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sábado, 17 de agosto de 2013

Beatriz de montcada

...un ferro que llança gegantina
que una nissaga d'héroes clavada allí ha deixat.
JACINTO VERDACUER

En un calabozo húmedo, donde los rayos del sol no penetraban jamás, había un hombre y una mujer que apenas podían verse el rostro. La única luz que hasta ellos llegaba procedía de una antorcha en la galería de la prisión. Unos gruesos barrotes de hierro cerraban la salida: los dos reos se aferraban a la reja y pedían a gritos un vaso de agua y un mendrugo de pan. Pero nadie podía oírles porque los que bajaban a la galería de la muerte jamás volvían a ver la luz.
Uno de ellos tanteaba las húmedas paredes de la celda, buscando, tal vez, una hendidura por donde escapar, pero era inútil: nadie había escapado de tan férrea prisión. ¿Nadie? Quizá no sea del todo cierto: en esa misma cárcel estuvieron cargados de cadenas dos famosos amantes y, según se cuenta, salieron vivos de allí y pudieron vivir felices...
Hace mucho, mucho, mucho tiempo, el conde de Barcelona, don Ramón Berenguer IV, estaba en guerra con uno de los más poderosos nobles de Cataluña: don Guillén de Montcada. En vano el conde trataba de sosegar la ambición de don Guillén, porque la soberbia del noble no tenía límites y, se dice, incluso llegó a pretender el poder absoluto en Barcelona. Una pequeña disputa por el uso de cierta acequia fue suficiente para que don Guillén formara sus tropas y asediara a los nobles leales al conde Berenguer. Los partidos, por entonces, andaban divididos y las fuerzas, muy igualadas. No había más que incursiones y fechorías: las traiciones, las acechanzas, las emboscadas eran frecuentes, pero rara vez se formaban batallones para enfrentarse en campo abierto. En todo caso, el conde de Barcelona y don Guillén de Montcada se habían declarado odio eterno.
Don Guillén vivía en su castillo de Montcada con su esposa, Beatriz, una de las jóvenes más hermosas y más dulces de Cataluña, cuya belleza había dado mucho que hablar. El poder de don Guillén había logrado que Beatriz le diera el sí en la iglesia y, aunque Beatriz no podía soportar el orgullo y la insolencia de su esposo, la vida en el castillo era apacible y los enfrentamientos sólo se producían de puertas para adentro. Pero el corazón de Beatriz tenía un dueño y ni siquiera la fuerza bruta de su esposo había logrado domeñar esta pasión: desde muy joven, la preciosa doncella había amado a Guillermo de Sant Martí, un caballero apuesto y gentil, más dado a las canciones amorosas que a la espada. El trovador había cortejado a Beatriz desde muy joven y la muchacha había quedado prendada de su cortesía y galanura. Sin embargo, Guillermo había tenido que aceptar que su amada se casara con el orgulloso don Guillén, porque así lo habían querido el destino y los padres de la joven.
Pese a todo, ambos amantes seguían viéndose en secreto y el poeta acudía al castillo de Montcada cuando el señor se hallaba fuera. Una tierna canción de amor servía para que Beatriz abriese la reja de su ventana y el trovador escalara por las enramadas del castillo hasta la alcoba de su fiel amada.
Estos amores, como suele ocurrir, eran conocidos por todos en Cataluña, excepto por el iracundo don Guillén, más ocupado en des­tronar a su enemigo que en guardar la casa propia.
El señor de Montcada había reunido, en cierta ocasión, a todos sus caballeros en el castillo. Había también nobles, guerreros y soldados de fortuna llegados desde Francia, Aragón y Castilla. Estaba en la idea de don Guillén dar el asalto definitivo a Barcelona y desterrar al conde Berenguer IV. Para ello había dispuesto una gran corte en la que cada cual daría su opinión y se dispondría para la guerra abierta. Pero era don Guillén quien llevaba la voz cantante y todo cuanto él decía se aceptaba de inmediato.
En aquellos cónclaves bélicos estaba también Guillermo de Sant Martí, al que todos -excepto el señor de Montcada- veían como amante de la señora Beatriz, más que como guerrero dispuesto a dar la vida. Algunos nobles apreciaban verdaderamente al trovador y les enternecían los delicados amores de Beatriz y Guillermo, pero la mayoría estaban incómodos con su presencia y afirmaban por lo bajo: «¿Qué hará aquí el poeta? Otros castillos asalta con más fortuna». Los demás, simplemente, se burlaban de él y de los pocos soldados con que había acudido a la reunión guerrera.
Como era costumbre, el señor de Montcada celebró un festín en el que debería decidirse quién sería el senescal del ejército, esto es: el capitán de todas las tropas. Como era privilegio de las damas señalar este honor, todos estuvieron de acuerdo en que la propia Beatriz de Montcada designara al caudillo que tendría la gloria de derribar al conde de Barcelona. Además, todos estaban persuadidos de que Beatriz depositaría en su propio marido esta confianza, porque, en el fondo, lo tenían por su verdadero capitán.
En la ceremonia que se llevaba a efecto, la dama en cuestión debería entregar una copa de plata al futuro caudillo, y con este gesto quedaba certificada la validez del cargo de capitán.
