Bien paresce que soy sola,
no tengo quien me guardare...
ROMANCERO
Doña Inés de Castro era la más hermosa dama que jamás
vieran los siglos. Su belleza era tal que no faltaba quien dijera que era hada
o maga del agua. Pero estas habladurías no eran más que supersticiones del
pueblo y puede decirse, con verdad, que doña Inés era la más dulce y amable de
las jóvenes en la corte castellana. Algunos niegan que esta joven fuera de
familia noble, pero con dificultad podría permanecer en el palacio de don
Alfonso IV si se tratase de una aldeana. Sea como fuere, lo cierto es que no
había joven en los reinos cristianos que pudiese compararse con ella en belleza
y en galanura.
La historia cuenta que el infante don Pedro de
Portugal, hijo del rey Alfonso, iba a contraer matrimonio en Coimbra con una
dama castellana, llamada Constanza, hija, a su vez, del infante don Juan
Manuel. Las bodas de don Pedro y doña Constanza fueron famosas y en aquel siglo
XIV no hubo, según las crónicas, festejos como los que se celebraron en la
hermosa ciudad portuguesa. Se ordenó que la corte castellana pasara a Portugal,
con el fin de honrar a los jóvenes esposos. Había que ver qué caballos, qué
literas, qué soldados... ¡Cuánto lujo y esplendor en la corte castellana! Allí
podían verse los rostros más hermosos, los caballeros más galanes, los pajes
dispuestos, los palafreneros, los maestros de armas... Más de dos mil guerreros
vestidos de punta en blanco iniciaban la caravana; después iban las damas,
escoltadas por los nobles más jóvenes y aguerridos; tras ellas venía el séquito
real de don Alfonso, que se mostraba complacido con la boda de su hijo y la
dulce Constanza.
En esta caravana iba también doña Inés y su belleza no
dejó de asombrar a propios y extraños. Cuando llegaron a Coimbra, la joven dama
tomó un aposento modesto y acomodado a su posición. Pero, aunque quiso pasar
inadvertida, los portugueses comenzaron a hablar de ella en los términos más
asombrosos: decían que no habían visto una mujer como ella y que el infante don
Pedro había elegido mal, pues pudiendo casar con aquella dama, se había casado
con Constanza, una joven como otras muchas. El ruido fue hacién-dose mayor, y
estos elogios llegaron al palacio de don Pedro, el cual insistió en querer ver
a aquella dama prodigiosa.
Doña Inés se negó cuanto pudo y mandó cartas al
infante dicién-dole que no era bueno que un hombre recién casado pusiera sus
ojos en otra dama. «No es por amores que os requiero» dijo don Pedro, «sino por
ver si mis súbditos dicen verdad». Y decían verdad.
Cuando por fin se vieron, no hubo remedio. Don Pedro
quedó enamorado, y en vano Inés trataba de apartar a aquel hombre de su
corazón. Mal podrán los jóvenes dejar de querer si Cupido decide lo contrario.
Pasaron los años, e Inés permaneció en Coimbra porque
así lo quiso el infante don Pedro. Veíanse a la luz de la luna y sufrían porque
su amor hacía penar a una mujer buena: Constanza. Muchas noches pasaron
llorando y lamentando su mala fortuna, pero al fin se amaban: ¿qué se podría
hacer? Estos amores mataban tres corazones: el de Pedro, que no podía sufrir
estar lejos de Inés; el de Inés, que sentía los remordimientos del adulterio; y
el de Constanza, que veía cómo otro amor le había arrebatado a su esposo.
Esta circunstancia llegó a oídos del rey Alfonso, el
cual se irritó mucho cuando supo que una dama castellana hacía intrigas en el
trono de Portugal. Hizo escribir cartas a Pedro y a Inés; al uno le recriminaba
un adulterio infame y a la otra la tachaba de ramera y bruja. Los dos amantes
recibieron las noticias con dolor y sus frentes se nublaron: ya veían que
aquellos amores tendrían consecuencias funestas.
Al cabo, Constanza enfermó de gravedad y murió
maldiciendo a la joven Inés y a su esposo, don Pedro de Portugal.
