Dos vírgenes hay en Madrid que son la gloria y la
alegría de los capitalinos. La primera es la Virgen de la Almudena , y la segunda Nuestra Señora de Atocha.
Los madrileños, como se ha dicho, son fervientes
devotos de la Almudena ,
y sólo lamentan que su imagen no pueda tener un templo como el de León, Burgos
o Sevilla, y se haya tenido que conformar con una iglesia gris junto al Palacio
Real. Merecería la Virgen
un recinto un tanto más aseado y hermoso, sobre todo si se tiene en cuenta la
maravillosa historia que se cuenta de ella.
Se dice que los piadosos habitantes de Madrid, antes
de que los moros invadieran la
Península , sentían veneración por la Madre de Dios. Por entonces,
la Villa no era
no era más que un villorrio y los sarracenos, en su imparable avance, no
tardarían más de cuatro días en hacer ondear la media luna en lo alto de las
murallas. Nada temían más los madrileños que el furor árabe y, con sumo
cuidado, extrajeron unas piedras de un cubo en la muralla y construyeron allí
una hornacina. Allí depositaron a su Virgen y colocaron dos velas, una a cada
lado de la imagen. Con gran dolor procedieron a emparedar su imagen divina,
haciendo correr entre las gentes dónde y cómo se había ocultado la talla.
El caso es que, como era previsible, en pocos días
Madrid fue territorio moro y los cristianos tuvieron que sufrir este estado
durante casi tres siglos. Sin embargo, la devoción hacia su querida Virgen
permaneció viva: de padres a hijos y de madres a hijas se fue transmitiendo el
emplazamiento de la imagen, de modo que todos los habitantes del pueblo,
excepto los moros, sabían dónde estaba la Almudena.
A principios del siglo XI el rey Alfonso vi, conocido
como el rey de la mano horadada, recuperó para la Cristiandad el pueblo
de Madrid. Con grandes vítores fue recibido por los aldeanos y, en lo que
pudieron, honraron al rey de Castilla y León con una cazuela de garbanzos y
caldo de gallina. El rey vio el lamentable estado de aquellas gentes y quiso
hacer algunos progresos en la aldea. Para ello, ordenó derribar las murallas y
alzar unas mejores y más fuertes, al estilo de las de Castilla. Pero los
madrileños protestaron ardiente-mente, y decían que en algún lugar de aquella
muralla estaba escondida la
Virgen y que los trabajos deberían hacerse con mucho cuidado.
Don Alfonso meditó con preocupación: en ningún caso la ciudad debería quedar
sin fortaleza durante mucho tiempo, porque los moros podrían volver y hallar
Madrid sin defensa.
Sucedió entonces el milagro: de un cubo de la muralla
se desprendieron varias piedras, y quedó a la vista la gloriosa imagen de la Virgen , con las dos
candelas ardiendo, tal y como la colocaron trescientos años antes.
Con ser sorprendente la tradición de la Almudena , no es comparable
a la que se cuenta de Nuestra Señora de Atocha.
San Lucas, como se sabe, era uno de los cuatro
evangelistas. El Evangelista no conoció a Jesús, pero supo de Él por Pablo.
Lucas era médico, nacido en Antioquía de Siria, y viajó con Pablo y Pedro por
muchos lugares de la
Antigüedad difundiendo la Buena Nueva.
Nicodemus o Nicodemo era un fariseo, alto dignatario de los judíos, que
interrogó a Jesús en el Templo y le preguntó cómo podía nacer de nuevo quien
era viejo, y si un hombre podría entrar de nuevo en el seno de su madre. A lo
que Jesús respondió:
-Lo nacido de carne, carne es; y lo nacido del
Espíritu, espíritu es.
Muchas otras cosas le dijo Jesús a Nicodemus y éste
comprendió que verdaderamente Aquel era el Hijo de Dios. Lo defendió en los
tribunales judíos y, después de ser crucificado, llevó a su sepulcro una mezcla
de mirra y áloe para honrarlo.
Dicen los historiadores que Nicodemus recordaba continuamente
las palabras del Maestro y que quiso purgar su impertinencia haciendo una
talla de la Virgen
María. Para ello pidió ayuda a San Lucas y juntos se pusieron
manos a la obra. Cuando estuvo terminada, la imagen fue llevada a Antioquía y,
desde allí, algún apóstol la trajo a Hispania. Aunque en este punto los
eruditos no se ponen de acuerdo, es plausible que fuera el mismísimo Santiago o
San Pablo, o quizás alguno de sus discípulos.
Fuera como fuese, lo cierto es que la imagen de la Virgen vino a parar a
Madrid. Durante muchos siglos los madrileños veneraron a la Madre de Dios y tenían por
ella un especial fervor. Pero, como sucedió con la Almudena , los habitantes
del pueblo vieron que los sarracenos estaban muy cerca y que pronto el pueblo
se vería ocupado por las huestes moras. No dudaron entonces, y bajaron a los
descampados con la estimada talla. Cuando creyeron que el lugar era seguro,
excavaron un hoyo y allí dejaron a la
Virgen , cubierta por unas tochas o atochas, que era la hierba
de maleza propia del lugar: no en vano, aquellos pantanales se conocían con el
nombre de Las Atochas, por ser esa planta la más abundante.
Al fin llegaron los moros y sometieron a la población
sin ninguna resistencia. Castilla estaba por entonces tratando de hacer
retroceder a los árabes y durante mucho tiempo no se pudieron acercar ni a
Madrid ni a Toledo.
Pero al cabo de trescientos años, los nobles
castellanos habían pasado el Duero y habían subido las cumbres de Navacerrada.
