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miércoles, 14 de agosto de 2013

Aníbal en hispania

Tras muchas penalidades y preocupaciones,
tomó la ciudad al asalto, al cabo de ocho meses.
POLIBIO, Historias

El recordado Amílcar, héroe de los cartagineses, había dejado el poder a Asdrúbal, el cual luchó contra los romanos de forma heroica. Por descontado, durante el transcurso de las guerras púnicas, Roma obtuvo muchos triunfos pero los guerreros de Numidia hacía temblar los cimientos del Imperio. Tras la muerte de Asdrúbal, la asamblea de Cartago se reunió para decidir quién sería su caudillo, y entre todos salió vencedor Aníbal, hijo de Amílcar.
Aníbal no lo dudó: no había mejor forma de herir a los romanos que atacándolos fuera de sus dominios naturales y se internó en Hispania. Sometió a los ólcades y asentó sus campamentos en Cartago Nova o Cartagena, su ciudad predilecta. Tanto era así que ni los romanos tuvieron que pagar más tributos que otros, y se le concedió a la ciudad grandes honores. La popularidad de Aníbal crecía en la misma medida que crecían sus triunfos en el campo de batalla.
Dispuesto a conquistar Hispania de un extremo a otro, Aníbal lanzó sus tropas contra los vacceos, en el extremo occidental de la Península, cerca del río Durius o Duero. Salmantica y Arbucala cayeron en sus manos, aunque las tribus carpetanas y algunos ólcades lo estrecharon fuertemente. Sin embargo, un gran río llamado Tagus o Tajo le sirvió de defensa y Aníbal volvió a Cartago con grandes riquezas y con más honor del que jamás hubiera imaginado.
Hasta Roma llegaron las hazañas del general cartaginés y las murallas del Imperio se resquebrajaban con sólo oír el nombre de aquel caudillo que, al frente de sus elefantes y caballería, estaba asolando las tierras de Hispania. Sin embargo, Aníbal aún no había atacado directamente a los romanos, cuya principal ciudad en la Península era Sagunto. Antes quería hacerse con el resto del territorio y apremiar de este modo a los cónsules y pretores de Roma.
Roma envió una embajada a Cartagena. Los mensajeros llevaban órdenes tajantes e instaron al caudillo cartaginés del siguiente modo:
-Con los dioses por testigos, Aníbal, que te mantengas alejado de Sagunto porque esta ciudad está bajo la protección de Roma. Y no cruces el río Iberus (Ebro), según está firmado con tu predecesor Asdrúbal.
-A esos dioses vuestros invoco, romanos: nos habéis arrebatado Cerdeña, nos habéis robado sin tregua, nos impusisteis tributos vergonzosos ¿y aún queréis que mantenga tratados infames? Vedlo vosotros mismos: ni los propios saguntinos son felices bajo vuestro yugo y no ha más de un año que las revueltas se suceden en la ciudad. Y sólo por unirlos, los enviáis contra mi pueblo para que destruyan mis ciudades. Decid a vuestros dioses que tomaré Sagunto, que cruzaré los Alpes con mis elefantes y que en poco tiempo entraré en Roma.
Sin duda Aníbal era, como dice Polibio, un joven impetuoso, que se dejaba llevar por su pasión antes que por su razón.
Sagunto estaba cerca del mar, junto a unas montañas que separan a los iberos de los celtíberos. Muy cerca está también la ciudad de Segóbriga y los sedetanos. Los campos de Sagunto son muy feraces y con facilidad podrían alimentar a media Hispania. Aníbal estableció su campamento y comenzó el asedio a la ciudad romana. Estaba persuadido de que la toma de aquella ciudad le otorgaría la confianza de sus tropas y que ya nada se impondría entre él y Roma. Por otro lado, era necesario que ninguna ciudad romana quedara a sus espaldas mientras continuaba su gloriosa hazaña contra la metrópolis. En Sagunto encontraría oro y alimentos suficientes para consolidar su caudillaje y ni un solo soldado se atrevería a levantar la voz contra un general dadivoso y valiente como él.
El propio Aníbal participaba en los trabajos de guerra y arengaba a sus tropas desde las torres. Los soldados cartagineses estaban de enhorabuena: su general no escatimaba en gastos y para cada uno de ellos había palabras de ánimo y dispendio generoso. Tal era el propósito del caudillo africano: si lograba, como dice Polibio, aumentar el ardor guerrero de los suyos y predisponía a los cartagineses para lo que les esperaba, nada podría interponerse entre él y Roma.
Tras varios meses de asedio, Sagunto cayó en manos de Cartago y Aníbal vio el camino libre hacia la gloria: incluso los indomables iberos, que habían luchado hasta la extenuación contra las tropas romanas, veían con espanto la furia de los cartagineses y actuaban del modo más cauto y prevenido. Por otro lado, Roma no se atrevía a enfrentarse a Aníbal tan lejos de la península itálica; hasta entonces, los combates por la hegemonía del Mediterráneo se habían llevado a cabo en las aguas cercanas a Italia, o en Sicilia o Cerdeña; pero Hispania era un lugar lejano, abrupto, donde las tropas republicanas apenas podían contar con la ayuda de algunos súbditos o algunos mercaderes.
No se sabe, a punto fijo, cuál fue la reacción de Roma: en el Senado se debatían los antiguos pactos entre ellos y los cartagineses, pero parecía evidente que Aníbal no los tenía en cuenta y que negaba su validez.
La costa de Hispania vio con terror el paso de la caballería carta­ginesa, con sus aguerridas tropas y aquella suerte de espectáculo impresionante: los elefantes como torres móviles que asolaban cada lugar por el que transitaban. Los sedetanos, los segobrigenses o los ausetanos junto al Mare Baliaricum admiraban la gran proeza de Aníbal, y muchos iberos se unieron a las tropas invasoras con el ánimo de llegar a Roma. En Hispania, como dicen los historiadores, fundó Aníbal su gloria.
Volvió el fiero cartaginés sus ojos hacia Calagurris, una ciudad situada en el norte de Hispania, muy cerca del gran río Iberus. Las casi salvajes tribus de iberos oponen resistencia a los descendientes de la hermosa Dido, pero el avance de Aníbal es implacable. El consejo de ancianos de Calahorra se reúne en la plaza, como era costumbre, y señala al joven Calón como héroe y capitán de las tropas iberas. Pero a duras penas pueden detener la furia cartaginesa durante dos o tres días: al fin, se ven reducidos en los límites de sus murallas y sólo resta esperar un crudelísimo asedio.
Aníbal era un general impaciente y estaba ya pensando en la gloria de la conquista de Roma, de modo que envió mensajeros a Calón, los cuales le instaron para que rindiera la ciudad en ese mismo día o todos los ciudadanos de Calagurris serían pasados a cuchillo tan pronto como los cartagineses se hicieran con la fortaleza. Pero Calón respondió: «Calahorra no se rinde».
De este modo comenzó el más terrible asedio que hayan conocido los siglos: Aníbal distribuyó sus hordas en torno al fuerte amurallado e hizo construir, además, otra muralla con siete torres, para asegurarse de que ningún ibero salía de la ciudad. Cortó las aguas del río Cidacos y envenenó los manantiales, e incluso pagaba enormes sumas de oro a los hechiceros y los magos para evitar que la lluvia cayera en Calahorra.
Los alimentos comenzaron a escasear: el hambre y la sed atenaza a los asediados, y las enfermedades merman considerablemente su número. La peste, las ratas y las culebras se hacen dueños de la ciudad, pero los iberos colocan a sus muertos en las murallas y los visten como guerreros para intentar atemorizar a los cartagineses.
Muchos días pasaron y la ciudad quedó en completo silencio: ya no se oían los cánticos guerreros en la ciudad, ni podía distinguirse el humo de las fraguas y las chimeneas... Aníbal observó que en las murallas sólo había cadáveres pues los cuervos y los buitres se comían los ojos de aquellos vigilantes inmóviles. Con sumo cuidado, el capitán cartaginés ordenó que se acercaran sus soldados a la muralla... pero desde las almenas no se lanzaban saetas, ni aceite hirviendo, ni rocas. Sólo un silencio sepulcral parecía habitar en aquella ciudad.
Cuando abrieron las puertas, un fétido olor a podredumbre provocó las náuseas de Aníbal: los cadáveres estaban amontonados en las calles, los perros y los cerdos se comían a los muertos, que se desmembraban al sol. Un pestilente hedor salía de las casas, de los templos y de las posadas: algunos cuerpos estaban mutilados, porque los últimos vivos se habían visto en la necesidad de comerse a su parentela. El espectáculo era tan horroroso que Aníbal ordenó que pusiera fuego en la ciudad y que nadie tocase ni una moneda de oro de los calagurritanos. Asombrado por el valor y el sacrificio de aquellos hombres, Aníbal volvió la espalda y no quiso saber nada de los iberos.

