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sábado, 17 de agosto de 2013

El abencerraje y la hermosa jarifa

Corrían tristes años para los reinos moros en la Península. Los cristianos se adueñaban de los palacios y de las ciudades tan pronto como se echaban sobre ellos y a duras penas los musulmanes podían soportar su empuje. Aún así, el reino de Granada se sostenía en pie y la Alhambra era todavía un tesoro codiciado por los castellanos, los cuales sólo de lejos podían admirar su esplendor.
Por aquella época vivía en el sur de la Península una de las familias más importantes de la corte mora: los Abencerrajes, de los cuales se cuentan muchas historias, porque participaron activamente en la defensa del reino de Granada y en las intrigas palaciegas. De todas las leyendas que tienen como protagonistas a esta familia, la más emotiva y apasionada es la del joven Abindarráez, el benjamín de la saga. Como es fácil imaginar, la historia que a continuación se narra ha ofrecido numerosas versiones, tanto en su modalidad literaria como en su forma popular. En muchos lugares se cuentan las aventuras de Abindarráez, pero acaso las más famosas son las de Jorge de Montemayor, que escribió la leyenda con el fin de incluirla en su Diana (1561), y la que aparece en el Inventario (1565) de Antonio de Villegas. También Lope de Vega trazó los rasgos de esta leyenda en El remedio en la desdicha y Francisco Balbi en la Historia de los amores del valeroso moro Abindarráez y de la hermosa Jarifa (1593).
Cuenta la historia que Abindarráez fue enviado, siendo muy niño, a Cártama, muy cerca de Málaga y Coín. Estaba, según dicen, al cuidado del alcaide de la ciudad y, como aún los castellanos andaban lejos, la infancia del muchacho discurrió entre juegos y estudios. Tenía el alcalde una hija, llamada Jarifa, que con su poca edad ya dejaba ver lo hermosa y dulce que sería con el andar de los años. Y no hubo remedio: creciendo Abindarráez y Jarifa el amor hizo el resto y a los juegos infantiles sucedieron los requiebros y galanteos. Enamorados perdidamente, los muchachos pretendían dar a conocer su pasión y contraer matrimonio sin dudarlo. Pero los turbulentos años de guerra contra los cristianos lo impidieron y el padre de Jarifa fue enviado a Coín, desde donde debía hacer frente a las huestes castellanas, que combatían con denuedo en aquella parte. De este modo, Abindarráez se vio condenado a la más triste soledad en la ciudad de Cártama, llorando sus penas y consolándose al resplandor de la luna de Andalucía. No era menor la pena de Jarifa y, despierta y viva como era, hizo llegar a su amado una carta, en la que reclamaba su presencia:

