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viernes, 11 de enero de 2013

Skiold, el rey que llegó por el mar

Corrían los años en que la luz del cristianismo no había rasgado aún por completo las brumas nórdicas. Los vi­kingos normandos no habían extendido todavía sus piraterías más allá del Bál­tico y el mar del Norte.
En Dinamarca, los campesinos y los pescadores vivían sometidos a una so­berbia casta de guerreros que, al mis­mo tiempo que protegían las costas da­nesas de los ataques piratas, esclaviza­ban sin piedad a sus moradores y sen­cillos vasallos.
Un día una extraña sombra oscure­ció la nitidez de las brumas que envol­vían el litoral. Poco a poco fue tomando cuerpo, hasta dibujarse de modo per­ceptible, la silueta de un navío que pa­recía llegar del Norte. Lna gran cabeza de,dragón remataba, amenazadora, la proa; una vela cuadrada se hinchaba a impulsos del viento y flameaba su violenta tonalidad roja, a la que res­pondía el casco de cuaderna, también. Y guirnaldas de flores y brillantes es­pejos realzaban el extraño y magnífico aspecto del buque, que, por otra parte, parecía desierto. Se aproximó en silen­cio. No se advertía la presencia de tri­pulación ni ser animado alguno. Y el navío quedó encallado en la arena.
Los pescadores contemplaron a pru­dente distancia el navío intruso. Y, per­suadidos de que se trataba de una ar­gucia de los vikingos, pasaron toda la noche en vigilancia y llamaron en su ayuda a los príncipes. Al día siguien­te llegaron los guerreros pertrechados de sus mejores armas. Y, sin acercar­se excesivamente al navío, deliberaron acerca de las pretensiones de sus invi­sibles ocupantes. Algunos se aproxima­ron y con grandes voces provocaron a combate a los tripulantes. Ni un rumor respondió a sus desafíos. Y, animán­dose unos a otros, los guerreros da­neses se lanzaron contra las naves y penetraron en ellas al abordaje, con feroces gritos de lucha y de victoria. Nadie les hizo frente. Al pie del mástil encontraron un niño, casi dormido, que dormía plácidamente. Su edad podría contarse por días. Descansaba sobre una magnífica alfombra de seda y su cabecita reposaba blandamente sobre unas mieses. Le rodeaba un magnífico arsenal de armas y un incalculable te­soro en joyas, gemas y objetos de arte.
Los guerreros contemplaron exta­siados la escena. Y prorrum-pieron en gritos de entusiasmo: «¡Los dioses nos lo han énviado! ¡Es -un don del cielo! » Tomaron en sus brazos al niño y le llevaron ante el Consejo de Señores de la ciudad. Y allí fue nombrado rey de Dinamarca, y le llamaron Skiold, esto es, «escudo», puesto que, mecido entre escudos, le había traído el mar.
Educado por los guerreros, bien pronto fue Skiold un gran cazador y un luchador invencible; apenas era un adolescente, cuando en una cacería venció en desigual combate, cuerpo a cuerpo, a un oso, y sólidamente atado, lo llevó al palacio, como trofeo de victoria.
Los sajones creyeron que sería fá­cil dominar un país regido por un niño, y lo invadieron. Quince años tenía en­tonces Skiold. Se puso al frente de sus fieles tropas y se opuso a los extran­jeros, que, a los pocos asaltos, derro­tados y desorganizados, comenzaron a ceder terreno. Se adelantó Skiold so­bre su ligero caballo, y desafió al jefe enemigo Skat a singular combate. Le venció; y a continuación se casó con la lindísima hija de su rival.
Después de esta victoria, poderoso y respetado, el reino danés conoció aún muchos años de gloria y justicia bajo la mano generosa y benigna de Skiold. Cuando llegó el momento de morir, Skiold llamó a sus nobles cor­tesanos y les dijo:
-Mi fin ha llegado. Muero conten­to, porque Dinamarca es ya fuerte y feliz. Y puesto que el mar me trajo a este país, que sus aguas lleven ahora mi cuerpo adonde quieran los dioses. Cuando muera, trasladad mi cadáver al navío de la roja vela cuadrada, que aún permanece varado en una pequeña bahía. Tended la vela, y que los vientos se lleven el bajel sobre las olas.
Así lo hicieron los súbditos de Skiold. Cuando expiró, ciñeron su cabe­za con la corona real y en sus manos colocaron la espada nunca vencida. Y el pueblo acompañó a su rey hasta el navío que le había traído y que había de llevárselo. Todos lloraban, conmovidos, y todos, pobres y ricos, llevaban sus ofrendas. Colocaron el cuerpo del soberano junto al mástil y lo cubrieron de flores y joyas, y «bajo su cabeza, un haz de mieses recién cor­tadas». Empujaron el buque hacia el mar. Las olas y los vientos le impul­saron. Y la niebla le acogió entre sus velos, y poco a poco el bajel de Skiold fue esfumándose, sombra apenas per­ceptible que empañaba la limpidez de las brumas.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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