Aún permanecen ocultas o son misteriosas las razones del fracaso de Aníbal en Italia. Habían logrado lo más difícil: cruzar los Alpes. Habían conseguido, ante el asombro del mundo, traspasar las inmensas cumbres a lomos de los elefantes y, sin embargo, jamás llegaron a la capital del mundo. Tras la terrible batalla de Canas, en la que perecieron más de setenta mil romanos, Aníbal solicitó a Cartago más tropas y oro con el que dar el asalto definitivo a Roma, pero Cartago se lo negó. En aquel año de 216 a.C., los cartagineses se retiraron a Capua, la capital de la Campania, y allí se entregaron a los placeres. De esta irresponsabilidad guerrera nació la expresión «Las delicias de Capua», con la que se da a entender que los placeres y la molicie acaban por arruinar los triunfos obtenidos. En Capua, el poderoso caudillo Aníbal vio cómo sus guerreros perdían todo interés por la conquista de Roma y cómo preferían una vida fácil y holgada en la maravillosa ciudad, en vez de animarse en las glorias de la batalla. En el verano siguiente, Roma preparó concienzudamente el asalto a los campamentos cartagineses y, en esta ocasión, no dejó pasar la oportunidad. De este modo, el gran caudillo que vino de Hispania cayó derrotado y así terminó la osada gesta de Aníbal.

Fuente: Jose Calles Vales

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