Nunca un héroe llegó a tan avanzada edad como el viejo
Sterdoker. De él se contaba que vio la luz no en el mundo de los hombres, sino
en las misteriosas regiones del Oriente, habitadas por los gigantes, y que
nació con tres pares de brazos y tres pares de piernas. Tor, el dios de la
guerra, celoso de su fuerza, le arrancó dos pares de brazos y de piernas, y le
dio así apariencia humana. Pero Sterdoker conservó su alma bravía y su gran
estatura, que le permitió abatir a los guerreros reputados de invencibles.
Como los vikingos de corazón indomable, Sterdoker
surcó los mares durante mucho tiempo, recorrió los lejanos continentes y
dirigió las más aventuradas empresas. Llegó por fin, con la vejez, el deseo de
un bien ganado reposo. Desembarcó en tierra de Dinamarca y se presentó en la
corte del rey Frode.
-Rey -le dijo, soy Sterdoker; dame un pedazo de tierra
de tu país y la gobernaré como un buen vasallo.
-No tengo tierra bastante para contentar a Sterdoker
-contestó el rey hacernos frente. Mañana, a la hora del alba, te esperaremos en
el llano de Roliung; el paraje es tranquilo y seguro.
Hroar, al oírlos, disimulaba su aprensión y afectaba
alegría.
-Reíd, daneses; comed y bebed a gusto. Mañana, a la
hora del alba, en el llano de Roliung, os espera una gran sorpresa y un gran
disgusto, porque no iré solo.
Los hermanos le trataron de bravucón, y Hroar,
mirando a su gentil esposa, sentía disminuir su esperanza y en su corazón
aumen-taba la tristeza.
Pero a mitad de la fiesta, Sterdoker entró en la sala;
con pasos tardos se abrió camino entre las mesas; separó brutalmente a quienes
le estorbaban el paso y respondió a las quejas con golpes e insultos. De esta
manera llegó hasta la mesa de honor y se sentó junto a Helga sin decir palabra
ni saludar a nadie.
Muchos reprimieron su cólera al reconocerle, pero los
nueve hermanos se levantaron a un tiempo y empezaron a atacarle con palabras
groseras y ademanes feroces.
Sterdoker se volvió a ellos:
-Me parece que oigo ladrar los perros. ¡Eh! Tratad de
sujetar mejor esa lengua.
Aslak gritó:
-¿Quién es este viejo loco, este vagabundo grosero,
este mendigo? ¿Qué hace entre la gente de bien, en medio de la noble compañía?
¿No merece un castigo el miserable por tamaña imprudencia?
Sterdoker escupió al suelo y dijo:
-¿Cuántos sois vosotros? Nueve hermanos, me dicen,
todos muchachos poderosos e intrépidos. Francamente, es una lástima que vuestra
madre no haya tenido más hijos, porque hubiera combatido con los otros tan a
gusto como con los que están aquí.
Aslak y sus hermanos comprendieron entonces que
tenían delante al guerrero del que había hablado Hroar, y volvieron a sentarse
en silencio, inquietos y pensativos por lo que acababan de oír.
Por la noche, los recién casados fueron conducidos a
su cámara nupcial. Sterdoker los acompañó entre el séquito hasta el umbral.
Ambos jóvenes le preguntaron dónde quería pasar la noche. Sin contestar, Sterdoker
cerró la puerta detrás de Hroar y Helga; luego sacó la espada, la clavó en la
pared fijándola como una tranca ante la puerta, y, hecho esto, tendió el manto
en el suelo, se acostó encima y se durmió al momento.
Al día siguiente despertó Hroar, abrió la ventana y,
al ver que aún era de noche, volvió a acostarse y se durmió profundamente.
