¿Por qué nos matas, rey?
ROMANCERO
Corría el año de 1312. Don Fernando IV, rey de
Castilla, había cenado con doce pordioseros el Jueves Santo, tal y como era
costumbre entre los monarcas de Castilla, para conmemorar la Santa Cena de Nuestro
Señor Jesucristo.
Al día siguiente, don Fernando mandó que todo se
dispusiera para marchar hacia Alcaudete, ciudad de fuerte castillo situada en
la actual provincia de Jaén.
Estando en aquel lugar, vinieron dos hombres dando
alaridos y rasgándose las vestiduras. Cuando el rey oyó tanta algarabía, ordenó
que hicieran pasar a dichos caballeros y les preguntó qué querían.
-¡Justicia! ¡Justicia! -gritaron ambos.
-¿De quién? -quiso saber el monarca.
-De don Pedro Carvajal y de su hermano, don Rodrigo
Carvajal. Señor, todos los males han hecho: pasan nuestras lindes, dan fuego a
nuestras mieses, roban nuestras haciendas, fuerzan a nuestras mujeres y no
pagan lo que nos deben...
-Y no es esto sólo -dijo el otro. Que esos malvados
han matado a nuestro pariente Juan de Benavides, el mejor hombre que hubo en
Castilla... si se quita vuestra majestad.
Los dos caballeros dijeron allí todas las tropelías y
crímenes cometidos por los hermanos Carvajal, sin olvidar muchos asesinatos, alevosías,
traiciones, violaciones y robos de mujeres y niños. Tanto se enfadó el rey don
Fernando que, sin dudarlo, envió a sus mejores hombres con el mandado de que,
allí donde fueran encontrados los dos hermanos, se les cargaran de cadenas y
fueran llevados sin dilación a Jaén.
En la ciudad de Medina del Campo, famosa por su
mercado, fueron hallados don Pedro y don Rodrigo. Allí dio con ellos el
almirante de Castilla y les ordenó que se dispusieran a partir. Don Pedro y don
Rodrigo de Carvajal eran caballeros nombrados, de modo que sólo el rey podía
ordenar su prisión. Así se lo hizo saber el almirante, diciéndoles que quedaban
arrestados por orden misma del rey don Fernando, y les enseñó el documento que
lo probaba.
Al cabo de varios días, llegaron a Jaén, escoltados
por la guardia real. Ya en el castillo, los dos hermanos se hicieron vestir con
elegantes ropajes y ricos cordones, y vistieron espuelas doradas, como les
correspondía por su estado de caballeros. Cuando pasaron a la sala del trono,
hicieron gran reverencia y sonrieron amablemente al monarca, porque, al
parecer, no tenían nada que temer. Sin embargo, don Fernando los miró con ira y
les dijo:
-¡Malnacidos! ¡Hijos de mala perra! ¡Ya conozco
vuestras traiciones y vuestras infamias! ¡Y, como hay Dios, que pagaréis por
ellas!
Y en aquel mismo instante los cargaron de cadenas y
candados, rasgaron sus vestiduras y les arrebataron las espuelas. Después les
raparon las barbas, para denigrarlos y ofender a toda su estirpe. Al día
siguiente los montaron en un carro tirado por bueyes y los llevaron a la peña
de Martos. Allí, los ataron de pies y manos y les dieron suplicio durante tres
días. Al cabo, vino el rey a verlos y les dijo:
-¡Forzad mujeres ahora, robad campos, destruid
haciendas ahora, si podéis!
Entonces, habló el mayor de los Carvajal, que tenía el
rostro ensangrentado:
-¿Por qué nos matáis, señor? ¿Quién os engañó con
tales infamias? Jamás os hemos traicionado, jamás vendimos vuestras ciudades,
ni abandonamos el pendón de Castilla en las batallas. Siempre os fuimos leales,
como leales vasallos... mas si vos lo mandáis,cúmplanse vuestros designios...
-¡Callad, os lo ordeno!
-¡Sabed, señor -dijo don Rodrigo de Carvajal, que
pediremos justicia al Juez que os puede juzgar: en el plazo de treinta días nos
veremos, por testigos tenemos a San Pedro, a San Pablo y al Apóstol Santiago!
No pudo sufrir esta insolencia y estas amenazas el
monarca. Y mandó que les cortaran las manos y los pies a ambos, y después hizo
que los despeñaran desde la torre de Martos.
Aquella noche los cielos se nublaron. Durante la noche
el rey tuvo pesadillas horrorosas y veía a los dos hermanos ensangrentados, sin
pies y sin manos, con la cabeza rota, que le decían: «Treinta días te quedan,
rey». A la mañana siguiente se supo que el rey tenía fiebre y que era una
calentura grave. Lo trasladaron a Jaén, porque allí había médicos moros y
judíos que podían conocer la fuente del mal y curarlo como convenía. Pero los
días pasaban y el monarca no daba muestras de mejoría. Bien al contrario, se le
oían delirios y en sus imaginaciones veía a los de Carvajal, siempre con sus
ropas sangrientas, que le decían: «Veinte días te quedan, rey» o «Quince días
te quedan, rey».
La angustia se reflejaba en su rostro y, cuando
recuperaba el juicio, hacía como si apartara sombras de su vista y muchas veces
aseguraba que había visto a San Pedro, a San Pablo y al Apóstol, que lo
llamaban desde el más allá. Otras veces derramaba el vino de su copa y echaba
las culpas a los dos fantasmas sangrientos que lo apremiaban. «Diez días os
quedan, rey».
El plazo otorgado por los Carvajal se acababa y los
médicos no daban con la enfermedad del rey: le componían ungüentos, cata-plasmas,
bebedizos; estudiaban libros árabes, griegos y romanos; acudieron incluso a la
magia y la alquimia, pero no había modo: el rey Fernando se moría sin remedio.
-¡Qué horror! -decía. ¡Qué horror y qué angustia saber
que voy a morir en tres días!
El último día del plazo otorgado por los dos hermanos,
el rey se despertó súbitamente y con los ojos en blanco pudo ver los cráneos
destrozados de los dos hermanos, colgando de los cordones de las cortinas. Y le
decían: «Hoy se cumplen los veinte y nueve: de mañana has de ir a plazo».
Antiguas crónicas dicen que el día de la muerte de don
Fernando, el Emplazado, se vieron en
el castillo de Jaén dos sombras que mancharon con sangre las galerías y los
corredores. Alguno oyó que decían: «El plazo está cumplido, don Fernando». Los
cortesanos y los deudos colocaron la corona sobre las sienes del monarca y una
candela en la mano derecha. Se puso la cama mirando a oriente, en dirección a
Jerusalén, y cuando se le dieron al rey los últimos sacramentos, murió.
Tres hombres vestidos de ermitaños, con luengas
barbas, acudieron al entierro. Nadie pudo saber quiénes eran, sino que decían:
«Somos los testigos», y por esta razón se dijo durante mucho tiempo que
aquellos tres peregrinos eran San Pedro, San Pablo y el apóstol Santiago,
aunque esto último no se pudo probar nunca.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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