Acudió al funeral el mismísimo rey don Alfonso, el
cual no permitió que Inés apareciera en la iglesia y ordenó que fuese encerrada
en su palacio mientras durara la visita real. Hizo, además, que le enviaran
cartas, en las cuales la denostaba y la ofendía como ramera. El rey se juró
odiar a esta dama castellana hasta el fin de sus días, por haber destruido un
matrimonio en el que había depositado todas sus esperanzas políticas. Reunido
con los nobles de Portugal, les expuso el caso:
-Ved, caballeros, a esa prostituta que guardáis en
vuestra patria. Ved lo que ha hecho con el infante don Pedro, mi hijo, a quien
ha hechizado con pócimas y bebedizos. ¡Negadle a esa mujer vuestro saludo!
¡Negadle vuestro respeto y honor! ¡Echadla del país y abandonadla en los
campos, para que muera comida por los perros en los caminos, como se merece!
Por su parte, don Pedro estaba apenado y afligido, y
la ira de su padre cayó también sobre él.
-Más te valiera, mal hijo, vestir de peregrino e ir a
Roma, para purgar tu culpa. Has matado de pena a Constanza, que te quería bien;
y te has amancebado con una puerca...
El amor de Pedro e Inés no había decrecido un ápice,
mas tuvieron que separarse y llorar su pena cada cual en su lugar. Pedro acabó
por vestir los hábitos de peregrino. Inés se despidió de él con gran amargura y
con los ojos llenos de lágrimas. Antes de partir, se juraron amor eterno y
Pedro prometió que a su vuelta la tomaría por esposa.
Inés lo vio partir desde una torre de Coimbra y con
él, puede asegurarse, se le iba el alma.
El rey Alfonso conoció que su hijo había tomado
hábitos de romero y que andaba por esos caminos de Dios purgando su ignominia.
Entonces, aprovechando la soledad y la debilidad de Inés, ordenó a dos
caballeros que fueran al palacio de la joven y la asesinaran. Así, tal y como
se cuenta, se hizo. Don Pero Coelho y don Alvaro Gomçalves, los dos hombres más
crueles e infames que vieron tierras portuguesas, llegaron a la torre de
Coimbra y se presentaron ante Inés. La joven los recibió, aunque bien sabía
quién les enviaba y con qué mandado.
-Sé, caballeros, que venís a darme muerte por amar al
infante don Pedro. Os ruego que me dejéis marchar: iré a Castilla, o más lejos,
a Aragón; o a Francia si tan mal me queréis...
Nada dijeron aquellos criminales: bien al contrario,
con un gesto hicieron pasar al obispo de Oporto y le pidieron que hiciese
confesión a Inés, porque iba a morir. Con el rostro anegado en lágrimas y el
pecho angustiado por la congoja, Inés dio cuenta al Señor de sus pecados y se
entregó a una muerte cruel. Sin dudarlo, los asesinos desenvainaron sus espadas
y le dieron fin con cuarenta heridas mortales. Después, le sacaron los ojos y
la enterraron.
Andaba el infante don Pedro por las escarpaduras de
los montes Pirineos. Aún llevaba la pena en el alma, pero su corazón resuelto y
decidido sólo esperaba llegar pronto a Roma, donde el Santo Padre le daría la
absolución. De tanto en tanto, se detenía y descansaba; y en el frescor de un
riachuelo o en un prado ameno, contemplaba las flores y recordaba a su amada
Inés. Lamentaba, eso sí, que su mala fortuna hubiera desembocado en amores tan
funestos, pero nada había que hacer: su corazón pertenecía a aquella dama de
Castilla y la pasión con que la amaba no podía ofender a nadie.
Ya casi podía ver tierras francesas y quiso detenerse
en una cueva del monte, para pasar la noche con más acomodo. De pronto, se
hicieron las tinieblas y una gran tempestad cubrió de oscuridad la cima de
aquellos agrestes parajes. El cielo parecía hundirse y las columnas que sujetan
el mundo se quebraban con estrépito. Los rayos y los truenos infundían espanto
y hasta las aves de las montañas volaron a sus nidos en las escarpaduras.
El infante don Pedro veía con temor la furia de los
elementos y cómo refulgían los relámpagos en las cumbres: ¡oh, espectáculo horrendo,
furia de Dios...! De repente, una sombra se perfiló en la entrada de la cueva y
don Pedro se retiró hacia lo profundo, asustado y temeroso...
-¿Quién sois? ¿Qué queréis de mí? ¿Sois vivo o muerto?
La sombra no se movió: venía cubierta con un manto
negro y la lluvia torrencial corría por los pliegues en siniestra
circunstancia.
-Soy un peregrino, no temáis -dijo la sombra
embozada-. Vengo de tierras lejanas: sabed, buen infante, que muerta es tu
enamo-rada. Más pena lleva por ti que por su muerte.