A las primeras luces del alba ya estaba Sterdoker de
pie, esperando que le llamase Hroar; pero como transcurría el tiempo y no se
percibía el menor ruido en la cámara nupcial, entreabrió la puerta y vio a
los esposos dormidos. Movió la cabeza con indignación y disgusto y por fin se
dijo para sus adentros:
«¿Para qué turbar su reposo? Sterdoker no despertará
a quien no se despierta a la hora de actuar ni sufrirá que se crea que tiene
miedo de acudir solo a la cita.»
Sterdoker salió del palacio. El aire helado de la
mañana azotó su rostro y agitó su larga barba. Una nevada copiosa cubría la
tierra y borraba las cosas. El llano de Roliung se extendía a roca di5tanria
de la ciudld, a los pies de una colina. Hasta el horizonte no se veía sino el
espacio blanco y desierto. Y pensando en las mofas que en la víspera habían
sugerido su edad, y el aspecto que le daban sus achaques, se echó a reír.
«¡Qué necios son los jóvenes de hoy día! Uno se muere
de sueño después de una noche de bodas, y los otros, espantados sin duda por
el frío de la madrugada, no se atreven a salir de casa. Merecen una dura
lección.»
Entonces se desnudó por completo, como lo habría hecho
en pleno verano con un calor sofocante, y se sentó en la nieve de cara al
Norte, después de tender su manto escarlata sobre unas matas que viera de
lejos.
Aslak y sus hermanos llegaron por la parte opuesta,
escoltados por algunos servidores y, en espera de sus enemigos, buscaron un
lugar resguardado del viento en la otra vertiente de la colina y encendieron
fuego para calentar sus miembros entumecidos. Pero como el tiempo pasaba, Aslak
llamó a uno de sus compañeros y le dijo:
-Sube a lo alto de la colina y, si ves a alguien,
corre a advertirnos. Ve en seguida. ¡Corre!
El enviado subió a la cima y bajó en seguida diciendo:
-He visto un extraño espectáculo: un viejo sentado en
la nieve bajo el cierzo; está desnudo y lleva la cabeza descubierta; a su lado
hay un manto tendido. Es un loco o un enfermo abandonado. ¿Qué interés puede
ofrecernos? Dejemos que muera a su gusto.
Pero los hermanos no le escucharon. Acercándose,
reconocieron a Sterdoker y se quedaron estupefactos. Le rodearon y le dijeron:
-Viejo, has venido sólo por jactancia y vanagloria.
Nos repugna abusar de nuestra superioridad en número. Queremos pelear de uno en
uno y no todos juntos.
Sterdoker se levantó y, después de vestirse, replicó.
-Como perros habéis ladrado contra mí. Yo pego a la
jauría cuando ladra.
Al oír este insulto los hermanos desenvainaron las
armas y, formando alrededor del viejo vikingo una muralla de escudos erizados
de espadas, le acometieron profiriendo gritos terribles.
Jamás se vio un combate más cruel. Sterdoker hacía
girar la espada y repartía mandobles por todos lados. ¡Qué admirable valor!
Escudos rotos, cascos hundidos, cotas arrancadas; se abrían en los pechos rojas
heridas; la sangre salpicaba la nieve de encarnado rocío. Pronto quedaron
tendidos seis cadáveres uno al lado del otro.
El viejo Sterdoker no estaba herido. Retrocedió para
tomar aliento; pero los tres supervivientes le acometieron como fieras; la espada
Skun cortaba los hombros, partía los cráneos, rompía las sólidas corazas. Sólo
quedaba Aslak en pie ante el anciano, y ambos seguían luchando, animados de un
furor renovado a cada golpe.
Aslak recibe por fin un mandoble descargado con toda
la fuerza, que le parte en dos hasta la cintura; pero, casi al mismo tiempo,
Sterdoker vacila y cae; le mana la sangre por diecisiete heridas y, apelando a
sus últimas fuerzas, puede llegar a una roca sobre la que se acuesta, rendido,
ciego y sin aliento.
