Después de haber empleado toda la mañana en conseguir
la comida que debía llevarle a su familia ese día, el hombre se sentó a
descansar.
Lo hizo junto a una piedra, al borde del camino. El
calor era tan agobiante que secaba las gotas de sudor antes de que pudieran
deslizarse por el rostro.
Colocó a su lado el guanaco y las dos vicuñas que
había cazado, y cerró los ojos para descansar.
Dos segundos después, lo despertó la sensación de que
alguien estaba a su lado. Abrió los ojos, y la sorpresa le cortó el aliento.
Sentado junto a él, con su pequeña cara blanca y su larga barba, estaba el
Coquena. A su alrededor, quince vicuñas cargaban unos sacos grandes y pesados.
Algo extraño había en esos sacos, pero por más que el hombre agudizaba la
vista, no llegaba a darse cuenta qué eran desde esa distancia.
El Coquena lo distrajo.
-Explíqueme, amigo, por qué ha matado a esas criaturas
-dijo, señalando a las vicuñas y al guanaco que yacían junto al hombre.
-Las he matado porque mi familia debe comer.
-El Coquena asintió con la cabeza, pensativo.
-Entonces, ya ha cazado todo lo que quería, ¿verdad?
-Estaba regresando a casa cuando me senté a descansar
-contestó el hombre.
El Coquena acomodó su sombrero y volvió a pensar un
rato. Luego se puso de pie, descargó una de las bolsas y se la entregó al
hombre. Sin decir más palabra, se alejó con su rebaño.
El hombre miró su bolsa y vio que no estaba atada con
una soga, sino con una víbora. Antes de que pudiera asustarse, la víbora se
desenrolló, cayó al suelo y desapareció entre las piedras.
La bolsa estaba repleta de kilos y kilos de oro.
El hombre, llorando de felicidad, corrió hasta su casa
a contarle a su familia lo que había sucedido.
De casualidad, aquella tarde lo estaba visitando su
hermano, un hombre rico, a quien lo único que le importaba era serlo cada vez
más.
Al escuchar la historia, se dijo a sí mismo:
"Si por tres animales el Coquena le entregó una
bolsa de oro, por treinta me entregará diez". Y sin dar explicaciones,
partió hacia el cerro.
Esa tarde cazó treinta y cuatro vicuñas y catorce
guanacos. Cansado como nunca, se dejó caer en el mismo lugar del camino donde
lo había hecho su hermano.
Cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó, el
Coquena y su rebaño estaban junto a él.
-Explíqueme, amigo, ¿por qué ha matado a esas criaturas?
-dijo el Coquena.
-Las he cazado para mí.
-¿Sólo para usted?
-No tengo familia ni nadie que me importe -dijo el hermano,
por lo que no tengo razón para repartir mi caza.
El Coquena se enfureció de pronto. El viento comenzó a
soplar con fuerza, y la tierra volaba a tanta velocidad, que tener los ojos
abiertos dolía.
-¿No sabes que debes cazar sólo lo mínimo para el sustento?
-gritó el Coquena, y su voz, oculta tras la tormenta de tierra, parecía venir
de todas partes. ¡¿No sabes que soy el patrón de los animales del campo y de
los cerros?! Deberías haberlo pensado antes de despertar mi ira. ¡Te condeno a
perder todas tus riquezas y a tener que dedicarte a pastorear ganado hasta el
último de tus días!
El viento dejó de soplar, y cuando la tierra volvió a
asentarse, el Coquena había desaparecido.
Desde entonces, nadie se animó a quitarle al cerro más
animales de los que necesitaba para comer.
Y así es como siempre debería haber sido.
Fuente: Azarmedia-Costard
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