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sábado, 17 de agosto de 2013

Don fernando el emplazado

¿Por qué nos matas, rey?
ROMANCERO

Corría el año de 1312. Don Fernando IV, rey de Castilla, había cenado con doce pordioseros el Jueves Santo, tal y como era costumbre entre los monarcas de Castilla, para conmemorar la Santa Cena de Nuestro Señor Jesucristo.
Al día siguiente, don Fernando mandó que todo se dispusiera para marchar hacia Alcaudete, ciudad de fuerte castillo situada en la actual provincia de Jaén.
Estando en aquel lugar, vinieron dos hombres dando alaridos y rasgándose las vestiduras. Cuando el rey oyó tanta algarabía, ordenó que hicieran pasar a dichos caballeros y les preguntó qué querían.
-¡Justicia! ¡Justicia! -gritaron ambos.
-¿De quién? -quiso saber el monarca.
-De don Pedro Carvajal y de su hermano, don Rodrigo Carvajal. Señor, todos los males han hecho: pasan nuestras lindes, dan fuego a nuestras mieses, roban nuestras haciendas, fuerzan a nuestras mujeres y no pagan lo que nos deben...
-Y no es esto sólo -dijo el otro. Que esos malvados han matado a nuestro pariente Juan de Benavides, el mejor hombre que hubo en Castilla... si se quita vuestra majestad.
Los dos caballeros dijeron allí todas las tropelías y crímenes cometidos por los hermanos Carvajal, sin olvidar muchos asesinatos, alevosías, traiciones, violaciones y robos de mujeres y niños. Tanto se enfadó el rey don Fernando que, sin dudarlo, envió a sus mejores hombres con el mandado de que, allí donde fueran encontrados los dos hermanos, se les cargaran de cadenas y fueran llevados sin dilación a Jaén.
En la ciudad de Medina del Campo, famosa por su mercado, fueron hallados don Pedro y don Rodrigo. Allí dio con ellos el almirante de Castilla y les ordenó que se dispusieran a partir. Don Pedro y don Rodrigo de Carvajal eran caballeros nombrados, de modo que sólo el rey podía ordenar su prisión. Así se lo hizo saber el almirante, diciéndoles que quedaban arrestados por orden misma del rey don Fernando, y les enseñó el documento que lo probaba.
Al cabo de varios días, llegaron a Jaén, escoltados por la guardia real. Ya en el castillo, los dos hermanos se hicieron vestir con elegantes ropajes y ricos cordones, y vistieron espuelas doradas, como les correspondía por su estado de caballeros. Cuando pasaron a la sala del trono, hicieron gran reverencia y sonrieron amablemente al monarca, porque, al parecer, no tenían nada que temer. Sin embargo, don Fernando los miró con ira y les dijo:
-¡Malnacidos! ¡Hijos de mala perra! ¡Ya conozco vuestras traiciones y vuestras infamias! ¡Y, como hay Dios, que pagaréis por ellas!
Y en aquel mismo instante los cargaron de cadenas y candados, rasgaron sus vestiduras y les arrebataron las espuelas. Después les raparon las barbas, para denigrarlos y ofender a toda su estirpe. Al día siguiente los montaron en un carro tirado por bueyes y los llevaron a la peña de Martos. Allí, los ataron de pies y manos y les dieron suplicio durante tres días. Al cabo, vino el rey a verlos y les dijo:
-¡Forzad mujeres ahora, robad campos, destruid haciendas ahora, si podéis!
Entonces, habló el mayor de los Carvajal, que tenía el rostro ensangrentado:
-¿Por qué nos matáis, señor? ¿Quién os engañó con tales infamias? Jamás os hemos traicionado, jamás vendimos vuestras ciudades, ni abandonamos el pendón de Castilla en las batallas. Siempre os fuimos leales, como leales vasallos... mas si vos lo mandáis,cúmplanse vuestros designios...
-¡Callad, os lo ordeno!
-¡Sabed, señor -dijo don Rodrigo de Carvajal, que pediremos justicia al Juez que os puede juzgar: en el plazo de treinta días nos veremos, por testigos tenemos a San Pedro, a San Pablo y al Apóstol Santiago!
No pudo sufrir esta insolencia y estas amenazas el monarca. Y mandó que les cortaran las manos y los pies a ambos, y después hizo que los despeñaran desde la torre de Martos.
Aquella noche los cielos se nublaron. Durante la noche el rey tuvo pesadillas horrorosas y veía a los dos hermanos ensangrentados, sin pies y sin manos, con la cabeza rota, que le decían: «Treinta días te quedan, rey». A la mañana siguiente se supo que el rey tenía fiebre y que era una calentura grave. Lo trasladaron a Jaén, porque allí había médicos moros y judíos que podían conocer la fuente del mal y curarlo como convenía. Pero los días pasaban y el monarca no daba muestras de mejoría. Bien al contrario, se le oían delirios y en sus imaginaciones veía a los de Carvajal, siempre con sus ropas sangrientas, que le decían: «Veinte días te quedan, rey» o «Quince días te quedan, rey».
La angustia se reflejaba en su rostro y, cuando recuperaba el juicio, hacía como si apartara sombras de su vista y muchas veces aseguraba que había visto a San Pedro, a San Pablo y al Apóstol, que lo llamaban desde el más allá. Otras veces derramaba el vino de su copa y echaba las culpas a los dos fantasmas sangrientos que lo apremiaban. «Diez días os quedan, rey».
El plazo otorgado por los Carvajal se acababa y los médicos no daban con la enfermedad del rey: le componían ungüentos, cata-plasmas, bebedizos; estudiaban libros árabes, griegos y romanos; acudieron incluso a la magia y la alquimia, pero no había modo: el rey Fernando se moría sin remedio.
-¡Qué horror! -decía. ¡Qué horror y qué angustia saber que voy a morir en tres días!
El último día del plazo otorgado por los dos hermanos, el rey se despertó súbitamente y con los ojos en blanco pudo ver los cráneos destrozados de los dos hermanos, colgando de los cordones de las cortinas. Y le decían: «Hoy se cumplen los veinte y nueve: de mañana has de ir a plazo».
Antiguas crónicas dicen que el día de la muerte de don Fernando, el Emplazado, se vieron en el castillo de Jaén dos sombras que mancharon con sangre las galerías y los corredores. Alguno oyó que decían: «El plazo está cumplido, don Fernando». Los cortesanos y los deudos colocaron la corona sobre las sienes del monarca y una candela en la mano derecha. Se puso la cama mirando a oriente, en dirección a Jerusalén, y cuando se le dieron al rey los últimos sacramentos, murió.
Tres hombres vestidos de ermitaños, con luengas barbas, acudieron al entierro. Nadie pudo saber quiénes eran, sino que decían: «Somos los testigos», y por esta razón se dijo durante mucho tiempo que aquellos tres peregrinos eran San Pedro, San Pablo y el apóstol Santiago, aunque esto último no se pudo probar nunca.

Fuente: Jose Calles Vales

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