Corrían los años en que la luz del cristianismo no
había rasgado aún por completo las brumas nórdicas. Los vikingos normandos no
habían extendido todavía sus piraterías más allá del Báltico y el mar del
Norte.
En Dinamarca, los campesinos y los pescadores vivían
sometidos a una soberbia casta de guerreros que, al mismo tiempo que
protegían las costas danesas de los ataques piratas, esclavizaban sin piedad
a sus moradores y sencillos vasallos.
Un día una extraña sombra oscureció la nitidez de las
brumas que envolvían el litoral. Poco a poco fue tomando cuerpo, hasta
dibujarse de modo perceptible, la silueta de un navío que parecía llegar del
Norte. Lna gran cabeza de,dragón remataba, amenazadora, la proa; una vela
cuadrada se hinchaba a impulsos del viento y flameaba su violenta tonalidad
roja, a la que respondía el casco de cuaderna, también. Y guirnaldas de flores
y brillantes espejos realzaban el extraño y magnífico aspecto del buque, que,
por otra parte, parecía desierto. Se aproximó en silencio. No se advertía la
presencia de tripulación ni ser animado alguno. Y el navío quedó encallado en
la arena.
Los pescadores contemplaron a prudente distancia el
navío intruso. Y, persuadidos de que se trataba de una argucia de los
vikingos, pasaron toda la noche en vigilancia y llamaron en su ayuda a los
príncipes. Al día siguiente llegaron los guerreros pertrechados de sus mejores
armas. Y, sin acercarse excesivamente al navío, deliberaron acerca de las pretensiones de sus invisibles
ocupantes. Algunos se aproximaron y con grandes voces provocaron a combate a
los tripulantes. Ni un rumor respondió a sus desafíos. Y, animándose unos a
otros, los guerreros daneses se lanzaron contra las naves y penetraron en
ellas al abordaje, con feroces gritos de lucha y de victoria. Nadie les hizo
frente. Al pie del mástil encontraron un niño, casi dormido, que dormía
plácidamente. Su edad podría contarse por días. Descansaba sobre una magnífica
alfombra de seda y su cabecita reposaba blandamente sobre unas mieses. Le
rodeaba un magnífico arsenal de armas y un incalculable tesoro en joyas, gemas
y objetos de arte.
Los guerreros contemplaron extasiados la escena. Y
prorrum-pieron en gritos de entusiasmo: «¡Los dioses nos lo han énviado! ¡Es
-un don del cielo! » Tomaron en sus brazos al niño y le llevaron ante el
Consejo de Señores de la ciudad. Y allí fue nombrado rey de Dinamarca, y le
llamaron Skiold, esto es, «escudo», puesto que, mecido entre escudos, le había
traído el mar.
Educado por los guerreros, bien pronto fue Skiold un
gran cazador y un luchador invencible; apenas era un adolescente, cuando en una
cacería venció en desigual combate, cuerpo a cuerpo, a un oso, y sólidamente
atado, lo llevó al palacio, como trofeo de victoria.
Los sajones creyeron que sería fácil dominar un país
regido por un niño, y lo invadieron. Quince años tenía entonces Skiold. Se
puso al frente de sus fieles tropas y se opuso a los extranjeros, que, a los
pocos asaltos, derrotados y desorganizados, comenzaron a ceder terreno. Se
adelantó Skiold sobre su ligero caballo, y desafió al jefe enemigo Skat a
singular combate. Le venció; y a continuación se casó con la lindísima hija de
su rival.
Después de esta victoria, poderoso y respetado, el
reino danés conoció aún muchos años de gloria y justicia bajo la mano generosa
y benigna de Skiold. Cuando llegó el momento de morir, Skiold llamó a sus
nobles cortesanos y les dijo:
-Mi fin ha llegado. Muero contento, porque Dinamarca
es ya fuerte y feliz. Y puesto que el mar me trajo a este país, que sus aguas
lleven ahora mi cuerpo adonde quieran los dioses. Cuando muera, trasladad mi
cadáver al navío de la roja vela cuadrada, que aún permanece varado en una
pequeña bahía. Tended la vela, y que los vientos se lleven el bajel sobre las
olas.
Así lo hicieron los súbditos de Skiold. Cuando expiró,
ciñeron su cabeza con la corona real y en sus manos colocaron la espada nunca
vencida. Y el pueblo acompañó a su rey hasta el navío que le había traído y que
había de llevárselo. Todos lloraban, conmovidos, y todos, pobres y ricos,
llevaban sus ofrendas. Colocaron el cuerpo del soberano junto al mástil y lo
cubrieron de flores y joyas, y «bajo su cabeza, un haz de mieses recién cortadas».
Empujaron el buque hacia el mar. Las olas y los vientos le impulsaron. Y la
niebla le acogió entre sus velos, y poco a poco el bajel de Skiold fue
esfumándose, sombra apenas perceptible que empañaba la limpidez de las brumas.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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