Corrían tristes años para los reinos moros en la Península. Los
cristianos se adueñaban de los palacios y de las ciudades tan pronto como se
echaban sobre ellos y a duras penas los musulmanes podían soportar su empuje.
Aún así, el reino de Granada se sostenía en pie y la Alhambra era todavía un
tesoro codiciado por los castellanos, los cuales sólo de lejos podían admirar
su esplendor.
Por aquella época vivía en el sur de la Península una de las familias
más importantes de la corte mora: los Abencerrajes, de los cuales se cuentan
muchas historias, porque participaron activamente en la defensa del reino de
Granada y en las intrigas palaciegas. De todas las leyendas que tienen como
protagonistas a esta familia, la más emotiva y apasionada es la del joven
Abindarráez, el benjamín de la saga. Como es fácil imaginar, la historia que a
continuación se narra ha ofrecido numerosas versiones, tanto en su modalidad
literaria como en su forma popular. En muchos lugares se cuentan las aventuras
de Abindarráez, pero acaso las más famosas son las de Jorge de Montemayor, que
escribió la leyenda con el fin de incluirla en su Diana (1561), y la que aparece en el Inventario (1565) de Antonio de Villegas. También Lope de Vega
trazó los rasgos de esta leyenda en El
remedio en la desdicha y Francisco Balbi en la Historia de los amores del valeroso moro Abindarráez
y de la hermosa Jarifa (1593).
Cuenta la historia que Abindarráez fue enviado, siendo
muy niño, a Cártama, muy cerca de Málaga y Coín. Estaba, según dicen, al
cuidado del alcaide de la ciudad y, como aún los castellanos andaban lejos, la
infancia del muchacho discurrió entre juegos y estudios. Tenía el alcalde una
hija, llamada Jarifa, que con su poca edad ya dejaba ver lo hermosa y dulce que
sería con el andar de los años. Y no hubo remedio: creciendo Abindarráez y
Jarifa el amor hizo el resto y a los juegos infantiles sucedieron los
requiebros y galanteos. Enamorados perdidamente, los muchachos pretendían dar a
conocer su pasión y contraer matrimonio sin dudarlo. Pero los turbulentos años
de guerra contra los cristianos lo impidieron y el padre de Jarifa fue enviado
a Coín, desde donde debía hacer frente a las huestes castellanas, que combatían
con denuedo en aquella parte. De este modo, Abindarráez se vio condenado a la
más triste soledad en la ciudad de Cártama, llorando sus penas y consolándose
al resplandor de la luna de Andalucía. No era menor la pena de Jarifa y,
despierta y viva como era, hizo llegar a su amado una carta, en la que
reclamaba su presencia:
«Ven, ven,
mi amado. Ven a Coín y desposémonos en secreto». Otras
muchas palabras encantadoras y apasionadas estaban escritas en aquel billete.
Abindarráez conocía bien que ni el padre de Jarifa ni el rey de Granada veían
con buenos ojos este matrimonio, por ser los Abencerrajes una familia rebelde
en extremo y que ya habían dado muestras de su rebelión contra el poder de la Alhambra. No
obstante, Abindarráez tomó sus mejores ropajes, su daga de oro y brillantes, su
turbante de seda y, con varios soldados amigos suyos, se dirigió a Coín, donde
su amada esperaba impaciente.
En aquella época era alcaide de Antequera y Álora un
hombre de inmortal fama: don Rodrigo de Narváez. Conocido por su valor y
justicia, don Rodrigo asediaba a los moros de Cártama, Coín y otras poblaciones
cercanas, y en la memoria de los musulmanes queda aún cierto temor cuando oyen
su nombre.
Había salido don Rodrigo con sus soldados al campo de
Antequera, por ver lugares propicios para la batalla y cerrarles la huida a los
moros que quisieran escapar, cuando, tras unos pinares, descubrieron a un grupo
de infieles que cabalgaban a rienda suelta.
-¡A ellos, a ellos mis valientes! -gritó enardecido
don Rodrigo.
Y se fueron a su encuentro con las espadas
desenvainadas, dispuestos a apresarlos o, si no se rendían, a acabar con sus
vidas en aquellos mismos pinares. Se entabló una cruenta batalla y los moros, a
pesar de ser menos en número, no daban su brazo a torcer. Había que ver a
aquellos soldados blandiendo sus cimitarras con un coraje sin igual:
especialmente uno, que iba ataviado con mucho lujo. Era éste Abindarráez, que
se había vestido para desposarse con Jarifa y había sido sorprendido por los
cristianos cuando se dirigía a Coín.