«Ven, ven, mi amado. Ven a Coín y desposémonos en secreto». Otras muchas palabras encantadoras y apasionadas estaban escritas en aquel billete. Abindarráez conocía bien que ni el padre de Jarifa ni el rey de Granada veían con buenos ojos este matrimonio, por ser los Abencerrajes una familia rebelde en extremo y que ya habían dado muestras de su rebelión contra el poder de la Alhambra. No obstante, Abindarráez tomó sus mejores ropajes, su daga de oro y brillantes, su turbante de seda y, con varios soldados amigos suyos, se dirigió a Coín, donde su amada esperaba impaciente.
En aquella época era alcaide de Antequera y Álora un hombre de inmortal fama: don Rodrigo de Narváez. Conocido por su valor y justicia, don Rodrigo asediaba a los moros de Cártama, Coín y otras poblaciones cercanas, y en la memoria de los musulmanes queda aún cierto temor cuando oyen su nombre.
Había salido don Rodrigo con sus soldados al campo de Antequera, por ver lugares propicios para la batalla y cerrarles la huida a los moros que quisieran escapar, cuando, tras unos pinares, descubrieron a un grupo de infieles que cabalgaban a rienda suelta.
-¡A ellos, a ellos mis valientes! -gritó enardecido don Rodrigo.
Y se fueron a su encuentro con las espadas desenvainadas, dis­puestos a apresarlos o, si no se rendían, a acabar con sus vidas en aquellos mismos pinares. Se entabló una cruenta batalla y los moros, a pesar de ser menos en número, no daban su brazo a torcer. Había que ver a aquellos soldados blandiendo sus cimitarras con un coraje sin igual: especialmente uno, que iba ataviado con mucho lujo. Era éste Abindarráez, que se había vestido para desposarse con Jarifa y había sido sorprendido por los cristianos cuando se dirigía a Coín.
A pesar del coraje que mostraron Abindarráez y sus compañeros, no tardaron en sucumbir. Fueron apresados sin remedio y don Rodrigo ordenó que los llevasen a Álora. De camino, el justo don Rodrigo no pudo por menos de fijarse en la riqueza de los vestidos de aquel joven capitán, aunque más le había sorprendido la valentía y el tesón con que había defendido su libertad. Observándolo de cerca, se percató de la inmensa tristeza que su rostro reflejaba y le dijo:
-No temáis por vuestra vida: bien se ve que sois de noble familia. Habéis de saber que los cristianos somos gentes de honor y que se os tratará como conviene a vuestro estado.
-No temo, señor, la muerte, ni hallarme preso; sino las lágrimas de mi amada, que me esperaba en Coín.
Vivamente interesado por esta circunstancia, don Rodrigo solicitó a su prisionero que le contara toda la historia, cosa que Abindarráez hizo con gusto, aunque sus ojos muy a menudo se le empañaban con lágrimas.
-Jarifa me creerá muerto en esta batalla y morirá de pena y desesperación -continuaba el joven moro. Esto, señor, también me matará a mí.
Quedóse pensativo don Rodrigo de Narváez pensando en cómo solucionar tan terrible cuestión: pues siendo el joven moro, fuerza era llevarlo prisionero; mas, siendo enamorado, era muy injusto hacerlo sufrir sin motivo. Finalmente, resolvió detener a sus soldados y, encarándose con Abindarráez, le dijo:
-Id en buena hora a Coín y casaos con vuestra amada: yo os doy la libertad y confío en vuestra palabra. Una condición os pongo: que tras vuestra boda volváis a Abra y os entreguéis pues os he vencido en buena lid.
No hay palabras para describir las muestras de agradecimiento de Abindarráez, pero a todas se negó don Rodrigo, el cual le encareció que no diese más disgustos a su amada y que volara con ella y la desposase. Así lo hizo el joven moro: a todo galope cortó la serranía y en poco tiempo ya estaba reunido con Jarifa. En secreto se celebraron los esponsales y al día siguiente, muy de mañana, partieron por un postigo oculto de la ciudad, encaminándose a Abra y cumpliendo de este modo lo prometido a don Rodrigo.
El alcaide ya había contado a todos la historia de amor de los dos muchachos, y cuando Abindarráez y Jarifa llegaron a la ciudad, los soldados y los paisanos los recibieron con gran contento: así demuestran las gentes de bien la felicidad de dos enamorados. Don Rodrigo los recibió en su castillo y en nada podía notarse que fueran cautivos, sino invitados de primer rango: se pusieron sirvientes al servicio de los nuevos esposos, se les acomodó en las mejores habitaciones del palacio y se les trató del modo más cortés. Por la ciudad corrió también la voz de que no se había visto nunca esposo tan gallardo y novia más hermosa, y no pasaba un día sin que los trovadores quisieran regalar a la dama con una canción y no llegaran regalos para los novios.
Para que la dicha fuera completa, don Rodrigo hizo llegar cartas al rey de Granada. En ellas contaba al por menor toda la aventura de Abindarráez y la hermosa Jarifa, y solicitaba el perdón por la boda secreta y la huida de Coín. También el rey de Granada sintió lástima por los dos enamorados y quiso que el padre de Jarifa fuera condescendiente con su hija. La dureza del padre no tardó en ablandarse y otorgó la bendición a los esposos al poco tiempo.
Al cabo, don Rodrigo los hizo llamar y les dijo, con semblante cordial, lo siguiente:
-Tenemos noticias de que el rey de Granada y el alcaide de Coín, padre de Jarifa, os han perdonado. Vuestro matrimonio es fuente de alegría entre vuestras gentes y todos esperan ya vuestro regreso. No seré yo quien enturbie tanta felicidad: quedáis libres. He mandado que cien soldados os acompañen hasta Coín, donde seréis recibidos por una muchedumbre que aclamará vuestro amor. Sed dichosos.
Se hizo todo tal y como don Rodrigo de Narváez había ordenado y Abindarráez y la hermosa Jarifa gozaron con los suyos de una felicidad bien merecida.
Pasaron algunos días y a Álora llegó una caravana que llevaba al frente los pendones y los escudos de Abindarráez. Cien soldados vestidos con las más lujosas galas traían caballos árabes hermosísimos, portaban cofres con espadas de empuñadura dorada y, en un arcón, más de seis mil escudos que el moro cautivo regalaba a su bienhechor don Rodrigo. Recibió éste a los emisarios del mejor modo posible y viendo los tesoros que se le habían enviado dijo:
-Decid a vuestro señor que agradezco estos regalos, pero que no consentiré que queden en mi poder: los cristianos no robamos damas, bien al contrario las servimos y nos enorgullecemos de ser corteses con ellas. Llevaos este tesoro y dad mi bendición a los esposos.

Fuente: Jose Calles Vales

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