Pero Beatriz actuó de modo imprevisto. Acompañada por siete doncellas hermosísimas, la señora de Montcada escanció vino y miel en la copa ceremonial y, tras beber el dulce néctar, ofreció la copa de plata... ¡a Guillermo de Sant Martí! Un murmullo de desaprobación recorrió la bóveda de la sala, e incluso algunos rieron abiertamente. Una voz, en un extremo del comedor, se dejó notar:
-¿Cómo vas a disponer las tropas, poeta? ¿En versos de arte mayor o en cuaderna vía?
Y desde el otro lado se decía:
-¿Y vienes con nosotros o te quedas para defender el castillo de la Montcada?
Sin embargo, todos bebieron de la copa de plata, pues así había que consolidar la alianza. Pero cuando la copa llegó a manos del señor de Montcada éste la arrojó violentamente y se levantó de la mesa mostrando su enojo:
-Mañana hablaremos, señores.
Y cerró la sesión de malos modos.
A grandes zancadas don Guillén de Montcada cruzó el patio del castillo seguido de cuatro guardias armados hasta los dientes. Subió a sus aposentos y allí encontró a Beatriz, su esposa. La ira se reflejaba en su rostro y sus ojos estaban inyectados en sangre:
-¡Maldita zorra! -dijo. ¡Eres la vergüenza de mi casa! ¡Lleváosla y encerradla en las mazmorras!
Los guardias apresaron a Beatriz y le colocaron fuertes cadenas en el cuello, las manos y los pies. Después, la trasladaron por las galerías del castillo y bajaron una escalera de cuatrocientos peldaños: allí abajo, en las profundidades siniestras de Montcada, se abría una profunda gruta, utilizada desde tiempos inmemoriales para dar suplicio a, los reos. Los huesos de los muertos se apilaban en las esquinas y un lodazal de barro y sangre era el suelo sobre el que caminaba Beatriz. Fue arrojada en una celda y allí, en medio de la terrible oscuridad, junto a ratas y culebras, fue olvidada para siempre. Así lo había ordenado el señor de Montcada: «Echadla en las cuevas, y que nadie baje a visitarla: que se coma las serpientes o que las serpientes se la coman a ella, tanto me da».
No se detuvo aquí la terrible venganza de Montcada: a las tres de la madrugada, cuando aún no había cantado el gallo y todo el castillo estaba dormido, entró en la alcoba donde descansaba el caballero Guillermo de Sant Martí. Sin embargo, no lo halló en la cama, sino despierto y escribiendo un apasionado poema a la luz de una candela.
-Ahora podrás leer esos versos a tu amada, traidor.
Con estas palabras, el señor de Montcada ordenó a sus soldados que lo apresasen y que lo bajasen a la terrible prisión. Mientras bajaba por la escalera, cargado de cadenas y zarandeado por los guardias, Guillermo oyó a don Guillén que, con grandes carcajadas, decía:
-¡Abre bien los ojos, poeta, o no podrás distinguir las letras!
Fue arrojado de malos modos en el fango de una celda y cuando se hizo el silencio apenas podía escuchar el discurrir del agua sobre las paredes y algunas alimañas que se movían en las grietas de la cárcel. Todo permanecía en la más lúgubre oscuridad. El caballero tentaba las paredes pero la roca sólo confirmaba su soledad y el terrible destino que le esperaba. De pronto, en un extremo de la galería oyó un débil mur­mullo... ¡una mujer sollozaba, aterida de frío! No podía ver su rostro, pero el corazón le decía que era su amada Beatriz y que sus amores habían sido descubiertos. El infame señor de Montcada los había encerrado en aquellas prisiones, de donde nadie pudo salir jamás.
Guillermo avanzó junto a la pared y pudo notar que aún había cadáveres en el fango: apenas pudo sortearlos y espantar a las ratas que se los estaban comiendo. Llegó finalmente cerca de Beatriz y ambos pudieron abrazarse y demostrarse su amor: al fin, incluso en la muerte permanecerían unidos.
Allí pasaron siete días, aunque para ellos todo era noche y penumbras. Ya las ratas y las culebras empezaban a acecharlos, impa­cientes ante la tardanza de su muerte, cuando oyeron que el agua se deslizaba por una abertura en un extremo de la celda. Si el agua corría por allí, significaba que un pozo o un río subterráneo acogía el caudal y ésa era la única salida posible. Sólo armados con sus uñas y con los guijarros desprendidos del muro, trataron de abrir una galería: el agua corría desesperada por una cueva. Excavaron y excavaron hasta que se hicieron sangre en las manos, pero al fin pudieron abrir un hueco por el que internarse en la inmensa caverna horadada bajo el castillo de Montcada. Caminaron durante varios días, envueltos en el fango, atrapados por las corrientes, sometidos a todos los peligros... pero al fin, tras muchas agonías, llegaron al final de la gruta: a sus vista estaba el mar y la luz del Mediterráneo hería sus ojos.
Arrodillados en la playa dieron gracias a Dios por haberlos librado de una muerte terrible y acudieron al palacio del Conde de Barcelona. Allí fueron recibidos con gran cordialidad y Beatriz y su amante informaron al conde de las traiciones que se le preparaban. Berenguer IV los cobijó en su corte y envió correos al Papa para que anulase el matrimonio de Beatriz, puesto que la joven se había desposado contra su voluntad y sólo por la tiranía del señor de Montcada.
Las nuevas bodas de Guillermo y Beatriz fueron presididas por el propio conde don Ramón Berenguer, y se celebraron grandes fiestas en Barcelona, donde se recuerda con emoción la fidelidad y la pasión de los dos amantes de Montcada.

Fuente: Jose Calles Vales

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