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viernes, 11 de enero de 2013

El poema de beowulf

En una mañana de otoño en que las brumas comenzaban a deshacerse sobre las aguas grises del país de Gotlandia, una embarcación abandonaba la costa sur de aquella tierra, donde habitaba la ilustre estirpe guerrera de los gealas, que era una de las facciones vikingas extendidas en la época por todas las costas del norte, ávidos siempre de aventuras.
La barca iba tripulada por quince hombres que empuñaban largos remos, y con alegres voces se animaban unos a otros en la carrera. El viento, cosa rara en aquella estación del año, en que comienzan a sentirse los primeros fríos, se había calmado y no bastaba para hinchar la vela de la nave. La bar­ca tomó cl rumbo que cae perpendicu­lar sobre el curso del sol y se alejó rápi­damente de la orilla. Su cuadrada vela se agitaba, con un extraño oleaje de mar de fondo, aunque, como ya se ha ha dicho, no se registraba un solo soplo de viento.
En la popa había un asiento adorna­do con figuras de monstruos y bestias marinas talladas en madera. En él iba sentado el timonel. Debajo del asiento había un pequeño hueco donde se guar­daban las provisiones de los navegan­tes. Junto a la borda y apilados entre los remos se hallaban los escudos de los guerreros. La barca tenía en la proa un tosco mascarón esculpido en la ma­dera y que representaba un dragón con las fauces abiertas. La embarcación es­taba pintada de rojo muy vivo, que se diferenciaba del tono grisáceo, de acero bruñido, del mar.
Los guerreros, calzados con toscas sandalias de cuero, llevaban el cuerpo también cubierto con una cota de cuero que les abrigaba el pecho y la cintura. En el centro de la nave, como para equi­librar su peso, estaban depositadas las largas lanzas y hachas de combate de aquellos guerreros.
El aspecto de los hombres infundía temor: su corpulencia habría sido te­mible en cualquier batalla. Sobre sus hombros caían largos cabellos lacios, de un rubio mortecino. El cabello de algunos era rojizo como el fuego de una fragua, e igualmente lo eran sus barbas y poblados mostachos. En sus cascos figuraban poderosas cornamen­tas de buey o de reno, que simboliza­ban la fuerza y la divinidad del genio de las batallas. Los cascos eran de bron­ce y los coseletes iban reforzados con placas del mismo metal. También eran de bronce las hojas de las lanzas y es­padas, así como algunas hachas. Pero éstas eran en su mayor parte de piedra pulida, con mango de madera, y lleva­ban esculpidos dibujos de seres huma­nos y animales.
El jefe de aquellos hombres aventa­jaba a sus compañeros en estatura y también en corpulencia. Como ellos era igualmente rubio. Pero su rostro tenía algo de señorial que denotaba a un hombre de estirpe superior. En sus ojos azules había por turno un matiz de ferocidad y de nobleza. Sus armas superaban en adornos y riqueza a las de sus hombres, como correspondía a su jerarquía, pues era hijo del rey es­candinavo Eghteow y sobrino del prín­cipe Hygelac, rey de los gealas.
Este apuesto y noble jefe de la em­barcación se llamaba Beowulf el gue­rrero. Apenas contaba veinte años, pero, a pesar de su juventud, era ya célebre por sus hazañas. Sus mismos enemigos le elogiaban llamándole Beowulf, el que vale por treinta. Y en verdad, su vigor y su inteligencia eran extraordinarios.
La nave, impulsada por los remos, siguió avanzando. Pero al encontrarse a cuatro o cinco millas de la costa em­pezó a soplar la brisa y los tripulantes pudieron aprovecharla disponiendo la vela cuadrada. Hecho esto con el cui­dado necesario se entregaron al des­canso en los mismos bancos en que ha­bían estado remando hasta aquel mo­mento.
Y comenzó entre ellos el siguiente y animado diálogo:
-Muy contentos estáis ahora -dijo uno de ellos. Pero ya veremos si des­pués pués de llegar a nuestro destino mani­festáis la misma alegría.
-¿Por qué no? -replicó otro de los tripulantes.
-Porque de la aventura que nos aguarda difícilmente conseguiremos sa­lir con vida.
-¡Silencio! -ordenó el príncipe. No debéis hablar antes de tiempo ni asustaros sin motivo. Hemos salido de otros grandes peligros y no creo que éste sea mayor que los pasados otras veces. Según creo los cortesanos del rey Hrotgar han exagerado bastante el pe­ligro en que se encuentran o no han tenido el valor necesario para hacer frente al peligro que los amenaza.
-Se dice que el monstruo es real­mente excepcional, invencible...
Beowulf sonrió, pero no dijo nada. Sabía que podía contar con sus hom­bres aunque de vez en cuando se que­jasen. Cuando llegaba el momento del peligro se adelantaban a él como ver­daderos y valientes leones.
Cuando hubieron charlado, los com­pañeros de armas y viaje comieron y durmieron la siesta.
Beowulf comió en la proporción que por su rango y fortaleza física le corres­pondía. Pero en lugar de entregarse al sueño, como había hecho el resto de la tripulación, excepto los que estaban de guardia, después de comer siguió sen­tado en su sitio, tomó la barra del ti­món y prosiguió vigilando el mar, mien­tras ordenaba al timonel que también él se entregase al descanso reparador.
Beowulf fijó los ojos en un punto muerto del horizonte, del que ascen­dían hacia el cielo nubarrones roji­zos con silueta de monstruos. Era la dirección en que la nave se dirigía, y allí a lo lejos parecía aguardarle el peligro en forma de una bestia de cola larguísima, con las garras abier­tas. ¿Quién sería el extraño monstruo que tan atemorizado tenía al rey Hrot­gar y a sus hombres? ¿Qué forma ten­dría aquel ser al que llamaban devo­rador de hombres?
