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miércoles, 14 de agosto de 2013

Amores de don fadrique

Para ser de sangre real,
ha hecho gran villanía.
ROMANCERO POPULAR

Reinaba por entonces don Pedro I, llamado el Cruel, que tenía su corte en Sevilla y el alcázar era la residencia del monarca y los suyos. Don Pedro tenía muchos enemigos, pero los más peligrosos eran, sin duda, sus hermanos y hermanastros, los cuales no se podrían contar con los dedos de las manos, porque su padre, don Alfonso XI, era muy aficionado a los romances.
Uno de los hermanos de don Pedro era don Fadrique de Castilla, Maestre de la orden de Calatrava. De este hombre se decía que era apuesto como pocos y valiente como ninguno. Su historia, mitad legendaria y mitad histórica, está salpicada de sucesos notables, entre los que destacan sus amores. Se dice, por ejemplo, que don Fadrique no podía soportar la idea de que su hermano Pedro fuera rey, y que hizo cuanto estuvo en su mano por aliarse con los Trastámara. Pero lo más curioso de don Fadrique era su tendencia a enamorarse de las mujeres de su hermano.
Don Pedro estaba casado con Blanca de Navarra, pero ni el rey amaba a la reina, ni ésta amaba al monarca. Más bien se despreciaban mutuamente. Don Fadrique, galán y cortés, enamoróse de la reina perdidamente y doña Blanca le correspondía. Como el monarca andaba enredado en otros asuntos (también amorosos), ignoraba que los dos amantes se veían cada noche y que cada noche las cámaras reales cobijaban los requiebros, las caricias y la lujuria de aquellos dos adúlteros.
Como puede suponerse, aquellos encuentros terminaron por dar sus frutos y doña Blanca quedó embarazada del Maestre. Asustada y temerosa, doña Blanca se desmayaba sólo con pensar en la venganza del rey don Pedro. «Me matará» se decía, «nos matará a los dos». La reina simuló estar enferma para no presentarse ante el rey, y en verdad que lo estaba porque el temor que le infundía el monarca le daba fiebres. Don Pedro, que algo había oído, no le prestó al asunto mayor importancia y siguió con sus amores y sus batallas como si tal cosa.
Cumplidos los nueve meses, vino al mundo un niño. No pasaron dos días desde el parto cuando la reina doña Blanca hizo llamar a Alonso Pérez, secretario del Maestre, y le dijo:
-Estoy enojada con don Fadrique. He sabido que ha tenido amores con una de mis doncellas y que ésta ha parido un hijo suyo.
-¿Cómo ha de ser? -preguntó el secretario asombrado.
Pero la reina hizo traer a su propio hijo en mantillas y, encarándose con el secretario, le espetó:
-¿No es este niño el vivo retrato de tu amo, el Maestre?
Pocas dudas cabían: aquel niño era, con certeza, hijo del Maestre: sus mismos ojos, su misma boca; hasta en los gestos se le parecía. No tuvo más remedio el secretario que certificar que aquel infante era una innoble prueba de los amores de don Fadrique.
Doña Blanca, cuyas maldades no tenían límite, se sentó en el trono y con aire sombrío le dijo al secretario:
-A pesar de esta deshonra, estimo al Maestre en lo que vale y no quisiera que este desliz le acarreara ningún disgusto. Llevaos a este niño de mi vista y que no lo vuelva a ver más. Y por tu parte, Alonso Pérez, que no se vuelva a hablar de esto.
El secretario cumplió el mandado y llevó al rapaz a Llerena. Allí lo entregó a una judía que se llamaba Paloma y que, en tiempos, había sido criada del Maestre.

