La hermosa ciudad de Salamanca tiene tantos encantos
que cualquier elogio que de ella se dijera quedaría corto y vulgar. Aunque su
Universidad tiene mucha fama, los doctos profesores que enseñan allí suelen
repetir algunos dichos y refranes bien conocidos: Quod natura non dat, Salmantica non praestat (Lo que no da la
naturaleza, no lo presta Salamanca), y este otro: «Quien va burro a Salamanca,
de Salamanca vuelve burro». Y así es en efecto: que no todos los que pasan por
aquellas aulas aprovechan sus enseñanzas. Allí impartió clases de Teología Fray
Luis de León, quien, después de salir de su injusta prisión, volvió a su aula y
comenzó la lección del siguiente modo: «Decíamos ayer...».
En fin, Salamanca es mucho más que su Universidad y a
cada paso pueden encontrarse maravillas arquitectónicas y rincones deliciosos
que encantan a los viajeros. Además de la catedral, de la prodigiosa fachada de
la Universidad ,
de los innumerables palacios y de las tortuosas calles del barrio viejo, los
curiosos visitantes suelen admirar el llamado Jardín de Melibea, donde, según
se dice, tuvieron sus amorosos encuentros los dos amantes de Fernando de Rojas.
La Casa de las
Conchas atrae también las miradas del paseante y no faltará quien le diga que
bajo una de esas conchas se encierra un tesoro.
Como no podía ser menos, Salamanca también cuenta con
un buen surtido de leyendas. A continuación se da noticia de una muy popular
entre los estudiantes mozos.
Hace muchos años, quizás antes de que el doctor Diego
de Torres Villarroel escandalizara la ciudad con sus extravagancias, llegaron a
Salamanca cuatro jóvenes con el ánimo de inscribirse en la Universidad y cursar
letras. Carlos, Guillermo, Francisco y José, que así se llamaban, venían
pensando por el camino dónde dormirían aquella noche, pues no conocían la
ciudad y temían que les engañaran en el precio. Los cuatro amigos llegaron a la Plaza Mayor y aún no
habían visto posada ni figón que se acomodara a su escaso bolsillo. Siguieron
por la Rúa y
llegaron a la Catedral ,
pero en ningún lugar hallaban acomodo: o bien las posadas eran muy caras o bien
otros estudiantes se les habían adelantado.
Llegaba la noche y el frío helaba los huesos de los
cuatro mozos. De modo que se resolvieron a entrar en el primer lugar que
encontraran, aunque fuese pajar o porqueriza. En esto, una mujer anciana que
salía de la catedral se les acercó y les preguntó si tenían dónde dormir
aquella noche. Los muchachos contestaron que no, y el más joven de ellos, José,
aseguró que daría un ojo y siete años de su vida por dormir aquella noche bajo
techo.
La mujer les enseñó su casa y a los cuatro estudiantes
les pareció bien.
-Pero habéis de saber, hijos míos, que a veces se oyen
ruidos y gemidos, como si hubiera almas en pena. Mas si os quedáis, os cobraré
la mitad.
Convinieron los muchachos y se hizo el trato. Los
jóvenes no creían en los espíritus y tachaban de supersticiosos ignorantes a
los aldeanos que hablaban de fantasmas y almas en pena. De modo que acostándose
cada cual en su cama, se quedaron dormidos profundamente.
Pero llegada la medianoche, se despertaron
sobresaltados: pudieron oír con claridad el sonido de unas cadenas que se
arrastraban por el corredor; las tablas del suelo crujían; el candil que
lúgubremente iluminaba la estancia palpitaba como si el viento de la muerte
rondara en aquella sala; ciertos gemidos, como los de una niña que llora,
sobrecogieron a los jóvenes; y una respiración honda, como la que tienen los
tuberculosos, amenazaba tras la puerta. Los cuatro muchachos se apiñaron en un
extremo de la alcoba, temerosos y atenazados por el miedo...
De pronto, la respiración pareció entrar en la sala y
una neblina verde se deslizó bajo la puerta. Una voz profunda, como la que
aseguran que se oye en los cementerios, habló y dijo:
-Nooooo temáis. Yoooo no soy Satanás, soy un alma en
penaaaaa... Yoooo forcé a una niña de diecisiete años y la degollé... y la
arrojé al pozo del patio... ¡Sacadla de allí! ¡Sacadla de allí! Y con el tesoro
que hallarééééis, mandad decir setecientas misas por mi almaaaa...
Quedaron sobrecogidos los muchachos, pero al poco
todos los ruidos habían cesado y la casa quedó en paz. Asomóse Guillermo por la
ventana y vio que, tal como había dicho el espíritu, había un pozo en el patio.
No tardaron mucho los cuatro estudiantes en bajar a la cocina y llamaron a la
mujer para contarle lo sucedido, pero por ningún lugar pudieron encontrarla.
Decididos y curiosos como eran, salieron al patio y tomaron unas cuerdas con
las que pudieran bajar al pozo. Carlos y Francisco, que eran osados y
valientes, descendieron y comprobaron que, efectivamente, allí reposaban los
huesos de una persona. Creyeron entonces a pies juntillas lo que les había
dicho el espíritu y corrieron a dar aviso al obispo. Éste les dijo que aunque
había oído hablar de aquel fantasma, él nunca había querido darle
verosimilitud, pero que accedía a enterrar aquellos huesos en la iglesia, tal y
como los jóvenes pedían.
De vuelta a la casa, los jóvenes quisieron descansar
pero cuando Francisco fue a abrir un armario para coger una manta, halló un
cofre con un inmenso tesoro. Y en esto vieron que el fantasma no les había
engañado. Al día siguiente concertaron las setecientas misas por el alma del
asesino y repartieron lo sobrante entre ellos, viviendo en la mayor felicidad
durante su estancia en la ciudad de Salamanca.
Se ha de decir que todos completaron sus estudios con
gran provecho y que todos siguieron el camino de sus vidas con felicidad y
alegría, salvo uno. El más joven de todos, José, perdió la vista del ojo
derecho, con lo cual aprendió a no jurar en vano, y durante siete años sufrió
grandes penurias y se vio pobre y miserable vagando por las calles, hasta que
al fin fue perdonado y vivió feliz el resto de sus días.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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