Durante muchos días viajaron sufriendo toda clase de
vicisitudes, hasta que arribaron a una región llamada Provenza, al sur de la
actual Francia.
En una de las aldeas provenzales llamada Tarascón se
detuvieron a descansar un rato bajo unos árboles. Y cuando ya se disponían a
continuar el viaje, vieron venir corriendo hacia ellos a unos aldeanos que,
casi sin saludarlos, les dijeron que no siguieran avanzando hacia el río
Ródano, pues una terrible dragona habitaba en sus orillas.
-Es un engendro de los infiernos que siembra el terror
en toda la región.
Pronto las gentes comenzaron a juntarse y a aportar
más datos cruciales:
-Mata a todo aquel que transita el camino que une
Arlés con Aviñón.
-¡Los devora vivos!
-O los agarra con sus dientes por una pierna o un
brazo y los ahoga en las aguas del Ródano hasta que sus cuerpos se pudren y
recién en ese momento se los come.
-"La
Tarasca ", así se llama la dragona: "¡la Tarasca !"[1].
-Hasta hace poco sólo ella misma se proveía de
víctimas para alimentarse... ¡Pero ahora ha empezado a exigirnos a nosotros que
se las sirvamos en la puerta de su cueva!
-¡Sí, es horrible! Ahora exige sacrificios humanos:
todos los días una persona joven, hombre o mujer, le debe ser entregada para
que la devore viva...
-¡Y si no cumplimos nos ha amenazado con venir a
instalarse en la plaza principal hasta devorarnos a uno por uno, desde los más
viejos hasta los recién nacidos!
-Y no sólo a los pobladores de Tarascón, sino a todos
los de los alrededores. ¡Estamos muertos de miedo y casi no nos atrevemos a
salir de nuestras casas!
Y tanto pero tanto se siguieron quejando de la dragona
los aterrados pobladores de ese pequeño lugar de Provenza, que Marta se
conmovió y se hizo el firme propósito de ir a enfrentarse con esa bestia.
Por lo tanto, una vez instalados los tres hermanos en
una posada -convencidos de la inconveniencia de proseguir viaje, y cuando ya
María y Lázaro se habían ido a descansar de tan fatigosas jornadas y también
el posadero y su familia se encontraban durmiendo, ella salió sola, sin hacer
ruido ni encender vela alguna, y se dirigió hacia el paraje donde habían dicho
que moraba la dragona.
Marta marchaba con la decidida intención de acabar con
el cruel reinado de esta criatura infernal y con una única arma: su fe.
Alumbrado el trayecto por la intensa luminosidad de la
luna llena, ella iba rezando en silencio, mientras su puño derecho encerraba
un objeto y lo mantenía apretado contra su pecho.
Y la santa y valiente mujer llegó, al fin, hasta las
orillas del Ródano, de cuyas aguas ondulantes parecían emerger puntas de cristales
de luna. Se detuvo a respirar profundamente y luego giró la cabeza hacia la
izquierda. A pocos metros de donde se hallaba vio una gran caverna excavada en
un roquedal y no dudó de que se trataba del habitáculo del monstruo. Entonces
se acercó a la entrada, con precaución, y de a poco se fue internando en la
opresiva oscuridad de la caverna, teniendo sólo al Divino Maestro como guía y
luz.
Luego de avanzar unos pasos vio que un rayo lunar
atravesaba una grieta del techo de piedra. Bajo el haz luminoso y polvoriento
que se producía en medio de la negrura, Marta descubrió a la criatura más
monstruosa que jamás había visto en la vigilia ni en la pesadilla más atroz de
su vida.
El cuerpo era semiesférico, plagado de lacerantes
puntas, y estaba cubierto por un caparazón escamoso y duro, que remataba en
una cresta de aguzadas agujas. Su cabeza parecía la de una persona, aunque
deformada por su gigantesca boca de la que surgían docenas de aterradores
colmillos.
La bestia se hallaba devorando los restos de una
víctima de su crueldad. Por el estado de putrefacción de esa carne hinchada y
violácea Marta supuso que sería el cadáver de algún desprevenido viajero a
quien la Tarasca
habría sorprendido y luego ahogado en las aguas hasta su descomposición, tal
como habían contado los aldeanos que le apetecía hacer, para luego
engullírselo.
La joven sintió un profundo miedo en su corazón cuando
la bestia apuró el paso, pero ella se puso a orar el Padrenuestro que Jesús les
había legado, apretó más aún el pequeño frasco destapado que llevaba en su
mano y empezó a recuperar el ánimo y sus reflejos físicos. Y justo en el
momento en que iba a ser engullida por aquellas inmundas fauces, exclamó con la
fuerza de su fe: "Jesús, ¡amánsala!", y tras estas palabras extendió
su brazo derecho y arrojó a la cara de la bestia el agua bendita que contenía
el frasco encerrado en su puño.
La devota y valiente mujer avanzó más y más, siempre
esparciendo agua bendita hasta vaciar el frasco. Y cuando la bestia,
arrinconada en el fondo de su cueva, se percató de que ya no tenía
escapatoria, bajó la cabeza sumisa, como un corderito y se aquietó.
Marta no perdió tiempo y desanudando el lazo de su
cintura, lo pasó por la cabeza de la monstruosa criatura y así la sacó de la
caverna.
Y la llevó caminando del lazo como a una mansa
criatura, hasta que cerca de la ciudad de Arlés, unos hombres, que se dirigían
a sus faenas campesinas y venían marchando en sentido contrario, divisaron a
esa insólita e inconcebible "pareja". Entonces, en medio de la mayor
extrañeza, avanzaron corriendo, cercaron a la Tarasca y allí mismo la
mataron con sus herramientas de labranza. Luego dieron infinitas gracias a
Dios. Y, desde luego, también a Marta, a quien ya consideraban una benefactora
que acababa de producir un verdadero milagro ante sus ojos.
Todavía hoy
se recuerda el acto de fe y justicia de Marta, luego declarada santa por la Iglesia Católica
Apostólica Romana. Y todos los 29 de julio se realiza una fiesta en Arlés, donde
se representa este episodio, para que todos tengan siempre presente,
generación tras generación, esta hazaña producto de la fe de Santa Marta.
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