Por aquellos años tenía don Pedro una amante, llamada María de Padilla, hermosa y alegre. Sus encantos eran bien conocidos y en Sevilla se proclamaba que no se había visto una mujer tan hermosa desde que los moros abandonaran la ciudad.
Don Fadrique, enamoradizo y lujurioso, no tardó en poner sus ojos en la bellísima María. Aprovechaba cualquier pequeña ausencia del rey para cortejarla y como el Maestre era ducho en los requiebros y galanterías cortesanas, doña María de Padilla cayó rendida en sus brazos. De don Fadrique se decía que podía recitar el Ars amandi de Ovidio de cabo a rabo, y que sus destrezas en la alcoba eran insólitas.
Pero los amores de don Fadrique y de doña María de Padilla no pudieron ocultarse con tanta fortuna como los que tenía con la reina. Entre otras razones porque el alcázar tenía oídos (los guardias vigilaban cada movimiento de la favorita del rey) y, cuando el monarca estaba ausente, se oían grandes lamentos en la sala de doña María. Por esto vino a enterarse don Pedro que su concubina tenía un amante y que éste era, ni más ni menos, que su hermano Fadrique.
Doña María adivinó que el rey sospechaba de ellos y pidió a don Fadrique que se ausentara; ella misma trataría de huir tan pronto como le fuera posible. Su amante era valentón y por nada del mundo quiso abandonar Sevilla. Insistió doña María y tanto le obligó que don Fadrique resolvió ir al castillo de Monteagudo, en Navarra. Su amante prometió reunirse con él en el plazo de siete días.
Con gran amargura el Maestre tuvo que abandonar Sevilla, casi como un proscrito. Cuando llegó a Monteagudo en su cabeza rondaban los más terribles augurios. No obstante, esperó pa­cientemente los siete días. Pero doña María no aparecía. No sabía don Fadrique si su amante lo había traicionado o si el rey, conociendo los amores prohibidos, habría encarcelado a la dulce María. Estaba el galán en un sinvivir, preso de las angustias del amor y abatido por la ausencia de su dama.
Un mes cumplido había pasado desde que abandonara Sevilla, pero de su amante nada sabía. Las cartas no llegaban, los mensaje-ros pasaban de largo, las noticias todas referían asuntos extraños a los de su corazón. Cada tarde subía a las almenas el Maestre y oteaba el horizonte: esperaba divisar a su amada en lontananza, seguida de sus doncellas y criados... Pero doña María no llegaba.
Decidido y valiente como era, don Fadrique no pudo esperar más: tomó su caballo y su espada, y, aun sabiendo el riesgo que corría, voló a Sevilla en busca de doña María. Era bien posible que su hermano don Pedro estuviera esperándolo y que lo prendiera, pero nada importaba ya al galán: su pasión por doña María era más fuerte que sus deseos de vivir. En ningún momento recordó a doña Blanca, la reina, pero la delicadeza y alegría de María no podía quitársela de la cabeza.
Pronto estuvo el Maestre de Calatrava en Sevilla. A las puertas de la ciudad fue detenido por varios soldados, que le arrebataron la espada.
-¡Dejadme, insensatos! -gritó don Fadrique. Soy hermano del rey, ¿acaso no podré verlo?
-Sea como queráis, pero sin espada -respondieron los esbirros de don Pedro.
Inflamado de amores, don Fadrique no hizo caso de esta afrenta y con aire resuelto pasó las puertas del alcázar. Llegó a los aposentos del rey: éste lo miraba con gesto sombrío; sus ojos, inyectados en sangre, reflejaban la ira y la violencia con que fue conocido por sus súbditos.
-En mala hora venís, Maestre -dijo. ¡Soldados, cumplid!
Y en esto, salieron doce guardias y ataron a don Fadrique; hicie­ron que se arrodillara y sin esperar que un diácono oyera su confesión, con una espada le cortaron la cabeza. Aún pudo levantarse el ajusticiado sin cabeza: daba vueltas y giraba sobre sí mismo con las manos extendidas como queriendo palpar. Por el cuello brotaba sangre negra sin cesar y don Fadrique fue a golpearse contra un muro, manchando la pared de la antecámara del rey. Allí aún puede verse su sangre porque, aunque don Pedro hizo limpiar aquella sala a conciencia, no hubo modo de devolverle el color al muro y cuando alguna vez logró eliminarse la mancha, al cabo volvía a aparecer.
Don Pedro cogió la cabeza de su hermano, aún chorreando sangre, y la colocó en una bandeja. Con tan sangriento presente cruzó el alcázar de parte a parte y llegó a las habitaciones de doña María de Padilla. Un gesto de repulsión y de terror se reflejó en el rostro de la dama. El rey, preso de ira, volvió la cabeza y encarán-dose al cadáver le dijo:
-Así pagaréis por lo que me hicisteis con la reina y lo que me hicisteis con María de Padilla.
Y cogiendo la cabeza mutilada por los cabellos, se la arrojó a los perros para que se la comieran. Todos los canes comieron a su gusto, excepto el alano de don Fadrique, que huyó de la sala y estuvo ladrando a la luna durante tres días, hasta que murió.
Don Pedro ordenó encarcelar a doña María de Padilla y a la reina doña Blanca; mandó también que se les pusieran cadenas de hierro y que nadie les diera de comer, sino él mismo, porque desconfiaba de todos y presumía que algún traidor podría darles la libertad.
Ocurrieron estos sucesos en el año de 1358 y algún ingenio sevillano quiso hacer romances de estas historias para que los hombres del porvenir supieran lo que había sucedido en aquel caso. También se dice que algunos días más tarde el rey don Pedro estaba cazando en los campos de Jerez. A lo largo de todo el día el monarca había tenido malos augurios y, como supersticioso que era, creía a pies juntillas los signos de los astros y de la naturaleza...
Finalmente los presagios acabaron por cumplirse. Junto a una laguna estaba el rey, cuando vio acercarse una figura embozada en un manto negro. A no más de dos pasos de su caballo, el bulto negro se detuvo: descubrióse y el rey pudo ver a un hombre que más parecía una fiera. Traía el pelo desgreñado y sucio hasta la cintura; sus pies desnudos estaban cubiertos de abrojos y espinas; venía con una serpiente en la mano derecha, y en la izquierda tenía un puñal ensangrentado; sobre su hombro, una mortaja; y de su cuello pendía una soga con una calavera en el extremo. Un perro negro, según dice el romance, venía con él y daba el can tan fuertes aullidos que espantaba a quien lo oía...
-¡Morirás, rey don Pedro, morirás! -decía aquel diablo aparecido. Tú mataste a los mejores de Castilla, a tu propio hermano el Maestre don Fadrique mataste en el alcázar, desterraste a tu madre y a tu esposa la tienes con cadenas. ¡Morirás, rey don Pedro! ¡Morirás a puñaladas y tu hermano heredará el reino de Castilla!
Y maldiciendo a todos los cortesanos que acompañaban al rey, aquel monstruo huyó en la espesura y no se le pudo encontrar nunca.
No falta quien diga que este diablo infernal que se le apareció a don Pedro era su hermano, el galante don Fadrique, que penaba sus culpas por esos mundos de Dios y que vino a avisar al rey del destino que le aguardaba. Lo cierto es que los días de don Pedro terminaron como aseguró aquel demonio y que todo sucedió tal y como había profetizado.

Fuente: Jose Calles Vales

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