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viernes, 11 de enero de 2013

La lucha con grendel

A todo esto habia llegado el mo­mento de que todos los que no per­tenecían al séquito de Beowulf aban­donasen la sala. Los esclavos, teme­rosos de encontrarse allí cuando lle­gase el monstruo, retiraron presuro­sos los servicios de la mesa, pues de­seaban refugiarse cuanto antes en un lugar menos peligroso que aquél. Tal era el miedo a Grendel.
La mayor parte de los guerreros daneses se separaban entris-tecidos de aquellos simpáticos jóvenes vikingos, de los que no esperaban encontrar al día siguiente más que unas huellas ensangrentadas y unos cadáveres des­pedazados.
Cuando hubieron salido y los hom­bres se vieron a solas con Beowulf, se reunieron alrededor de su jefe para pedirle instrucciones.
-¿Dejarernos las luces encendidas o apagadas, señor?
-Dejad encendida al menos una, para que no tenga que luchar a os­curas. Si las dejamos todas, podría fácilmente haber un incendio, porque no es fácil prever lo que va a suce­der aquí.
-¿Y después?
-Os echaréis a dormir en esos bancos y yo solo me enfrentaré al monstruo. No tengáis miedo a nada ni os preocupéis por mí.
-Pero señor...
-He dado mis órdenes. ¿Quién protesta? Quiero probar fortuna. En principio pienso, además, luchar úni­camente con mis manos. Pero no os preocupéis. A tiempo estaréis de des­pertaros, porque, aunque me compro­meto a vencer, no me comprometo a no hacer ruido. Y si Grendel tiene bue­na voz le haré cantar.
-Pero nosotros...
-Vosotros dormiréis.
-Imposible dormir, señor, mien­tras vos estáis de guardia.
-Ya hemos hablado bastante -di­jo Beowulf. Os aprecio. Pero ahora a dormir. Y si os despierta el ruido os prohíbo moveros, a menos que veáis claramente que llevo las de perder. Apagad ya todas las antorchas menos la del fondo de la sala: quiero verle la cara a Grendel cuando aparezca.
Los guerreros obedecieron, y cuan­do la sala quedó bañada en una pe­numbra siniestra, en que todo se dis­tinguía clara pero tristemente, se dis­pusieron a esperar, ya que no a dor­mir. Pero el banquete, el espléndido festín. del rey Hrotgar, los había trai­cionado: estaban saturados de cerve­za y no pudieron impedir que el sueño los venciese. Al cabo de pocos minu­tos, Beowulf estaba rodeado por un verdadero coro de ronquidos. Beowulf sonrió y movió la cabeza. No se lo tendría en cuenta a sus hombres. Él mismo tenía que luchar con los efec­tos de la bebida, y se habría dormido sin duda alguna si Grendel hubiese tardado demasiado. Durante la espe­ra, que a él se le antojó interminable, el sueño producía sus efectos, y nues­tro héroe comenzaba a dar cabezadas cuando le llamó la atención un gru­ñido que había resonado a lo lejos, tras la puerta, junto a la que estaba encendida la antorcha. Entonces Beo­wulf se irguió en su asiento y se puso en pie. Sus ojos adquirieron ese brillo duro y aguzado que adquirían en los grandes peligros y su pecho se dilató como si respirase una bo­canada de aire fresco. La proximidad del peligro parecía rejuvenecer sus pulmones, y de no reprimirlo por as­tucia habría dado un alarido de en­tusiasmo, a la vieja usanza vikinga. Después movió las principales arti­culaciones de su cuerpo, y se preparó para el combate. Le preocupaba pen­sar que sus compañeros se desperta­sen y no pudiesen contener sus im­pulsos de venir en su ayuda. A conti­nuación fijó su mirada en la puerta de la sala.
La gran hoja de madera se abrió de un golpe, como impulsada por vi­gorosa coz, y resonó al mismo tiempo un rugido espantoso. Grendel hizo su aparición iluminado por la débil luz de la antorcha. Aquella semioscu­ridad le hacía aún de más terrible aspecto. De momento, su cabeza se le antojó a Beowulf la de un bisonte. Pero después vio que tenía un befo prolongado, como el de los lobos, y del que sobresalían unos horribles colmillos.
El monstruo no había visto aún al guerrero, plantado a pocos pasos de él, y recorría con sus ojos los bancos de la sala, donde estaban dormidos los hombres. De su garganta salió un gruñido de satisfacción y se relamió con su lengua sanguinolenta. Luego hizo ademán de acercarse a uno de los que dormían: era el valiente ti­monel Hrolf. Si el príncipe no hu­biese estado allí, Grendel le habría despedazado, pillándole como estaba, completamente dormido boca arriba. En su mano derecha estaba aún su copa, que el hombre se había llevado a su banco como compañera insepa­rable.
