...un ferro que llança gegantina
que una nissaga d'héroes clavada
allí ha deixat.
JACINTO VERDACUER
En un calabozo húmedo, donde los rayos del sol no
penetraban jamás, había un hombre y una mujer que apenas podían verse el
rostro. La única luz que hasta ellos llegaba procedía de una antorcha en la
galería de la prisión. Unos gruesos barrotes de hierro cerraban la salida: los
dos reos se aferraban a la reja y pedían a gritos un vaso de agua y un mendrugo
de pan. Pero nadie podía oírles porque los que bajaban a la galería de la
muerte jamás volvían a ver la luz.
Uno de ellos tanteaba las húmedas paredes de la celda,
buscando, tal vez, una hendidura por donde escapar, pero era inútil: nadie
había escapado de tan férrea prisión. ¿Nadie? Quizá no sea del todo cierto: en
esa misma cárcel estuvieron cargados de cadenas dos famosos amantes y, según se
cuenta, salieron vivos de allí y pudieron vivir felices...
Hace mucho, mucho, mucho tiempo, el conde de
Barcelona, don Ramón Berenguer IV, estaba en guerra con uno de los más
poderosos nobles de Cataluña: don Guillén de Montcada. En vano el conde trataba
de sosegar la ambición de don Guillén, porque la soberbia del noble no tenía
límites y, se dice, incluso llegó a pretender el poder absoluto en Barcelona.
Una pequeña disputa por el uso de cierta acequia fue suficiente para que don
Guillén formara sus tropas y asediara a los nobles leales al conde Berenguer.
Los partidos, por entonces, andaban divididos y las fuerzas, muy igualadas. No
había más que incursiones y fechorías: las traiciones, las acechanzas, las
emboscadas eran frecuentes, pero rara vez se formaban batallones para
enfrentarse en campo abierto. En todo caso, el conde de Barcelona y don Guillén
de Montcada se habían declarado odio eterno.
Don Guillén vivía en su castillo de Montcada con su
esposa, Beatriz, una de las jóvenes más hermosas y más dulces de Cataluña, cuya
belleza había dado mucho que hablar. El poder de don Guillén había logrado que
Beatriz le diera el sí en la iglesia y, aunque Beatriz no podía soportar el
orgullo y la insolencia de su esposo, la vida en el castillo era apacible y los
enfrentamientos sólo se producían de puertas para adentro. Pero el corazón de
Beatriz tenía un dueño y ni siquiera la fuerza bruta de su esposo había logrado
domeñar esta pasión: desde muy joven, la preciosa doncella había amado a
Guillermo de Sant Martí, un caballero apuesto y gentil, más dado a las
canciones amorosas que a la espada. El trovador había cortejado a Beatriz desde
muy joven y la muchacha había quedado prendada de su cortesía y galanura. Sin
embargo, Guillermo había tenido que aceptar que su amada se casara con el
orgulloso don Guillén, porque así lo habían querido el destino y los padres de
la joven.
Pese a todo, ambos amantes seguían viéndose en secreto
y el poeta acudía al castillo de Montcada cuando el señor se hallaba fuera. Una
tierna canción de amor servía para que Beatriz abriese la reja de su ventana y
el trovador escalara por las enramadas del castillo hasta la alcoba de su fiel
amada.
Estos amores, como suele ocurrir, eran conocidos por
todos en Cataluña, excepto por el iracundo don Guillén, más ocupado en destronar
a su enemigo que en guardar la casa propia.
El señor de Montcada había reunido, en cierta ocasión,
a todos sus caballeros en el castillo. Había también nobles, guerreros y
soldados de fortuna llegados desde Francia, Aragón y Castilla. Estaba en la
idea de don Guillén dar el asalto definitivo a Barcelona y desterrar al conde
Berenguer IV. Para ello había dispuesto una gran corte en la que cada cual
daría su opinión y se dispondría para la guerra abierta. Pero era don Guillén
quien llevaba la voz cantante y todo cuanto él decía se aceptaba de inmediato.
En aquellos cónclaves bélicos estaba también Guillermo
de Sant Martí, al que todos -excepto el señor de Montcada- veían como amante de
la señora Beatriz, más que como guerrero dispuesto a dar la vida. Algunos
nobles apreciaban verdaderamente al trovador y les enternecían los delicados
amores de Beatriz y Guillermo, pero la mayoría estaban incómodos con su
presencia y afirmaban por lo bajo: «¿Qué hará aquí el poeta? Otros castillos
asalta con más fortuna». Los demás, simplemente, se burlaban de él y de los
pocos soldados con que había acudido a la reunión guerrera.
Como era costumbre, el señor de Montcada celebró un
festín en el que debería decidirse quién sería el senescal del ejército, esto
es: el capitán de todas las tropas. Como era privilegio de las damas señalar
este honor, todos estuvieron de acuerdo en que la propia Beatriz de Montcada
designara al caudillo que tendría la gloria de derribar al conde de Barcelona.
Además, todos estaban persuadidos de que Beatriz depositaría en su propio
marido esta confianza, porque, en el fondo, lo tenían por su verdadero capitán.
En la ceremonia que se llevaba a efecto, la dama en
cuestión debería entregar una copa de plata al futuro caudillo, y con este
gesto quedaba certificada la validez del cargo de capitán.
