
repulsión por su hermano, al que consideraba inferior y al que ofendía siempre
que tenía oportunidad. Estos desplantes los soportaba Ramiro con buen talante,
porque sabía que su posición en la corte estaba marcada por su bastardía.
La ambición y la soberbia se apoderaron del corazón de
don García cuando cumplió los veinte años y ya estaba tramando cómo hacerse con
el trono, a pesar de que su padre aún vivía. Y más que todo, quería deshacerse
de su hermano, cuya presencia ya no podía tolerar por más tiempo. Convertido en
un tirano, don García humillaba a los escribanos, a los soldados y a los
aldeanos, y su fama de soberbio corrió por Navarra, haciéndose cada vez más
odioso a sus compatriotas.
Decidido a llegar al trono, el heredero urdió una
terrible maquinación: comenzó a decir que su madre, doña Mencía, era una
adúltera y que era necesario quemarla en la hoguera. Esto, por un lado, irritó
al viejo monarca, el rey Sancho, pero sus fuerzas estaban muy menguadas y
apenas podía oponerse a las conspiraciones de su hijo. Por otro lado, estos
infundados rumores amargaron los días de doña Mencía, traicionada vilmente por
el heredero. Don García suponía, con acierto, que estas infamias matarían de
dolor a su padre y que, con suerte, su madre acabaría en un convento o en el
patíbulo.
Ya se felicitaba de su argucia don García cuando, por
sorpresa, apareció en escena el hijo bastardo de don Sancho. Ramiro defendió a
su madrastra y, contra todos, divulgó la afrenta engañosa de don García,
tachándolo de vil y ruin, de ambicioso y tirano. La opinión popular estaba de
acuerdo con el heredero, porque el vulgo siempre quiere espectáculos grotescos,
y los nobles estaban decididos a juzgar a doña Mencía y llevarla a la hoguera.
A toda esta infecta trama se opuso don Ramiro con tesón y con valor, cosa que
estuvo en trance de costarle la vida, porque el infame don García acechaba con
sus esbirros en las esquinas y en las plazas, siempre dispuesto a asesinar
traicioneramente a su hermano.
La corte vio la causa y no se pudo decidir si doña
Mencía era adúltera o no, puesto que se esgrimieron testigos y relaciones
contrapuestas. No quedó más remedio que someterlo al juicio divino. El «Juicio
de Dios» era una fórmula legal muy utilizada antaño: consistía en que dos
individuos de ideas opuestas luchaban para dirimir una cuestión; se suponía que
Dios ayudaría al que tuviera razón, de modo que el vencedor en el Juicio de
Dios era el vencedor a los ojos del pueblo.
En el caso del adulterio de doña Mencía, su propio
hijo era quien acusaba y el bastardo, quien la defendía. Esta insólita
situación resultaba humillante para los monarcas y don Sancho cayó enfermo y
estuvo en trance de morir. Por su parte, la reina se apartó del mundo y pasaba
las noches llorando su desgracia en los aposentos del palacio.
Los magistrados ordenaron, por tanto, que se hiciera
un juicio de Dios y que don García, el acusador, y don Ramiro, el bastardo,
defensor de doña Mencía, se batieran en torneo. Ambos debían luchar en el campo
con armas de sangre y sólo uno saldría con vida de aquel encuentro, porque se
habían ofendido mucho y se habían nombrado mentirosos, infames y otras cosas
peores.
La justa se llevó a efecto en los alrededores del
palacio y el pueblo estaba dividido: había quien, por ver una ejecución,
animaba a don García; y había quien, en buen seso, defendía el honor de la
reina y, por tanto, jaleaba a don Ramiro. La lucha fue feroz, los dos
hermanos lucharon a muerte durante más de tres horas. Ya parecía que vencía el
heredero, ya semejaba que el bastardo llevaba la victoria. La reina observaba
el duelo en el estrado con gran pena y congoja, y no podía por menos de llorar
viendo que uno de los dos acabaría por sucumbir: el uno era su hijo, aunque
malvado; el otro era defensor, aunque representaba la vergüenza de su casa.
Agotados y heridos, los dos hermanos peleaban sin
tregua: ya habían abandonado los caballos y esgrimían sus espadas con el pie en
tierra. Tan fieros tajos se lanzaban que infundían terror en el vulgo. Ramiro
sostenía su acero con vigor y atacaba con destreza, pero don García usaba con
maña su escudo y hacía silbar en el aire el filo de su arma.
-¡Bastardo! -gritaba don García. Vuestro vil
nacimiento se demuestra cuando defendéis a una ramera: ¿lucháis por una puta
porque puta fue vuestra madre?
-El honor de las madres está en sus hijos -contestó el
bastardo: luchad más y hablad menos, que yo defiendo a vuestra madre porque su
hijo no tiene valor para hacerlo.
Y diciendo esto, lanzó una estocada tan violenta que
partió en dos el escudo de don García. Este giró hacia un costado y tentó la
pierna de don Ramiro, que se retiró a tiempo. Mas volviéndose con destreza,
viró su espada de izquierda a derecha y la cabeza del heredero corrió
ensangrentada por tierra.
Un silencio estremecedor invadió el campo, y el
bastardo caminó lentamente hasta el estrado para honrar a la reina doña Mencía.
La señora se despojó de su manto y cubrió con él la espalda de su defensor.
Significaba esto que la reina lo tomaba como hijo, que le otorgaba sangre real
y que lo convertía en legítimo heredero del trono de Navarra.
De este modo el Juicio de Dios demostró la falsedad de
las acusaciones de don García y elevó a su justo puesto a un hombre que luchó
por defender la inocencia de la reina.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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