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viernes, 11 de enero de 2013

Ingeborg y hialmar

Hialmar, el héroe descendiente de los Vetars, había hecho un pacto de hermandad con Orrar Oddur, el vikin­go. Juntos se habían presentado al rey de Sigtune, Ané, y le habían prome­tido fidelidad absoluta.
El rey Ané tenía una hija llamada Ingeborg, que amaba en secreto a Hial­mar y se sentía desgraciada porque creía que el héroe no se había fijado en su belleza. Pero se equivocaba, por­que también Hialmar la quería, aunque sin haberle confesado nunca su amor.
En Bolmsé, país cercano a Sigtune, reinaba Ansgrim ci gigante, padre de doce hijos, todos audaces guerreros. El mayor, Hiorvard, había contempla­do una sola vez la belleza de Ingeborg y había quedado prendado de ella de tal manera que, cuando llegó la fiesta del Jul -fiesta de verano- y Ansgrim y sus hijos brindaron con la copa de hidromiel para proponer cada uno de ellos una nueva gesta que añadir a su fama de héroes, Hiorvard declaró que en aquel año conseguiría la mano de la princesa de Sigtune, aunque se opu­sieran a ello el rey y todo el país.
Ansgrim, prudente, recordó a su hijo la presencia en Sigtune de los dos hermanos de armas: Orrar Oddur, el vikingo, y Hialmar, el héroe. Hiorvard aseguró que estaba dispuesto a batirse con quien fuera, y diez de sus doce hermanos bebieron la copa del hidro­miel, y declararon que se pondrían al lado de Hiorvard en cualquier cir­cunstancia y que lucharían en su de­fensa contra todos los guerreros de Sigtune.
Angandyr, el menor de los herma­nos, tenía todavía intacta su copa de hidromiel. El padre, sorprendido, le preguntó si sería lo suficientemente co­barde para no juntarse a sus hermanos en la lucha por la conquista de Inge­borg. Levantóse entonces el menor de los hermanos y declaró que acompañar a su hermano en la lucha contra los de Sigtune le parecía muy poca cosa. Él quería encontrar y conseguir para él la espada Tirfing, cuyo filo estaba envenenado y salía siempre victoriosa en las luchas. Los enanos, enemigos de los dioses del Valhalla, la habían for­jado hacía mucho tiempo. Varios hé­roes la habían poseído y les había da­do memorables victorias. Ahora estaba escondida en las profundidades de la tie­rra y nadie conocía su paradero.
Lo mismo el padre que los once hermanos admiraron el valor de An­gandyr al formular tal promesa, que creían imposible de realizar.
Poco tiempo después, los doce her­manos se dirigieron a Sigtune, donde fueron recibidos en audiencia por el rey, rodeado de todos sus guerreros. Angandyr miró muy atento la espada de todos los presentes, sin poder des­cubrir entre ellas a Tirfing.
Al ofrecerle Ané la copa de hidro­miel, Hiorvard la rehusó, y dijo que no había venido en son de paz ni a beber con él; venía en busca de la princesa Ingeborg, a quien solicitaba como esposa.
Antes de que el rey tuviera tiempo de contestar levantóse Hialmar con tal violencia, que su armadura resonó con estrépito. Se colocó frente al rey y le dijo que él había defendido en todo tiempo las costas de sus Estados, y que las rocas del mar podían dar cuen­ta de los numerosos combates que a sus orillas había ganado. Nunca había pedido una recompensa, porque se sen­tía satisfecho con cumplir la promesa hecha siendo casi un niño de consagrar su vida a la salvación de su país. Ahora se había hecho hombre y no se sentía dispuesto a aguardar solo y sin hogar la llegada de la muerte. También ama­ba a la princesa Ingeborg, y solicitaba su mano.
El viejo rey vaciló. No podía pres­cindir de Hialmar, pero temía también la cólera de los hijos de Ansgrim. No sabiendo como decidir la cuestión, de­cidió llamar a su hija, y que fuera ella quien escogiera entre los dos enamo­rados.
Apareció Ingeborg ante ellos, más bella que nunca. Al saber qué era lo que de ella se esperaba sonrió feliz, y sin temor alguno, y sin vacilar un mo­mento, tendió su mano a Hialmar, de­clarando que hacía mucho tiempo que deseaba ser su esposa.
Hiorvard y sus once hermanos ru­gieron indignados por la afrenta que, según ellos, les infería Hialmar, y le retaron para que acudiera a Samsé a combatir con ellos. Hialmar aceptó el reto.
Los doce gigantes salieron del pala­cio de Ané con el corazón henchido de odio y deseos de venganza. Pero sólo once llegaron a la casa de su padre. Angandyr quedóse por el camino, me­ditando sobre la manera de apoderarse de Tirfing y vengarse de Hialmar.
Vagó por los montes largo tiempo y, cansado por fin de la caminata, se acercó a unas rocas cubiertas de mus­go y se tumbó. Estaba anocheciendo, y quedóse dormido.
Creyó ver en sueños como una luz azul que iluminaba el espacio. En me­dio de esta claridad, Angandyr perci­bió a los enanos que bailaban alre­dedor de un atrio ennegrecido. Entre saltos y risas, entonaban una canción, en que decían que únicamente un guerrero fuerte y valiente y que fuera digno de ello conseguiría encontrar a Tirfing, la espada envenenada.
Cuando desapareció la extraña vi­sión despertó Angandyr y vio a su lado una espada. La cogió sorprendido. Era Tirfing.
Se acercaba la fecha del combate en Samsé. Ingeborg tejía una fuerte coraza de seda para Hialmar, pero un terrible presentimiento la impedía avanzar en su trabajo. Las agujas caían de sus manos, y lloraba amargamente porque, aun confiando en el valor y la audacia de su amado, tenía el con­vencimiento de que moriría en el com­bate.
También Hialmar tenía este presen­timiento. Sólo a Orrar Oddur, que de­bía acompañarle en el combate, había comunicado sus temores.
Llegó el momento de la partida, y los dos amantes, con el corazón lleno de dolor, se despidieron a la orilla del mar. Ingeborg entregó a su prometido un anillo de oro, como prenda de su amor y su fe. Hialmar colocó el anillo en su dedo. Al ver el amor que le tenía la princesa, a quien él adoraba, sintió renacer la confianza y el valor para afrontar el peligro de la espada enve­nenada de Angandyr. El pensamiento de que ella era el premio de su hazaña disipó sus lúgubres presentimintos.
Orrar Oddur y Hialmar llegaron a Samsé y encontraron a los doce herma­rios. Once de ellos se precipitaron sobre Oddur. Hialmar se lanzó contra An­gandyr.
Mientras Orrar se defendía del fiero ataque de los once hermanos, gritó a Hiorvard que eso no era propio de guerreros nobles. Que acudieran a la lucha uno a uno y él daría buena cuenta de todos. Así lo hicieron, y uno tras otro cayeron los once a los fuertes gol­pes de la espada del vikingo.
Terminada la lucha, Orrar volvió en busca de Hialmar. Angandyr yacía muerto y la espada Tirfing estaba a su lado, manchada con la sangre de Hialmar. Éste seguía en pie, pero te­nía en su cara la palidez de la muerte.
Al ver acercarse a su hermano de armas, Hialmar pareció reunir las po­cas fuerzas que le quedaban. Dieciséis heridas desgarraban sus carnes. El ve­neno de Tirfing iba penetrando en su corazón.
Arrancó de su dedo el anillo que le diera Ingeborg al despedirse, y, entre­gándolo a su amigo, le rogó que lo devolviera a su amada, y le dijese que su último pensamiento había sido pa­ra ella.
Orrar dio sepultura a los doce her­manos. Recogió luego a su amigo y le depositó en el fondo de la embarcación. Dirigióse, muy triste, hacia Sigtune. Al llegar, fue a ver a Ingeborg, quien le recibió ansiosamente. Entregó a la princesa el anillo de Hialmar, y le transmitió al mismo tiempo sus últi­mas palabras, que habían sido un dulce recuerdo de amor para ella.
El dolor de Ingeborg fue inmenso. Contempló absorta el anillo, y, de pron­to, al ver las manchas rojas de sangre que en él -había, concibió la idea de ir a reunirse con Hialmar. Aplicó, pues, sus labios sobre la sangre envenenada y la absorbió afanosamente. El veneno se deslizó por sus venas y llegó hasta el corazón.
Tirfing, al dar muerte a Hialmar, había también matado a Ingeborg.
Orrar Oddur trasladó los cuerpos de los dos enamorados y los enterró en Samsé. Cuenta la leyenda que poco tiempo después nacieron junto a la tumba dos abedules frondosos y es­beltos, tan juntos, que sus ramas se entrelazaban, como los brazos de los amantes. Y aun se asegura que en las noches de viento las cimas de los dos árboles, al balancearse, pronuncian dul­cemente los nombres de Ingeborg y Hialmar.

Fuente: Antonio Urrutia

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