Beowulf dio un salto y se interpu­so en su caminó. Sin más preparativos le asestó un terrible puñetazo en la cabeza, el primero, y tan fuerte que habría derribado a un buey. Grendel se volvió furioso y trató de ahogar al héroe entre sus brazos. Pero Beo­wulf, tan fuerte como ágil, esquivaba siempre el abrazo mortal, mientras el monstruo no tenía bastante ligereza para esquivar los terribles puñetazos que como espeso granizo le asestaba el héroe en todas partes, especialmen­te en la cabeza y en el pecho. Grendel comenzó a tambalearse. Beowulf gi­raba en torno del monstruo cuidando bien de evitar el ser cogido por una de sus garras. Si el monstruo no lle­gaba a caer nunca atontado, Beowulf tendría que aceptar al fin el peligro­sísimo cuerpo a cuerpo. Pero procu­raría hacerlo cuando las fuerzas de su adversario estuviesen muy debili­tadas.
Grendel, enloquecido por el dolor de los puñetazos, perdió toda pruden­cia, y como desconocía la lucha, pues hasta entonces nunca había tenido que luchar, sino limitarse a despeda­zar a sus víctimas atrapadas a man­salva, se agitaba desordenadamente de un lado para otro. Pronto quedó casi ciego, pues Beowulf le había inutili­zado un ojo de un puñetazo y el otro estaba impedido por la abundante sangre que caía de una ceja partida.
Cuando el valerosísimo vikingo creyó llegado el momento oportuno asió a la fiera de un brazo y tiró de ella hacia atrás con gran fuerza. El brazo del monstruo quedó dislocado. A todo esto los hombres se habían despertado, incorporándose en sus bancos, y, como veían que Beowulf no tenía ninguna herida y continuaba más agil y fuerte que nunca, obedecie­ron sus órdenes y no intervinieron.
De pronto, sin embargo, se pusie­ron todos en pie sin querer dar cré­dito a lo que veían sus ojos: Beowulf, después de dislocar por completo el brazo a Grendel, se lo había arran­cado de cuajo, llevándose en pos del miembro largas tiras de piel velluda y manchada de sangre.
Grendel quedó inanimado por un momento. Parecía a punto de desplo­marse, pero lo impidió su extraordi­nario vigor. Después, tambaleándose y rugiendo de dolor, el monstruo co­menzó a retirarse en dirección a la puerta.
Nadie se explicaba que Beowulf no hubiese querido aniquilarlo totalmen­te. Tal vez el héroe esperaba que de­jase una pista sangrienta con que se­guirle hasta su morada y descubrir algún otro misterio.
Cuando el monstruo hubo huido, Beowulf levantó la peluda pata en­sangrentada, que quedaba en el suelo como trofeo de victoria, y lanzó una carcajada de triunfo. Sus compañeros no pudieron contenerse más tiempo: corrieron hacia su jefe y le abrazaron. La excitación les impidió volver a con­ciliar el sueño durante gran parte de la noche. Pero Beowulf fue el primero en dar ejemplo y se tendió a descan­sar, pues la tarea había sido ruda y el héroe sentíase muy fatigado. Se dirigió al banco que le estaba reser­vado, cubierto con una velluda piel de oso, y a los pocos instantes se que­dó profunda-mente dormido.
El resto de la noche transcurrió sin ningún incidente. Amaneció, y, al asomar el sol por el horizonte, los vi­kingos, abandonando sus improvisa­dos lechos, se dispusieron a salir para anunciar la buena nueva. Apenas hu­bieron asomado a la puerta de Heorot vieron venir hacia ellos un puñado de guerreros daneses que corrían a in­quirir noticias. Aquellos hombres acu­dían con el temor de recibir las más desagradables y terribles noticias. Pero pronto dedujeron por los rostros ale­gres de los hombres de Beowulf que todo había marchado a pedir de boca. Aunque aún fue mayor su asombro cuando apareció el mismo Beowulf, que ya se había despertado y llevaba el sangriento trofeo, el brazo de Gren­del. Los hombres de Hrotgar admira­ron las enormes uñas y la poderosa musculatura de aquel miembro, del que se deducía fácilmente el vigor de quien lo había poseído.
No tardó la noticia en llegar a oídos del rey, que llamó a Beowulf a su presencia y dijo:
-El monarca de la Gloria obra maravillas. El héroe enviado por Dios nos ha librado de una horrible pe­sadilla.
Se celebraron numerosas fiestas y banquetes nocturnos.
Sintiendo pereza de regresar a sus castillos después de estos banquetes, los guerreros comenzaron de nuevo a quedarse dormidos en la gran sala.
Así pasó algún tiempo.

Fuente: Antonio Urrutia

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