Pero Beatriz actuó de modo imprevisto. Acompañada por
siete doncellas hermosísimas, la señora de Montcada escanció vino y miel en la
copa ceremonial y, tras beber el dulce néctar, ofreció la copa de plata... ¡a
Guillermo de Sant Martí! Un murmullo de desaprobación recorrió la bóveda de la
sala, e incluso algunos rieron abiertamente. Una voz, en un extremo del
comedor, se dejó notar:
-¿Cómo vas a disponer las tropas, poeta? ¿En versos de
arte mayor o en cuaderna vía?
Y desde el otro lado se decía:
-¿Y vienes con nosotros o te quedas para defender el castillo
de la Montcada ?
Sin embargo, todos bebieron de la copa de plata, pues
así había que consolidar la alianza. Pero cuando la copa llegó a manos del
señor de Montcada éste la arrojó violentamente y se levantó de la mesa
mostrando su enojo:
-Mañana hablaremos, señores.
Y cerró la sesión de malos modos.
A grandes zancadas don Guillén de Montcada cruzó el
patio del castillo seguido de cuatro guardias armados hasta los dientes. Subió
a sus aposentos y allí encontró a Beatriz, su esposa. La ira se reflejaba en su
rostro y sus ojos estaban inyectados en sangre:
-¡Maldita zorra! -dijo. ¡Eres la vergüenza de mi casa!
¡Lleváosla y encerradla en las mazmorras!
Los guardias apresaron a Beatriz y le colocaron
fuertes cadenas en el cuello, las manos y los pies. Después, la trasladaron por
las galerías del castillo y bajaron una escalera de cuatrocientos peldaños:
allí abajo, en las profundidades siniestras de Montcada, se abría una profunda
gruta, utilizada desde tiempos inmemoriales para dar suplicio a, los reos. Los
huesos de los muertos se apilaban en las esquinas y un lodazal de barro y
sangre era el suelo sobre el que caminaba Beatriz. Fue arrojada en una celda y
allí, en medio de la terrible oscuridad, junto a ratas y culebras, fue olvidada
para siempre. Así lo había ordenado el señor de Montcada: «Echadla en las
cuevas, y que nadie baje a visitarla: que se coma las serpientes o que las
serpientes se la coman a ella, tanto me da».
No se detuvo aquí la terrible venganza de Montcada: a
las tres de la madrugada, cuando aún no había cantado el gallo y todo el
castillo estaba dormido, entró en la alcoba donde descansaba el caballero
Guillermo de Sant Martí. Sin embargo, no lo halló en la cama, sino despierto y
escribiendo un apasionado poema a la luz de una candela.
-Ahora podrás leer esos versos a tu amada, traidor.
Con estas palabras, el señor de Montcada ordenó a sus
soldados que lo apresasen y que lo bajasen a la terrible prisión. Mientras
bajaba por la escalera, cargado de cadenas y zarandeado por los guardias, Guillermo
oyó a don Guillén que, con grandes carcajadas, decía:
-¡Abre bien los ojos, poeta, o no podrás distinguir
las letras!
Fue arrojado de malos modos en el fango de una celda y
cuando se hizo el silencio apenas podía escuchar el discurrir del agua sobre las
paredes y algunas alimañas que se movían en las grietas de la cárcel. Todo
permanecía en la más lúgubre oscuridad. El caballero tentaba las paredes pero
la roca sólo confirmaba su soledad y el terrible destino que le esperaba. De
pronto, en un extremo de la galería oyó un débil murmullo... ¡una mujer
sollozaba, aterida de frío! No podía ver su rostro, pero el corazón le decía
que era su amada Beatriz y que sus amores habían sido descubiertos. El infame
señor de Montcada los había encerrado en aquellas prisiones, de donde nadie
pudo salir jamás.
Guillermo avanzó junto a la pared y pudo notar que aún
había cadáveres en el fango: apenas pudo sortearlos y espantar a las ratas que
se los estaban comiendo. Llegó finalmente cerca de Beatriz y ambos pudieron abrazarse
y demostrarse su amor: al fin, incluso en la muerte permanecerían unidos.
Allí pasaron siete días, aunque para ellos todo era
noche y penumbras. Ya las ratas y las culebras empezaban a acecharlos, impacientes
ante la tardanza de su muerte, cuando oyeron que el agua se deslizaba por una
abertura en un extremo de la celda. Si el agua corría por allí, significaba que
un pozo o un río subterráneo acogía el caudal y ésa era la única salida
posible. Sólo armados con sus uñas y con los guijarros desprendidos del muro,
trataron de abrir una galería: el agua corría desesperada por una cueva.
Excavaron y excavaron hasta que se hicieron sangre en las manos, pero al fin
pudieron abrir un hueco por el que internarse en la inmensa caverna horadada
bajo el castillo de Montcada. Caminaron durante varios días, envueltos en el
fango, atrapados por las corrientes, sometidos a todos los peligros... pero al
fin, tras muchas agonías, llegaron al final de la gruta: a sus vista estaba el
mar y la luz del Mediterráneo hería sus ojos.
Arrodillados en la playa dieron gracias a Dios por
haberlos librado de una muerte terrible y acudieron al palacio del Conde de
Barcelona. Allí fueron recibidos con gran cordialidad y Beatriz y su amante
informaron al conde de las traiciones que se le preparaban. Berenguer IV los
cobijó en su corte y envió correos al Papa para que anulase el matrimonio de
Beatriz, puesto que la joven se había desposado contra su voluntad y sólo por
la tiranía del señor de Montcada.
Las nuevas bodas de Guillermo y Beatriz fueron
presididas por el propio conde don Ramón Berenguer, y se celebraron grandes
fiestas en Barcelona, donde se recuerda con emoción la fidelidad y la pasión de
los dos amantes de Montcada.
Fuente:
Jose Calles Vales
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