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sábado, 17 de agosto de 2013

Cuatro estudiantes en salamanca

La hermosa ciudad de Salamanca tiene tantos encantos que cualquier elogio que de ella se dijera quedaría corto y vulgar. Aunque su Univer­sidad tiene mucha fama, los doctos profesores que enseñan allí suelen repetir algunos dichos y refranes bien conocidos: Quod natura non dat, Salmantica non praestat (Lo que no da la naturaleza, no lo presta Salamanca), y este otro: «Quien va burro a Salamanca, de Salamanca vuelve burro». Y así es en efecto: que no todos los que pasan por aquellas aulas aprovechan sus enseñanzas. Allí impartió clases de Teología Fray Luis de León, quien, después de salir de su injusta prisión, volvió a su aula y comenzó la lección del siguiente modo: «Decíamos ayer...».
En fin, Salamanca es mucho más que su Universidad y a cada paso pueden encontrarse maravillas arquitectónicas y rincones deliciosos que encantan a los viajeros. Además de la catedral, de la prodigiosa fachada de la Universidad, de los innumerables palacios y de las tortuosas calles del barrio viejo, los curiosos visitantes suelen admirar el llamado Jardín de Melibea, donde, según se dice, tuvieron sus amorosos encuentros los dos amantes de Fernando de Rojas. La Casa de las Conchas atrae también las miradas del paseante y no faltará quien le diga que bajo una de esas conchas se encierra un tesoro.
Como no podía ser menos, Salamanca también cuenta con un buen surtido de leyendas. A continuación se da noticia de una muy popular entre los estudiantes mozos.
Hace muchos años, quizás antes de que el doctor Diego de Torres Villarroel escandalizara la ciudad con sus extravagancias, llegaron a Salamanca cuatro jóvenes con el ánimo de inscribirse en la Universidad y cursar letras. Carlos, Guillermo, Francisco y José, que así se llamaban, venían pensando por el camino dónde dormirían aquella noche, pues no conocían la ciudad y temían que les engañaran en el precio. Los cuatro amigos llegaron a la Plaza Mayor y aún no habían visto posada ni figón que se acomodara a su escaso bolsillo. Siguieron por la Rúa y llegaron a la Catedral, pero en ningún lugar hallaban acomodo: o bien las posadas eran muy caras o bien otros estudiantes se les habían adelantado.
Llegaba la noche y el frío helaba los huesos de los cuatro mozos. De modo que se resolvieron a entrar en el primer lugar que encontraran, aunque fuese pajar o porqueriza. En esto, una mujer anciana que salía de la catedral se les acercó y les preguntó si tenían dónde dormir aquella noche. Los muchachos contestaron que no, y el más joven de ellos, José, aseguró que daría un ojo y siete años de su vida por dormir aquella noche bajo techo.
La mujer les enseñó su casa y a los cuatro estudiantes les pareció bien.
-Pero habéis de saber, hijos míos, que a veces se oyen ruidos y gemidos, como si hubiera almas en pena. Mas si os quedáis, os cobraré la mitad.
Convinieron los muchachos y se hizo el trato. Los jóvenes no creían en los espíritus y tachaban de supersticiosos ignorantes a los aldeanos que hablaban de fantasmas y almas en pena. De modo que acostándose cada cual en su cama, se quedaron dormidos profun­damente.
Pero llegada la medianoche, se despertaron sobresaltados: pudieron oír con claridad el sonido de unas cadenas que se arrastraban por el corredor; las tablas del suelo crujían; el candil que lúgubremente iluminaba la estancia palpitaba como si el viento de la muerte rondara en aquella sala; ciertos gemidos, como los de una niña que llora, sobrecogieron a los jóvenes; y una respiración honda, como la que tienen los tuberculosos, amenazaba tras la puerta. Los cuatro muchachos se apiñaron en un extremo de la alcoba, temerosos y atenazados por el miedo...
De pronto, la respiración pareció entrar en la sala y una neblina verde se deslizó bajo la puerta. Una voz profunda, como la que aseguran que se oye en los cementerios, habló y dijo:
-Nooooo temáis. Yoooo no soy Satanás, soy un alma en penaaaaa... Yoooo forcé a una niña de diecisiete años y la degollé... y la arrojé al pozo del patio... ¡Sacadla de allí! ¡Sacadla de allí! Y con el tesoro que hallarééééis, mandad decir setecientas misas por mi almaaaa...
Quedaron sobrecogidos los muchachos, pero al poco todos los ruidos habían cesado y la casa quedó en paz. Asomóse Guillermo por la ventana y vio que, tal como había dicho el espíritu, había un pozo en el patio. No tardaron mucho los cuatro estudiantes en bajar a la cocina y llamaron a la mujer para contarle lo sucedido, pero por ningún lugar pudieron encontrarla. Decididos y curiosos como eran, salieron al patio y tomaron unas cuerdas con las que pudieran bajar al pozo. Carlos y Francisco, que eran osados y valientes, des­cendieron y comprobaron que, efectivamente, allí reposaban los huesos de una persona. Creyeron entonces a pies juntillas lo que les había dicho el espíritu y corrieron a dar aviso al obispo. Éste les dijo que aunque había oído hablar de aquel fantasma, él nunca había querido darle verosimilitud, pero que accedía a enterrar aquellos huesos en la iglesia, tal y como los jóvenes pedían.
De vuelta a la casa, los jóvenes quisieron descansar pero cuando Francisco fue a abrir un armario para coger una manta, halló un cofre con un inmenso tesoro. Y en esto vieron que el fantasma no les había engañado. Al día siguiente concertaron las setecientas misas por el alma del asesino y repartieron lo sobrante entre ellos, viviendo en la mayor felicidad durante su estancia en la ciudad de Salamanca.
Se ha de decir que todos completaron sus estudios con gran provecho y que todos siguieron el camino de sus vidas con felicidad y alegría, salvo uno. El más joven de todos, José, perdió la vista del ojo derecho, con lo cual aprendió a no jurar en vano, y durante siete años sufrió grandes penurias y se vio pobre y miserable vagando por las calles, hasta que al fin fue perdonado y vivió feliz el resto de sus días.

Fuente: Jose Calles Vales

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