En una mañana de otoño en que las brumas comenzaban a
deshacerse sobre las aguas grises del país de Gotlandia, una embarcación
abandonaba la costa sur de aquella tierra, donde habitaba la ilustre estirpe
guerrera de los gealas, que era una
de las facciones vikingas extendidas en la época por todas las costas del
norte, ávidos siempre de aventuras.
La barca iba tripulada por quince hombres que
empuñaban largos remos, y con alegres voces se animaban unos a otros en la carrera.
El viento, cosa rara en aquella estación del año, en que comienzan a sentirse
los primeros fríos, se había calmado y no bastaba para hinchar la vela de la
nave. La barca tomó cl rumbo que cae perpendicular sobre el curso del sol y
se alejó rápidamente de la orilla. Su cuadrada vela se agitaba, con un extraño
oleaje de mar de fondo, aunque, como ya se ha ha dicho, no se registraba un
solo soplo de viento.
En la popa había un asiento adornado con figuras de
monstruos y bestias marinas talladas en madera. En él iba sentado el timonel.
Debajo del asiento había un pequeño hueco donde se guardaban las provisiones
de los navegantes. Junto a la borda y apilados entre los remos se hallaban los
escudos de los guerreros. La barca tenía en la proa un tosco mascarón esculpido
en la madera y que representaba un dragón con las fauces abiertas. La
embarcación estaba pintada de rojo muy vivo, que se diferenciaba del tono
grisáceo, de acero bruñido, del mar.
Los guerreros, calzados con toscas sandalias de cuero,
llevaban el cuerpo también cubierto con una cota de cuero que les abrigaba el
pecho y la cintura. En el centro de la nave, como para equilibrar su peso,
estaban depositadas las largas lanzas y hachas de combate de aquellos
guerreros.
El aspecto de los hombres infundía temor: su
corpulencia habría sido temible en cualquier batalla. Sobre sus hombros caían
largos cabellos lacios, de un rubio mortecino. El cabello de algunos era rojizo
como el fuego de una fragua, e igualmente lo eran sus barbas y poblados mostachos.
En sus cascos figuraban poderosas cornamentas de buey o de reno, que simbolizaban
la fuerza y la divinidad del genio de las batallas. Los cascos eran de bronce
y los coseletes iban reforzados con placas del mismo metal. También eran de
bronce las hojas de las lanzas y espadas, así como algunas hachas. Pero éstas
eran en su mayor parte de piedra pulida, con mango de madera, y llevaban
esculpidos dibujos de seres humanos y animales.
El jefe de aquellos hombres aventajaba a sus
compañeros en estatura y también en corpulencia. Como ellos era igualmente
rubio. Pero su rostro tenía algo de señorial que denotaba a un hombre de
estirpe superior. En sus ojos azules había por turno un matiz de ferocidad y de
nobleza. Sus armas superaban en adornos y riqueza a las de sus hombres, como
correspondía a su jerarquía, pues era hijo del rey escandinavo Eghteow y
sobrino del príncipe Hygelac, rey de los gealas.
Este apuesto y noble jefe de la embarcación se
llamaba Beowulf el guerrero. Apenas contaba veinte años, pero, a pesar de su
juventud, era ya célebre por sus hazañas. Sus mismos enemigos le elogiaban
llamándole Beowulf, el que vale por treinta. Y en verdad, su vigor y su
inteligencia eran extraordinarios.
La nave, impulsada por los remos, siguió avanzando.
Pero al encontrarse a cuatro o cinco millas de la costa empezó a soplar la
brisa y los tripulantes pudieron aprovecharla disponiendo la vela cuadrada.
Hecho esto con el cuidado necesario se entregaron al descanso en los mismos
bancos en que habían estado remando hasta aquel momento.
Y comenzó entre ellos el siguiente y animado diálogo:
-Muy contentos estáis ahora -dijo uno de ellos. Pero
ya veremos si después pués de llegar a nuestro destino manifestáis la misma
alegría.
-¿Por qué no? -replicó otro de los tripulantes.
-Porque de la aventura que nos aguarda difícilmente
conseguiremos salir con vida.
-¡Silencio! -ordenó el príncipe. No debéis hablar
antes de tiempo ni asustaros sin motivo. Hemos salido de otros grandes peligros
y no creo que éste sea mayor que los pasados otras veces. Según creo los
cortesanos del rey Hrotgar han exagerado bastante el peligro en que se
encuentran o no han tenido el valor necesario para hacer frente al peligro que
los amenaza.
-Se dice que el monstruo es realmente excepcional,
invencible...
Beowulf sonrió, pero no dijo nada. Sabía que podía
contar con sus hombres aunque de vez en cuando se quejasen. Cuando llegaba el
momento del peligro se adelantaban a él como verdaderos y valientes leones.
Cuando hubieron charlado, los compañeros de armas y
viaje comieron y durmieron la siesta.
Beowulf comió en la proporción que por su rango y
fortaleza física le correspondía. Pero en lugar de entregarse al sueño, como
había hecho el resto de la tripulación, excepto los que estaban de guardia,
después de comer siguió sentado en su sitio, tomó la barra del timón y
prosiguió vigilando el mar, mientras ordenaba al timonel que también él se
entregase al descanso reparador.
Beowulf fijó los ojos en un punto muerto del horizonte,
del que ascendían hacia el cielo nubarrones rojizos con silueta de monstruos.
Era la dirección en que la nave se dirigía, y allí a lo lejos parecía
aguardarle el peligro en forma de una bestia de cola larguísima, con las garras
abiertas. ¿Quién sería el extraño monstruo que tan atemorizado tenía al rey
Hrotgar y a sus hombres? ¿Qué forma tendría aquel ser al que llamaban devorador
de hombres?