Pasó por allí un hombre con un carro. Era un joven
campesino de noble aspecto, que, al ver a Sterdoker, saltó a tierra, le enjugó
la sangre y con la nieve le limpió las heridas. Luego le reanimó con un
fuerte licor, le subió al carro y lentamente regresó al castillo del rey-
Ingiald.
Cuando Hroar y Helga se despertaron, ya estaba
avanzado el día y en vano preguntaron por Sterdoker.
-¡Desgraciado de mí -exclamó Hroar, que he dormido en
vez de combatir! ¿Cómo me presentaré a Sterdoker cuando vuelva, si sale victorioso?
Y si muere, ¿cómo seré juzgado?
-Esposo mío -le contestó Helga, contigo o sin ti
triunfará; puede derrotar a un ejército entero. Pero vendrá enfurecido,
llenándote de baldones e impaciente por castigar al que olvidó en el sueño un
deber sagrado. Créeme, no llores y guárdate de mostrar un corazón pusilánime.
Recíbele con valentía, y arrostra su mirada sin turbarte y empuñando la
espada; porque el viejo Sterdoker aprecia los valientes tanto como odia a los.
cobardes.
Grande era, en efecto, el furor de Sterdoker. En el
patio del castillo saltó del carro y se dirigió a la cámara de Helga, cuya
puerta derribó de un puntapié. Hroar cogió su espada y, cuando el viejo se
arrojó contra él, le dio un golpe que resbaló en el casco y le rasgó la oreja.
Pero mientras ganaba terreno, Helga se apoderó del escudo y protegió a
Sterdoker; tan violento fue el segundo golpe de Hroar, que la espada rompió el
escudo en dos pedazos y se clavó medio palmo en tierra.
-¡Albricias! -exclamó Sterdoker. Veo que no eres cobarde
y que tu brazo es fuerte. Estoy seguro de que allí hubieras trabajado bien.
Helga es tuya: la has conquistado.
Cuando Sterdoker llegó a la extrema vejez, empezó a
lamentarse con vehemencia:
-¡Ay de mí! ¿Habré de morir como un hombre de humilde
linaje? ¿No habrá una espada bastante afilada para mandarme a la mesa del
banquete de Odín? ¡Me espera una muerte sin gloria; el guerrero quedará
confundido para siempre con los mercaderes y los porque-rizos!
Había perdido Sterdoker parte de su fuerza, pero
gozaba tal fama de gloria y de poderío, que nadie se hubiera atrevido a
atacarle o a provocar su cólera.
Entonces Sterdoker decidió alejarse de las tierras
donde podía sorprenderle una muerte tan injusta. Un día colgó a su cuello todo
el oro que tenía, se puso bajo el brazo dos espadas y, encorvado sobre las
muletas, partió al azar. De país en país, de ciudad en ciudad, fue al
encuentro de algún camorrista que le diese la muerte tan deseada; desafió a
los extraños, maltrató a los amigos, infundió miedo y piedad a un tiempo, y no
halló otra cosa que atenciones y veneración. Pero no consiguió lo que
buscaba.
Al atravesar un día el llano de Roliung Sterdoker vio
venir un mancebo, que volvía de cazar con gran séquito de criados, de caballos
y de perros, ocupando todo lo ancho del camino y levantando polvo.
Sterdoker, que caminaba penosamente con sus muletas, no dio señales de querer
ceder el paso, de modo que el señor, llamó a dos de sus criados y les dijo:
-¡Qué atrevido es ese mendigo! No se apartaría por su
gusto. Echadle encima los caballos para asustarle y que nos deje libre el
camino.
Obedecieron los criados, pero Sterdoker manejó las
muletas con tal fuerza, que los dos jinetes fueron derribados y cayeron al
suelo sin sentido.
Maravillado, el cazador se adelantó diciendo:
-¿Cómo te llamas, tú que luchas con tal ardor y haces
más con la madera que otros con el hierro?