El horror se reflejó en el rostro de don Pedro y, sin
poder contener su llanto, se cubrió el rostro con las manos y lamentó con
angustia su desventura. Lástima y compasión inspiraba el pobre infante, allí
metido en la cueva, con hábitos de peregrino... Sus pies llagados, su rostro
marchito, su corazón dolorido... Hasta la misma sombra se apiadó de él y le
dijo:
-No lloréis don Pedro: yo soy vuestra enamorada Inés.
Los ojos que os amaron, ved, ya no los tengo aquí.
Y descubriéndose, mostró la calavera de Inés sin ojos:
la sombra dejó caer su manto y don Pedro pudo ver el blanco vestido de su amada
atravesado por cuarenta puñaladas y ensangrentado.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -suplicaba el pobre peregrino.
-Vivid, mi amado caballero, vivid; y haced el bien en
este mundo. Tomad esposa que os ame y no me olvidéis.
Y entonces un rayo como espada divina cayó en la
entrada de la cueva, y la aparición se desvaneció.
Muchos días y muchos años pasaron desde aquel de 1355
cuando, a la temprana edad de treinta y cinco años, murió la hermosa doña Inés.
Con el tiempo, el rencor había anidado en el pecho de
don Pedro y ni siquiera en su coronación como Pedro I la imagen de su amada
muerta se le borró del pensamiento. En la corte, todos habían pensado que el
asesinato de Inés quedaría impune y que el correr de los años aplacaría la ira
que justamente vengaría tan vil crimen. Pero los nobles se equivocaban.
Al día siguiente de su coronación, don Pedro hizo
desenterrar el cadáver de Inés. De aquel hermoso cuerpo, apenas quedaba nada.
Depositaron los restos de la mujer muerta en el trono de la reina y lo
vistieron con la ropa más lujosa que se pudo encontrar en Portugal. La
calavera, sin ojos y llena de gusanos, fue coronada con una preciosa diadema de
brillantes. Su esqueleto, con la piel podrida y las carnes comidas, se cubrió
con un manto de armiño y pieles de nutrias. Un vestido con perlas y bordados de
oro ocultaba toda la hediondez y putrefacción del cadáver. Un apestosa fetidez
invadía la sala del trono y a duras penas cuatro sepultureros leprosos pudieron
acomodar los restos de Inés en el escaño real.
Cuando todo estuvo dispuesto, don Pedro ordenó que
vinieran a palacio todos los nobles de Portugal. Los reunió en una sala cercana
y, después de saludarlos con cortesía, los hizo pasar. Con gran espanto vieron
el cadáver en el trono, y muchos tomaron sus pañuelos para evitar el vómito.
Una gran repugnancia se apoderó de aquellos estómagos y apenas podían soportar
la vista de aquella figura horrenda en la sala principal del palacio.
-¡Arrodillaos, bastardos! -gritó don Pedro.
¡Arrodillaos y honrad a vuestra reina! ¡La despreciasteis en vida... pues
adoradla de muerta!
Y, uno a uno, todos los nobles tuvieron que acercarse
al trono y rendir pleitesía a un infecto cadáver. Don Pedro les obligó a besar
la mano de Inés y ellos, con gran repugnancia, posaban los labios en la carne
pútrida de la muerta. Apenas podían contener las náuseas, pero lo hacían porque
eran cobardes y sabían cuánto mal habían hecho a doña Inés de Castro, cuántos
desprecios había sufrido aquella dama de Castilla y cuántas infamias hubo de
soportar.
Finalmente, don Pedro hizo entrar a don Pero Coelho y
don Alvaro Gomçalves, los asesinos de su amada. Pasaron a la sala con el rostro
pálido y con más temor que todos los demás, pues ellos habían sido los autores
de tan horrendo crimen y sabían que, tarde o temprano, pagarían el precio de su
traición. Cuando estuvieron de rodillas frente al cadáver de Inés, don Pedro I
les preguntó:
-¿No deseáis besar la mano de la reina, caballeros?
-Sí, sí -contestaron ambos, aterrados.
-¡Maldita sea vuestra estirpe! -tronó el rey. ¡No
merecéis siquiera mirar su rostro!
Y sacando su espada, les cortó a ambos las cabezas y
las expuso a la vista de todos. También hizo que se le sacaran los ojos y que
sus cuerpos fueran despedazados y echados a los perros.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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