Beowulf podía sentir curiosidad, pero no miedo, y ya ardía su pecho con la impaciencia de acometer la empresa.
De pronto advirtió que uno de sus hombres, casi tan alto y corpulento como él, llamado Breka, estaba des­pierto y también miraba el mar. Tenía fija la vista en unos delfines que jugueteaban por encima de las alas, y Beowulf le preguntó:
-¿Qué te parece, Breka, la agili­dad de estos animales? ¿Serías ca­paz de aventajarlos a nado?
-A los delfines, no. Pero a ti, sí -respondió Breka, mirando al jefe a los ojos con la sinceridad de un amigo.
Beowulf se echó a reír y acercándose a él le dio una palmada en la espal­da que habría tumbado a cualquier otro guerrero que no fuera vikingo. Para Breka aquello era una especie de caricia.
-Eres testarudo, compañero. ¿De verdad crees que me aventajarías na­dando?
-Estoy convencido de ello sistió Breka.
Entonces Beowulf levantó su voz, que podía dominar el fragor de la tempestad, y dijo:
-¡Muchachos! Breka ha vuelto a desafiarme a nadar. Esto no me pare­ce tolerable. Ahora mismo vamos a desvestirnos y a arrojarnos al agua. Vosotros arriad las velas y manteneos al pairo.
Se dirigió luego a Breka y le dijo:
-Breka: ¿ves aquella punta de tierra hacia el oeste? Tú y yo nos diri­giremos allí. Haremos una carrera de ida y vuelta y el que primero regrese a la nave habrá vencido. ¿Te atreves?
Breka hizo una señal afirmativa con la cabeza. No era fácil que aque­llas hombres retrocediesen.
A continuación, ambos héroes se desvistieron. Exhibieron su magnífica musculatura, y sin tardar más se arro­jaron al agua.
Beowulf pasó por debajo de la qui­lla de la nave y fue a situarse junto a su competidor que le estaba aguar­dando.
La punta de tierra que servía de meta se hallaba a gran distancia, casi perdida entre la bruma. El mar estaba en calma, aunque comenzaba a picarse un poco. Sin embargo, aquello no turbaba a nuestros valientes luchado­res, y partieron a una señal dada, tras haberse colocado uno junto al otro.
Sus poderosos músculos les per­mitían avanzar como dos delfines hienden las olas anunciando la bo­rrasca. Por espacio de muchas bra­zas ninguno de los dos adversarios consiguió adelantar a su contra-rio. Pero de pronto Beowulf comenzó a avanzar a Breka a pesar de los deses­perados esfuerzos de éste para impe­dirlo.
En ese instante, un enorme delfín dejó ver sus aletas fuera del agua. Avanzaba en la misma dirección que los dos hombres y a corta distancia de Beowulf, que nadaba muy aprisa. Al ver tan cerca de sí al cetáceo redo­blaron las fuerzas del príncipe, que se dirigió hacia el animal intentando agarrarlo por la cola. El animal, dán­dose cuenta de que era perseguido, se sumergió varias veces y volvió a salir. Beowulf hizo lo mismo para no perderlo de vista y al fin logró aga­rrarlo en un verdadero alarde de ra­pidez.
El hombre había nadado tan apri­sa como el ser de las aguas. Estaba cogido a su presa con ambas manos y el delfín, sumergién-dose, le llevó a las vastas profundidades marinas.
Breka, temiendo por la vida de su señor, buceó también, tratando de ver hasta dónde le había arrastrado el ce­táceo, pero no consiguió distinguir su silueta, perdida entre las aguas ver­dosas del fondo.
Por fin Beowulf salió otra vez a la superficie. Tenía el rostro enrojeci­do por el esfuerzo, pero sonreía triun­fante. El delfín estaba medio asfixia­do entre sus poderosos brazos.
Beowulf nadaba a tal velocidad que había adelantado a su compañe­ro en muchos cuerpos, y, no querien­do humillarle en exceso, nadaba en zig­zag alrededor de él; de lo contrario le habría precedido en varios minutos al llegar a la meta.
De pronto, el príncipe volvió a su­mergirse, y salió de nuevo al cabo de poco tiempo llevando un enorme pez espada, que también había captu­rado con la tenaza de sus brazos ro­bustos. Cuando lo tuvo medio asfixia­do, lo soltó también.
Breka sentía cada vez más admi­ración por su señor, y al mismo tiem­po un poco de envidia y despecho por la derrota.
De pronto, Beowulf desapareció nuevamente bajo las aguas. Pero esta vez su fiel guerrero que le seguía notó que tardaba demasiado en salir. Y Breka decidió bucear él también. Estaba junto a la punta de tierra que se habían asignado como meta de ida, y exploraba las oquedades de la roca con la vista, para ver si podía distinguir a su señor, cuando quedó aterrado ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos: Beowulf había que­dado prisionero entre los tentáculos de un enorme pulpo y luchaba vigo­rosamente por desasirse. Breka, que aún se encontraba a cierta distancia, sentía no haber traído consigo ni cu­chillo ni espada para defender a su compañero de armas. Y nadó con to­das sus fuerzas hacia el lugar donde el otro se encontraba luchando. Ya estaba muy cerca de él, cuando Beo­wulf, en un supremo y prodigioso es­fuerzo, se desprendió del mortal abra­zo del pulpo. Entonces le arrancó uno tras otro todos sus tentáculos y lo inutilizó por completo.
El monstruo, que desprendía un río de sangre negra, fue a perderse en los abismos.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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