Beowulf podía sentir curiosidad, pero no miedo, y ya
ardía su pecho con la impaciencia de acometer la empresa.
De pronto advirtió que uno de sus hombres, casi tan
alto y corpulento como él, llamado Breka, estaba despierto y también miraba el
mar. Tenía fija la vista en unos delfines que jugueteaban por encima de las
alas, y Beowulf le preguntó:
-¿Qué te parece, Breka, la agilidad de estos
animales? ¿Serías capaz de aventajarlos a nado?
-A los delfines, no. Pero a ti, sí -respondió Breka,
mirando al jefe a los ojos con la sinceridad de un amigo.
Beowulf se echó a reír y acercándose a él le dio una
palmada en la espalda que habría tumbado a cualquier otro guerrero que no
fuera vikingo. Para Breka aquello era una especie de caricia.
-Eres testarudo, compañero. ¿De verdad crees que me
aventajarías nadando?
-Estoy convencido de ello sistió Breka.
Entonces Beowulf levantó su voz, que podía dominar el
fragor de la tempestad, y dijo:
-¡Muchachos! Breka ha vuelto a desafiarme a nadar.
Esto no me parece tolerable. Ahora mismo vamos a desvestirnos y a arrojarnos
al agua. Vosotros arriad las velas y manteneos al pairo.
Se dirigió luego a Breka y le dijo:
-Breka: ¿ves aquella punta de tierra hacia el oeste?
Tú y yo nos dirigiremos allí. Haremos una carrera de ida y vuelta y el que
primero regrese a la nave habrá vencido. ¿Te atreves?
Breka hizo una señal afirmativa con la cabeza. No era
fácil que aquellas hombres retrocediesen.
A continuación, ambos héroes se desvistieron.
Exhibieron su magnífica musculatura, y sin tardar más se arrojaron al agua.
Beowulf pasó por debajo de la quilla de la nave y fue
a situarse junto a su competidor que le estaba aguardando.
La punta de tierra que servía de meta se hallaba a
gran distancia, casi perdida entre la bruma. El mar estaba en calma, aunque
comenzaba a picarse un poco. Sin embargo, aquello no turbaba a nuestros
valientes luchadores, y partieron a una señal dada, tras haberse colocado uno
junto al otro.
Sus poderosos músculos les permitían avanzar como dos
delfines hienden las olas anunciando la borrasca. Por espacio de muchas brazas
ninguno de los dos adversarios consiguió adelantar a su contra-rio. Pero de
pronto Beowulf comenzó a avanzar a Breka a pesar de los desesperados esfuerzos
de éste para impedirlo.
En ese instante, un enorme delfín dejó ver sus aletas
fuera del agua. Avanzaba en la misma dirección que los dos hombres y a corta
distancia de Beowulf, que nadaba muy aprisa. Al ver tan cerca de sí al cetáceo
redoblaron las fuerzas del príncipe, que se dirigió hacia el animal intentando
agarrarlo por la cola. El animal, dándose cuenta de que era perseguido, se
sumergió varias veces y volvió a salir. Beowulf hizo lo mismo para no perderlo
de vista y al fin logró agarrarlo en un verdadero alarde de rapidez.
El hombre había nadado tan aprisa como el ser de las
aguas. Estaba cogido a su presa con ambas manos y el delfín, sumergién-dose, le
llevó a las vastas profundidades marinas.
Breka, temiendo por la vida de su señor, buceó
también, tratando de ver hasta dónde le había arrastrado el cetáceo, pero no
consiguió distinguir su silueta, perdida entre las aguas verdosas del fondo.
Por fin Beowulf salió otra vez a la superficie. Tenía
el rostro enrojecido por el esfuerzo, pero sonreía triunfante. El delfín
estaba medio asfixiado entre sus poderosos brazos.
Beowulf nadaba a tal velocidad que había adelantado a
su compañero en muchos cuerpos, y, no queriendo humillarle en exceso, nadaba
en zigzag alrededor de él; de lo contrario le habría precedido en varios
minutos al llegar a la meta.
De pronto, el príncipe volvió a sumergirse, y salió
de nuevo al cabo de poco tiempo llevando un enorme pez espada, que también
había capturado con la tenaza de sus brazos robustos. Cuando lo tuvo medio
asfixiado, lo soltó también.
Breka sentía cada vez más admiración por su señor, y
al mismo tiempo un poco de envidia y despecho por la derrota.
De pronto, Beowulf desapareció nuevamente bajo las
aguas. Pero esta vez su fiel guerrero que le seguía notó que tardaba demasiado
en salir. Y Breka decidió bucear él también. Estaba junto a la punta de tierra
que se habían asignado como meta de ida, y exploraba las oquedades de la roca
con la vista, para ver si podía distinguir a su señor, cuando quedó aterrado
ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos: Beowulf había quedado
prisionero entre los tentáculos de un enorme pulpo y luchaba vigorosamente por
desasirse. Breka, que aún se encontraba a cierta distancia, sentía no haber
traído consigo ni cuchillo ni espada para defender a su compañero de armas. Y
nadó con todas sus fuerzas hacia el lugar donde el otro se encontraba
luchando. Ya estaba muy cerca de él, cuando Beowulf, en un supremo y
prodigioso esfuerzo, se desprendió del mortal abrazo del pulpo. Entonces le
arrancó uno tras otro todos sus tentáculos y lo inutilizó por completo.
El monstruo, que desprendía un río de sangre negra,
fue a perderse en los abismos.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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