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viernes, 26 de abril de 2013

El montón de trigo

En la Sierra de Madrid, pasando el pueblo de Cercedilla, se accede por un valle frondoso al collado de la Fuenfría, desde donde puede admirarse la extensión de Castilla y, si el viajero abre bien los ojos, puede llegar a distinguir La Granja de San Ildefonso e, incluso, la ciudad de Segovia. En este collado de la Fuenfría hay, en efecto, una fuente de agua muy fresca y un ameno prado donde los madrileños y los segovianos pasan las tardes apacibles de la primavera. A un lado se yerguen las abruptas cimas de Siete Picos y, al otro, un cerro pelado llamado Montón de Trigo. Este monte, que no llega a los dos mil metros de altitud es, probablemente, la montaña más hermosa de la provincia de Madrid. La belleza de su perfil, semejante en todo a un montón de trigo, ha propiciado la creación de leyendas, en las cuales se explica el origen «verdadero» de la montaña. Sin embargo, la historia del Montón de Trigo es casi un cuento y, según se narra, parece bastante moderno.
Hace muchos, muchos años, tal vez siglos, había en las estri-baciones de la Sierra un paraje maravilloso. Al abrigo de las montañas, los frutos parecían crecer y brotar como por ensalmo. Los almendros y los cerezos ofrecían sus preciadas joyas a los lugareños, pero había también manzanos, naranjos y perales a discreción. A las afueras de la aldea estaban los campos, sembrados con avena y trigo, y allí crecían las espigas más hermosas y granadas que jamás se vieran.
Por la época en que sucedió esta historia, los trigales ofrecían un aspecto magnífico. La brisa acostaba las espigas y las cuadrillas de segadores estaban ya preparadas. El amo, un hombre seco y avariento, ordenó que comenzara la tarea y en pocos días se hicieron todos los trabajos: se dejó el campo convertido en rastrojera; tan bueno era el trigo que los capataces mandaron que se segara a rapaterrón, sin dejar paja en tierra. Se llevó el trigo a la era y, con aquellos trillos buenos de madera y piedra, varios asnos giraban una y otra vez hasta desbrozar paja y grano. Después se aventaron las mieses y el amo vio con agrado que las parvas eran hermosas.
Estaba el avaricioso dueño contemplando la bondad de la cosecha cuando llegó un mendigo y le habló de semejante modo:
-Señor, vengo de muy lejos, pasando muchas miserias y tengo hambre y sed. Dadme algo con que pueda alimentarme y Dios le concederá cuanto pida.
El amo, que era de suyo avariento, no pudo evitar un gesto de repugnancia al ver a ese mendigo a su lado. Traía los cabellos largos y sucios, y tenía como llagas en la frente, en las manos y en los pies.
Vestía un andrajoso gabán y un zurrón viejo y asqueroso.
-¡Vete de mi vista, pordiosero! ¡No tengo nada para ti!
El peregrino se entristeció y señaló con su mano sangrante el gran montón de trigo que había frente a él.
-¿Y ese trigo? -dijo el miserable. ¿No me daréis, por Dios, un puñado de ese montón de trigo?
-¡Ea! No es trigo, sino tierra... ¡Vete de aquí y no molestes más!
El mendigo observó con pena el grano dorado y volviéndose dijo:
-Perdone el señor, no lo había distinguido bien: en verdad es sólo tierra.
El amo no pudo contener su sorpresa cuando, a su propia vista, el montón de trigo se convirtió en piedra, y tierra, y roca. Toda su ganancia se había perdido por avaricia y quedó arruinado para siempre.
Aquel montón de trigo, convertido en áridas peñas, creció y creció durante los años siguientes, hasta convertirse en el cerro pelado que es hoy, donde a duras penas crecen algún matorral y cizañas. Los pinos albares de la Fuenfría fueron invadiendo sus laderas, pero su cumbre áspera no permite siquiera que nazcan las tristes florecillas de las montañas. Desde la lejanía, el famoso cerro parece la imagen acabada de un verdadero montón de trigo, mas su color grisáceo y pardo recuerda que, en efecto, sólo es tierra, y peñas, y roca, donde viven las culebras y los alacranes, y de donde no puede obtenerse ningún fruto.

Fuente: Jose Calles Vales

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