Desde allí podían ver el lugarejo que llamaban Madrid y no tardaron en ponerle
cerco. Durante muchos años los castellanos pensaron si valdría la pena
arriesgar sus vidas por un lugar tan miserable y acampaban cerca sin decidirse
a dar la batalla definitiva.
En aquella época vivía en Rivas un caballero llamado
Gracián Ramírez, conocido en los contornos por ser hombre leal, valiente y muy
piadoso. Este Gracián Ramírez estaba enojado con los castella-nos porque no se
decidían a atacar la ciudad y él, por su parte, no contaba con soldados
suficientes.
En una ocasión, estaba Gracián Ramírez paseando con su
escudero por los alrededores de Madrid, viendo cuál sería el mejor modo de
asaltar la muralla: el caballero sentía gran amargura porque él era natural de
Madrid y le dolía en el alma ver su pueblo sometido al imperio de la media
luna. En esto, el escudero se topó con un hoyo en el suelo y, preguntándose qué
se escondería allí, dieron con la imagen de la Virgen. Gran contento
tuvo don Gracián, que era muy piadoso, y ordenó a sus soldados que abandonaran
cuanto estaban haciendo para venir a adorar a la Madre de Dios. Al cabo, hizo
construir una pequeñísima capilla, a la que se le dio el nombre de la Virgen de las Atochas.
Ya había pasado un año cumplido, y los castellanos
aseguraban que no asaltarían Madrid hasta que el rey Alfonso VI no llegara al
campo y no diera las órdenes oportunas. Por su parte, don Gracián no podía
soportar tanta tardanza y se encomendó a su imagen más querida: fue a orar y
hasta bien entrada la noche no salió de la capilla. En sus mientes estaba
combatir a los moros con sus pocas fuerzas: o liberaba Madrid, o moría en el
lance con todos sus hombres. Sólo temía por su amada esposa y sus hijas...
-¿Qué será de ellas si yo muero? ¿Qué escarnios no
harán los perros infieles si mi cuerpo queda inerte en la batalla?
Atormentado por estas dudas, Gracián Ramírez tomó una
trágica resolución: volvió a casa y con su propio puñal degolló a su esposa y a
sus dos hijas. Anegado en llanto, salió hacia sus cuarteles y ordenó que a la
mañana siguiente se hallase todo el mundo bien dispuesto, porque, de una vez,
iban a asaltar la plaza de Madrid.
Así se hizo; y a pesar de los pocos soldados que iban
con él, Gracián Ramírez logró clavar su pendón en lo alto de la muralla. Gran
carnicería hubo en aquel suceso y si los muertos cristianos se contaban por
cientos, los de los moros se contaban por miles. Los castellanos, que vieron la
gesta desde un otero cercano, se hacían cruces y admiraban el generoso valor de
don Gracián y los suyos. Durante horas la batalla fue encarnizada y la sangre
resbalaba por la muralla como torrentes de fuego. Allí miraba el rey Alfonso y,
enardecido por el valor de don Gracián, ordenó a los suyos que atacaran por el
norte. Ya desfallecían los soldados de Ramírez, más éste alentaba sus corazones
al grito de: «¡A ellos, mis valientes, a ellos; que la Virgen de Atocha nos
protege!». En esto, el rostro de los moros palideció: a su espalda vieron
erigirse el pendón de Castilla y León y temblaron. Ni un solo sarraceno salió
con vida de aquella batalla: burgaleses fieros, leoneses de brío, zamoranos
escogidos y palentinos de hierro avanzaron con las espadas bruñidas... y Madrid
fue tomada por fin. Con el honor debido se tomó el pendón de Gracián Ramírez,
que había caído por el suelo, y se levantó en señal de victoria.
Todo fue alegría en la ciudad y el rey ordenó que se
hicieran grandes fiestas... pero Gracián Ramírez tenía una pena honda en el
alma, porque, en su precipitación e imprudencia, había dado muerte a su mujer y
a sus hijas, y no había confiado en el poder de la Virgen , aquella misma
Virgen a la que tanto había rezado. No quiso celebraciones ni festejos, y salió
del recinto con algunos de los suyos: aún quería pedir perdón a la Virgen de Atocha por su
necedad, y al cabo iba llorando y lamentando su suerte. Los que lo vieron salir
decían que inspiraba compasión y sus mismos soldados llevaban los ojos
arrasados en lágrimas.
Pero Nuestra Señora de Atocha no abandona jamás a los
suyos y, cuando Gracián Ramírez entró en la capilla, pudo ver a su mujer y a
sus hijas resucitadas y vivas: con gran alegría corrieron las tres hacia él,
colmándolo de besos y abrazos. No menor era la dicha del caballero, que no
quiso perder un instante y se arrodilló ante la imagen de su benefactora,
dándole las gracias más efusivas y plenas de devoción.
Para que nunca olvidara el caballero su imprudencia, la Virgen permitió que su
esposa y las dos niñas llevaran durante el resto de sus días la huella de aquel
injusto crimen, y una cicatriz blanca en el cuello de sus seres queridos le
recordaba a don Gracián que siempre se ha de confiar en Nuestra Señora de Atocha.
El suceso se supo en todos los lugares cristianos y,
corriendo el tiempo, acudían a la ermita muchos romeros y peregrinos, por lo
cual la casa de los Ramírez hizo levantar allí un hospital para acogerlos y
después otros edificios. Con gran felicidad se sucedieron los hijos y los
nietos de aquel buen Gracián Ramírez, hasta llegar a ser los condes de Bornos.
Por desgracia, ya nada queda de aquella milagrosa ermita y en aquellas atochas
hay en la actualidad una estación de ferrocarril.
Fuente:
Jose Calles Vales - 018
0.127.3 anonimo (madrid) - 018
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