-Soy demasiado viejo -contestó Sterdoker- y tú
demasiado joven para que tengamos la suerte de conocernos. Entre tus abuelos,
alguno habrá oído pronunciar el nombre de Sterdoker.
-Ilustre Sterdoker, no hay hombre de corazón a quien
no sea familiar tu nombre desde la infancia. Hader, hijo de Hlennes, te ofrece
salud y homenaje.
-¿Qué estás diciendo, joven? ¿No has dicho que Hlennes
era tu padre? Entonces, hace un momento estaba equivocado; porque si es cierto
que veo tu rostro por vez primera, el de Hlennes lo llevo grabado en la
memoria. En otro tiempo tu padre fue mi amigo; te le pareces en todos los
rasgos, y muy apagados han de estar mis ojos para no haberte reconocido al
momento.
Y añadió:
-En nuestra última entrevista, tu padre tenía el
cráneo hasta las cejas, y mi espada Skun
se había hundido tan profundamente, que para desprenderla tuve que poner el pie
sobre su frente.
Hader palideció.
-Calla, viejo, no me hagas olvidar que tus cabellos
son blancos.
-Tu sangre habla -dijo Sterdoker; la dignidad no está
en ti muerta del todo. Eso me gusta y también me gusta que un joven trate
cortésmente a un guerrero venerable y enfermo. Por eso, yo, Sterdoker, que
nunca solicitaba nada de nadie, te pido una gracia: hace tiempo deseo el fin
de mi enojosa vejez, y nadie quiere ayudarme; tú eres mi única esperanza. Si
sientes alguna admiración por el viejo Sterdoker, dame la muerte que deseo;
piensa que harás justicia a tu padre y cumplirás con tu deber de hijo.
Descolgó el saquito que llevaba al cuello y que contenía
el oro y se lo dio, diciendo:
-Ésta es mi herencia. Es para ti, en pago y recompensa
de tu buena obra.
Hader contestó gravemente:
-Cúmplase tu deseo. No puedo oponerme a tu voluntad.
El joven se apeó del caballo y sacó la espada de la vaina,
pero Sterdoker le detuvo:
-Si hay algún hierro capaz de matar a Sterdoker es Skun, mi buena hoja. Cógela con mano
firme y cuando incline la cabeza, descárgala sobre la nuca. No tiembles ni des
el golpe demasiado flojo, porque se trata de separar la cabeza del tronco.
Quiero enseñarte un secreto mágico cuyo valor he probado: si, cuando me hayas
decapitado, puedes saltar entre el tronco y la cabeza antes de su caída, tus
huesos y tu carne adquirirán tal dureza y resistencia, que nunca penetrará en
ellos el hierro; serás invulnerable, insensible, preparado para un gran
destino. ¡Ahora, date prisa, Hader, hijo de Hlennes!
Y tal como había prometido, Sterdoker inclinó la
cabeza y presentó la nuca descubierta. Hader levantó la pesada arma y la dejó
caer con todas sus fuerzas.
La cabeza de Sterdoker rodó por la hierba. Pero Hader
no saltó entre la cabeza y el tronco; no saltó porque sospechaba que el héroe
había ideado aplastarle al morir bajo el peso de su enorme cuerpo.
Muy cerca de allí, en el mismo llano de Roliung, bajo
un túmulo elevado, se dio sepultura al viejo Sterdoker. Hader cogió el oro,
tomó Skun, la noble espada, y, reuniendo a sus compañeros, prosiguió el camino.
Había cumplido los deseos del héroe.
Dicen que al pasar por el puente de Roliung, la espada
de Sterdoker se escapó de la vaina y cayó al río, al agua profunda y
tranquila.
También se dice que en las noches de luna la espada Skun luce de un modo extraño en el
fondo del agua. Pero los que han intentado cogerla, no han sacado más que arena
y algas.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
No hay comentarios:
Publicar un comentario