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jueves, 25 de abril de 2013

Santa margarita y el dragón

Cuenta la leyenda que alrededor del año 300 de Nuestra Era vivía en Antioquía (en ese entonces floreciente capital de Siria en poder de los romanos) una santa y virgen mujer llamada Margarita.
Durante la persecución a los cristianos bajo el emperador Dio­cleciano, Margarita fue apresada y encerrada en una mazmorra por haberse negado a casarse con el gobernador romano, prefec­to de la ciudad de Antioquía.
La tortura no se hizo esperar, pero la joven y devota mujer no abjuró en ningún momento de su fe cristiana. Cuanto mayor era el tormento que le aplicaban, mayor era la pasión con la que se aferraba a su fe, pues Dios estaba en su pensamiento y en su co­razón.
Una noche, luego de que los torturadores hicieran su cruel y rutinario trabajo, la abandonaron como a una bolsa de huesos en un rincón de la mazmorra y la dejaron sola y encerrada bajo lla­ve, como siempre.
La joven Margarita comenzó a rezar, para tratar de elevar su espíritu y distraer su mente del inmenso dolor del cuerpo, que siempre la acosaba, aun después de transcurridas varias horas de la sesión de tortura.
De pronto algo le llamó la atención: el silencio era absoluto.
Se acercó, con sus piernas débiles y martirizadas, a la puerta por donde habían partido los torturadores para intentar escuchar alguna voz o algún sonido.
Nada. El más absoluto silencio: ni una ráfaga de viento, ni un lamento de los demás reclusos, ni una pisada en el pasillo...
Margarita se volvió y el corazón casi le dio un vuelco cuando se encontró con un gigantesco dragón negro. Allí, sí, allí mismo, dentro de la estrecha mazmorra. Su cuerpo enorme la ocupaba toda.
Su cabeza estaba coronada por dos negros y gigantescos cuer­nos retorcidos y era estirada hacia adelante. Filosos y aterradores colmillos surgían de su boca horrenda. Sus alas eran como la de los murciélagos y su cuerpo estaba cubierto de escamas como el de las víboras. Su piel emanaba un hedor nauseabundo. Y sus ojos... ¡sus ojos eran lo peor! y su mirada era algo insoportable de ver.
Y de pronto el dragón le habló:
-Soy el Diablo y he venido a rescatarte. Sólo tienes que pedír­melo. Deja de rezarle a Él, no te responderá. Pierdes el tiempo. Piénsalo un momento: si no salvó a su propio hijo, ¿por qué ha­bría de salvarte a ti? Si me pides a mí, yo te concederé lo que de­sees.
Margarita retrocedió como pudo hasta pegar su espalda a la pared.
-¿Quieres salir de aquí? ¡Pídemelo!, ¡ruégame que te saque de aquí y lo haré ya mismo!
La joven estaba maltrecha y no le restaban fuerzas físicas pa­ra resistir, ni tampoco tenía lugar en la mazmorra como para se­guir alejándose del Diablo, pero su fe era inconmovible, y el he­cho de que el Maligno se apareciera ante ella para tentarla, la reafirmaba aún más.
-¡Nunca! ¡Nunca te pediré nada, Satanás! Soy una sierva de Dios.
El Diablo abrió las fauces y le gritó con toda la furia del aver­no y luego insistió con su propuesta, pero la joven santa se man­tuvo firme en su primera respuesta.
Entonces, al ver que la muchacha persistía en su negativa, el Diablo abrió sus fauces y la engulló viva de un solo bocado.
La joven se encontró en la más completa oscuridad, bañada en la sangre densa y tóxica del dragón y casi sin poder respirar por el hedor que surgía de las entrañas de la bestia. Pero a pesar de to­do la joven Margarita siguió firme en su fe. No se dejó vencer ni por el miedo, ni por el dolor, ni el asco, y con toda la fuerza de lo que su fe era capaz, hizo la Señal de la Cruz y clamó:
-Dios Todopoderoso: ¡Líbrame del Mal!
Y en cuanto terminó su clamor, en la oscuridad más profunda de ese infierno bestial, el estómago del dragón reventó y Margari­ta cayó al suelo viva y con su alma sana y salva.

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