A pesar del coraje que mostraron Abindarráez y sus
compañeros, no tardaron en sucumbir. Fueron apresados sin remedio y don Rodrigo
ordenó que los llevasen a Álora. De camino, el justo don Rodrigo no pudo por
menos de fijarse en la riqueza de los vestidos de aquel joven capitán, aunque
más le había sorprendido la valentía y el tesón con que había defendido su
libertad. Observándolo de cerca, se percató de la inmensa tristeza que su
rostro reflejaba y le dijo:
-No temáis por vuestra vida: bien se ve que sois de
noble familia. Habéis de saber que los cristianos somos gentes de honor y que
se os tratará como conviene a vuestro estado.
-No temo, señor, la muerte, ni hallarme preso; sino
las lágrimas de mi amada, que me esperaba en Coín.
Vivamente interesado por esta circunstancia, don
Rodrigo solicitó a su prisionero que le contara toda la historia, cosa que
Abindarráez hizo con gusto, aunque sus ojos muy a menudo se le empañaban con
lágrimas.
-Jarifa me creerá muerto en esta batalla y morirá de
pena y desesperación -continuaba el joven moro. Esto, señor, también me matará
a mí.
Quedóse pensativo don Rodrigo de Narváez pensando en
cómo solucionar tan terrible cuestión: pues siendo el joven moro, fuerza era
llevarlo prisionero; mas, siendo enamorado, era muy injusto hacerlo sufrir sin
motivo. Finalmente, resolvió detener a sus soldados y, encarándose con
Abindarráez, le dijo:
-Id en buena hora a Coín y casaos con vuestra amada:
yo os doy la libertad y confío en vuestra palabra. Una condición os pongo: que
tras vuestra boda volváis a Abra y os entreguéis pues os he vencido en buena
lid.
No hay palabras para describir las muestras de
agradecimiento de Abindarráez, pero a todas se negó don Rodrigo, el cual le
encareció que no diese más disgustos a su amada y que volara con ella y la
desposase. Así lo hizo el joven moro: a todo galope cortó la serranía y en poco
tiempo ya estaba reunido con Jarifa. En secreto se celebraron los esponsales y
al día siguiente, muy de mañana, partieron por un postigo oculto de la ciudad,
encaminándose a Abra y cumpliendo de este modo lo prometido a don Rodrigo.
El alcaide ya había contado a todos la historia de
amor de los dos muchachos, y cuando Abindarráez y Jarifa llegaron a la ciudad,
los soldados y los paisanos los recibieron con gran contento: así demuestran
las gentes de bien la felicidad de dos enamorados. Don Rodrigo los recibió en
su castillo y en nada podía notarse que fueran cautivos, sino invitados de
primer rango: se pusieron sirvientes al servicio de los nuevos esposos, se les
acomodó en las mejores habitaciones del palacio y se les trató del modo más
cortés. Por la ciudad corrió también la voz de que no se había visto nunca
esposo tan gallardo y novia más hermosa, y no pasaba un día sin que los
trovadores quisieran regalar a la dama con una canción y no llegaran regalos
para los novios.
Para que la dicha fuera completa, don Rodrigo hizo
llegar cartas al rey de Granada. En ellas contaba al por menor toda la aventura
de Abindarráez y la hermosa Jarifa, y solicitaba el perdón por la boda secreta
y la huida de Coín. También el rey de Granada sintió lástima por los dos
enamorados y quiso que el padre de Jarifa fuera condescendiente con su hija. La
dureza del padre no tardó en ablandarse y otorgó la bendición a los esposos al
poco tiempo.
Al cabo, don Rodrigo los hizo llamar y les dijo, con
semblante cordial, lo siguiente:
-Tenemos noticias de que el rey de Granada y el
alcaide de Coín, padre de Jarifa, os han perdonado. Vuestro matrimonio es
fuente de alegría entre vuestras gentes y todos esperan ya vuestro regreso. No
seré yo quien enturbie tanta felicidad: quedáis libres. He mandado que cien
soldados os acompañen hasta Coín, donde seréis recibidos por una muchedumbre
que aclamará vuestro amor. Sed dichosos.
Se hizo todo tal y como don Rodrigo de Narváez había
ordenado y Abindarráez y la hermosa Jarifa gozaron con los suyos de una
felicidad bien merecida.
Pasaron algunos días y a Álora llegó una caravana que
llevaba al frente los pendones y los escudos de Abindarráez. Cien soldados
vestidos con las más lujosas galas traían caballos árabes hermosísimos,
portaban cofres con espadas de empuñadura dorada y, en un arcón, más de seis
mil escudos que el moro cautivo regalaba a su bienhechor don Rodrigo. Recibió
éste a los emisarios del mejor modo posible y viendo los tesoros que se le
habían enviado dijo:
-Decid a vuestro señor que agradezco estos regalos,
pero que no consentiré que queden en mi poder: los cristianos no robamos damas,
bien al contrario las servimos y nos enorgullecemos de ser corteses con ellas.
Llevaos este tesoro y dad mi bendición a los esposos.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario