Arnigrin era el nombre de un famoso vikingo, que
vivía en la Suecia
meridional. Su casa se encontraba en una región desierta y sin cultivar, pero
poblada de bosques. Esta región se conoce con el nombre de Bolm.
Arnigrim tenía doce hijos. Los doce eran altos, anchos
de pecho y más fuertes de lo habitual. Recorrían aquella zona, desnudas las
piernas, brazos y busto, y se adiestraban en el lanzamiento de la jabalina y
del peso. Sin embargo, su deporte preferido era el dcl tiro al arco. Cuando no
estaban navegando, se ejercitaban en toda clase de juegos violentos a fin de
conservar el vigor y la resistencia de sus músculos.
El mayor de los doce hermanos, Argan el Bravo, era
unos centímetros más alto que los demás. Era también el más ágil y robusto, y
el que mandaba a los otros. Una larga y negra barba cubría sus mejillas,
mientras la cabellera le llegaba a las espaldas. Bajo la camisa de cuero, con
adornos metálicos, se ocultaban músculos poderosos y duros como las mismas
rocas de los promontorios que se erguían cercanos a su casa. Cuando luchaba en
el campo de batalla, su garganta lanzaba formidables gritos que dejaban
estupefacto al enemigo.
La fama de los doce hermanos, sobre todo en cuanto a
su barbarie, había llegado a los más lejanos rincones del país. Quien los veía
no podía dejar de temer por su persona o por sus bienes, y la mayoría de
gentes optaban por huir y esconderse así que recibían noticias de su
proximidad.
Los doce hijos de Arnigrim ululaban con la cabeza
alzada hacia el cielo, como las bestias salvajes, mordían y destrozaban los
bordes de sus escudos, cortaban con sus agudos cuchillos las piedras de granito
de las que hacían saltar chispas de fuego, arrancaban de raíz los más poderosos
árboles y cometían los actos más atroces. Cuando estaban en este estado no
respetaban nada: ni hombres, ni animales, ni objetos. Cualquier cosa podía
hacerse objeto de sus iras, y no solían calmarse hasta la hora del crepúsculo,
cuando la noche comenzaba a extender su manto sobre la tierra, y en ésta se
hacían la paz y el silencio.
Era tal el terror que inspiraban los doce hermanos que
llegó un momento en que ni siquiera encontraban compañeros para sus empresas
guerreras. Esto se debía, en parte, a haberse corrido la noticia de que cierta
vez, en alta mar, fue tal la furia que se apoderó de ellos en un combate que
acabaron por matar instintivamente a sus propios compañeros.
Navegaban los doce hermanos en embarcaciones planas
provistas de largos remos, solos, terribles y mudos. A veces se oía a lo lejos
el eco de sus voces frenéticas, semejantes al rugido de las fieras.
Cierto día de Navidad, cuando los hermanos hablaban de
batallas y rapiñas, Argan exclamó:
-Realmente, soy una especie de hombre salvaje, de dura
barba, voz ronca, cazador de osos y surcador sin descanso de los mares. Me
visto sólo con cueros y metales; me gustan el viento y la lluvia, los gemidos
de los vencidos, el olor de la sangre caliente de los que caen a mis plantas.
Lobos y cuervos son mis únicos amigos. No conozco las maneras refinadas de la
corte, los trajes de seda, las joyas de oro. Si me encontrase a solas con una
mujer no sabría qué decirle. Los que me temen me menosprecian. ¡Pues bien! No
puedo seguir así. Os comunico, queridos hermanos, mi decisión de ir hasta la
ciudad de Upsala. Pienso ir al palacio del rey de Suecia y pedirle para mí la
mano de su hija. Creo que se llama Gunhilda, y es una doncella muy hermosa e
instruida. Si no pierdo la vida en la empresa conseguiré tener por esposa a la
más hermosa de las princesas del Norte.
Sus hermanos le respondieron:
-Iremos contigo y defenderemos tu causa. No hay rey
que, al vernos, se atreva a denegar lo que pidamos. Si vamos contigo no habrá
hombre que se atreva a decirte: «No conseguirás lo que te propones.»
Partieron los doce hermanos hacia Upsala, se
presentaron al rey rodeado por su corte, y Argan hizo la petición matrimonial
con energía e insolencia.
Mientras hablaba pudo darse cuenta de que el rey
cambiaba de color y los presentes bajaban la cabeza como si se sintiesen
culpables de algo. Cuando hubo terminado de hablar, la sorpresa y el miedo se
traslucían en todos los rostros.
Entonces un joven se adelantó: sus modales eran graves
y armoniosos, sus ojos claros y dulces. Se llamaba Hialmar.
-Señor -dijo, este Berseker no ha hecho más que
saquear vuestros pueblos y devastar los campos, asesinar a vuestra gente y
robar vuestro ganado. Se ha reido incluso de vos y os ha tratado como rey de
paja. Yo, Hialmar, que siempre os he servido fielmente, que os he defendido
ante el Consejo del Reino, y he dejado parte de mi sangre en los campos de
batalla, no intentaría jamás haceros la petición que os ha hecho este hombre.
La princesa Gunhilda es digna de un amor más ilustre que el mío. Pero ya que
este Berseker ha osado poner en ella su mirada, y no ha sido echado de aquí a
la primera palabra que ha pronunciado, os ruego deis la mano de vuestra hija a
este vuestro buen servidor antes que a un tal hombre.
El rey contempló a Hialmar con simpatía. Le quería
como al que más de entre los suyos. En su mirada había también piedad, porque
sabía que aquellas palabras podían fácilmente costarle la vida. Se volvió luego
a Argan, y la indecisión y el miedo se apoderaron de su espíritu. Pasaron
unos minutos de cargado silencio antes de la respuesta:
-No puedo contrariar a mi hija en la elección de
esposo. Se casará, pues, con el hombre que ella prefiera.
Gunhilda, que había presenciado toda la escena, se
levantó al oír estas -palabras de su padre. Un velo de tul envolvía sus dorados
cabellos.
-Señor -dijo, mi deseo no era el de abandonaros tan
pronto, pues soy feliz con vuestra bondad. Pero ya que parece que debo tomar
una decisión, os ruego me concedáis por esposo a Hialmar, que es un hombre
amable y de un gran carácter, mientras que a Argan sólo le conozco por su mala
reputación.
El color subió a las mejillas de la princesa, después
de decir estas palabras, pues ya hacía tiempo que, en secreto, Hialmar era el
adorado de su corazón.
Argan arrugó el entrecejo. Sus ojos se ensombrecieron
como un cielo de tempestad.
-No se precisan más palabras -replicó Argan. Acabo de
tomar una firme decisión.
Y, dirigiéndose a Hialmar, añadió:
-Escucha atentamente, Hialmar, lo que voy a decirte.
El primer día del equinoccio de verano dirigiré mi embarcación a la isla de
Samsoe. Allí te esperaré. Si no vienes serás considerado como un cobarde
embustero por todas las personas de honor.
-De acuerdo -respondió Hialmar; el áncora de mi
embarcación morderá las arenas de la isla. Puedes estar seguro de que no habrá
playa que esté lo bastante lejos para vencer el deseo que siento de encontrarme
contigo.
Argan y sus hermanos, después de estas palabras de
Hialmar, regresaron a su hogar.
Cuando llegó el equinoccio de verano, Argan colocó
los remos en la embarcación y preparó las velas.
-Iremos a Samsoe para que Hialmar no pueda salir con
vida de la isla si comete la imprudencia de presentarse. Cuando él haya
muerto, la viuda Gunhilda tendrá que contraer nuevas nupcias conmigo.
Arnigrim, su padre, que tenía una gran experiencia
sobre toda clase de peligros, le dio algunos consejos :
-Cuelga de tu cintura mi espada Turfing, la vieja compañera de mis luchas. Fue forjada por los
enanos en las cavernas profundas de la montaña, y su hoja, mojada en la sangre
venenosa de un dragón. Has de saber una cosa, hijo mío: esta espada posee una
virtud mágica. Cada vez que se desenfunda es señal segura de muerte para algún
hombre.
Argan tomó la espada entre sus manos y respondió:
-Tengo más confianza en mi brazo que en las esperanzas
de encantamiento. Sin embargo, padre mío, os aseguro que vuestra espada ha de
romper la cabeza de Hialmar, con o sin encantamien-tos, ya que éste es vuestro
deseo.
Al mismo tiempo que esto sucedía en la casa de Argan,
Hialmar se preparaba para emprender el peligroso viaje a la isla de Samsoe.
Antes de la partida, la princesa le hizo llamar a su
presencia y le dijo:
-Hialmar, mi corazón os corresponde y os prometo que
no ha de obedecer a nadie más sino a vos. Tomad el anillo que os ofrezco. Seré
la mujer más feliz si vuelvo a verlo en vuestro dedo. Si no es así, os aseguro
que he de morir de pena.
Hialmar, al tiempo que colocaba el anillo en su dedo,
le respondió:
-Haré los imposibles para guardar mi vida. Confiad en
mí.
Hialmar partió hacia la isla en compañía de su
hermano Orvar-Odd y un grupo de hombres escogidos. En dos embarcaciones se
dirigieron a Samsoe.
Así que llegaron a la isla, desembarcaron y se
internaron en ella para encontrar a Argan, que suponían los debía haber
precedido.
Mientras se alejaban, Argan y sus hermanos entraron en
la cala de Samsoe y vieron las embarcaciones de Hialmar amarradas entre los
juncos y cargadas de guerreros.
El furor de los Bersekers estalló con terrible
violencia, y todos se precipitaron sobre sus adversarios dando terribles
alaridos.
Los hombres de Hialmar, dignos y valientes, ni huyeron
ni dieron un solo grito en petición de auxilio. Cada uno de ellos se batió y
murió en su puesto. Su sangre enrojeció el agua y sus cuerpos fueron
arrastrados por las olas.
Los Bersekers, después, de esta primera victoria,
corrieron a través de la isla, y llenaron los bosques con el eco de sus feroces
gritos.
Hialmar y Orvar-Odd volvían al lugar en que habían
dejado a sus compañeros, cuando desde un pequeño promontorio pudieron
distinguir las embarcaciones vacías, los cadáveres arrastrados por las olas y a
los Bersekers gritando y blandiendo sus espadas ensangren-tadas. Hialmar dijo
entonces con tristeza a su hermano:
-Esta noche seremos huéspedes de Odín.
Odd le miró con sorpresa y descontento, y le
respondió :
-¿A qué viene tan fúnebre oración? ¿No hay alguien
suspirando por tu regreso? Créeme,Hialmar; los doce hermanos se sentarán esta
noche a la mesa de Odín sin nuestra compañía.
Hialmar sacudió la cabeza como para alejar sus
sombríos pensamientos, y con el ánimo más recuperado dijo:
-Uno de nosotros atacará a los once hermanos, mientras
el otro se enfrentará a Argan que vale, él sólo, más que todos sus hermanos
juntos. ¿Qué prefieres?
-Yo me enfrentaré con Argan -respondió Odd. Veo que
lleva la famosa espada encantada Turfing,
que forjaron los enanos de la montaña y que fue bañada en la sangre venenosa de
un dragón. Tu cota de acero no te defendería de ella; pero mi camisa de seda,
por el contrario, es un arma más poderosa contra los maleficios.
-No -replicó Hialmar. Ya que he sido yo quien ha
provocado esta lucha y el que te he traído, es justo que sea el que me enfrente
a Argan. Además, antes de la partida, he prometido a Gunhilda hacer algo más
que el ser tu simple sombra. Aunque la espada de Argan esté encantada, te aseguro
que la mía no ha de caer bajo ella.
Todavía discutían cuando vieron aparecer a los doce
hermanos. Argan iba delante. Turfing
brillaba, empuñada por su mano derecha como un rayo de sol.
Los doce hermanos se detuvieron a algunos pasos de
ellos, y el mayor, dirigiéndose a Hialmar y Odd, les dijo:
-Conocemos bien vuestro valor y sabemos el mérito de
los rivales con que vamos a enfrentarnos. Sin embargo, os espera una terrible
tarea: somos doce y bien armados. Obremos, pues, como personas que saben
razonar y no menospreciemos al que cae. Convengamos, si os place, que el
vencedor no se ha de apropiar de las armas del muerto y que respetará su
cadáver tratándolo con los honores que merece. Si muero en la lucha, quiero
que Turfing sea colocada junto a mi
cadáver bajo el montón de piedras que lo cubran. Los supervivientes darán, con
admirable respeto, sepultura a los vencidos.
Todos se comprometieron a hacer lo que acababa de
proponer Argan. Inmediatamente después, unos y otros se lanzaron al ataque:
Hialmar contra Argan; Orvar-Odd contra los once hermanos restantes.
Odd no era muy alto, pero tenía una musculatura de
acero y una gran sangre fría que le ahorraba el esfuerzo de dar golpes
inútiles.
Uno tras otro fue haciendo caer a los once hermanos.
Cuando hubo acabado no tenía más que ligerísimas heridas.
Se acercó entonces a Argan y Hialmar. Inmediatamente
vio al primero tendido en tierra: los puños crispados, los ojos dilatados y una
gran herida en el pecho.
Hialmar, a gran distancia, estaba sentado en un banco
de hierba.
Odd le tocó suavemente en el hombro y le dijo:
-Amigo, no pareces demasiado contento. ¡Qué gran
combate debes haber librado!
Hialmar entreabrió los ojos, sonrió a su hermano y
respondió con voz débil:
-Turfing me
ha atravesado el corazón con su hoja bañada en la sangre del dragón. Pronto
dejaré de existir. Pero antes, querido Odd, escúchame: el anillo que ves en mi
dedo lo recibí de mi señora Gunhilda, que al dármelo pronunció estas palabras:
«Si vuelvo a verlo en vuestro dedo viviré y seré la mujer más feliz de la
tierra. Si no es así, os aseguro que he de morir de pena.» No lo saques pues de
mi dedo. Lleva mi cuerpo a Upsala para mostrarlo a Gunhilda y ruégale que no
muera por mí que he muerto por ella, para darle la vida. Dile, también, que la
última palabra que ha estado en mis labios ha sido su nombre.
Hizo un esfuerzo para besar el anillo y expiró.
Odd juntó los cuerpos de los doce hermanos, uno al
lado del otro, y dejó a cada uno sus armas, al mismo tiempo que colocaba sobre
el pecho de Argan la espada Turfing,
cuyo brillo había desaparecido como el del sol cuando se oculta tras las negras
nubes.
Elevó sobre el cadáver de Argan un majestuoso túmulo
que los pájaros de presa rozaron con sus alas mientras trazaban en el cielo
sus rápidos círculos.
Una vez hubo cumplido con este deber, según la palabra
empeñada antes del combate, Orvar-Odd bajó a la ribera y cargó entre los
brazos el cuerpo de Hialmar. Lo colocó en la cubierta de una de las embarcaciones
con la cabeza vuelta hacia el nordeste y, maniobrando hábilmente las velas,
emprendió lentamente la ruta de Suecia.
Llegó a Upsala un atardecer. En el castillo del rey se
celebraba una gran fiesta, pero a ella no asistía la princesa Gunhilda. Sola en
sus habitaciones, meditaba tristemente con la cabeza vuelta hacia el mar.
Odd atravesó el palacio con el cuerpo de su amigo.
Entró en la habitación de la princesa y depositó el cuerpo de su hermano en el
suelo, a los pies de Gunhilda.
-Princesa -dijo, aquí tenéis a Hialmar, vuestro futuro
esposo, que ha muerto por defenderos. El anillo de oro que sus labios ya fríos
han besado, está aún en su dedo, a fin de que vos no muráis de pena como le
prometisteis. He aquí la prenda de su fe y de su voluntad. El último nombre,
la última palabra que ha estado en sus labios, ha sido el vuestro. Y yo he venido
para. deciros precisamente todo esto, tal como él me lo pidió.
Gunhilda se puso en pie con rigidez, para desfallecer
inmediata-mente y caer envuelta entre sus bellos y dorados cabellos. Su
corazón se había roto.
Los enterraron juntos en Upsala, bajo el mismo túmulo
de piedras.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
No hay comentarios:
Publicar un comentario