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viernes, 11 de enero de 2013

El castillo de heorot se viste de luto

El rey hrotgar, hijo de healfdne reinaba felizmente sobre los daneses. Inmensos eran su poder y sus rique­zas. Pero no debía durar mucho tiem­po la alegría de sus súbditos.
Al subir al trono Hrotgar había querido construir un sólido y hermoso alcázar, donde había una espléndida sala de armas para reunirse en ella con sus guerreros y dar alegres fiestas.
A este efecto llamó a su reino a los mejores artífices y no tardó en dis­poner de un magnífico castillo al que llamó Heorot, y que era de proporcio­nes colosales.
En Heorot habría podido encon­trar albergue todo un ejército. Junto a la gran sala se alineaban las depen­dencias de servicio, para que sus gue­rreros fuesen convenientemente aten­didos. A lo largo de las paredes había varios bancos que en caso necesario servían de divanes o camas que se co­locaban junto a las mesas de ban­quete, a la usanza de los países del sur; los divanes estaban cubiertos de magníficas pieles de oso, y las pare­des de la sala, adornadas con trofeos de caza. Como en Dinamarca hace mu­cho frío las ventanas eran estrechas y estaban muy a menudo cerradas, por lo cual los banquetes se servían a la luz de las antorchas, que esparcían por la espaciosa pieza su claridad ro­jiza. La humareda de las antorchas se aglomeraba en el alto techo, y cuan­do estaban allí reunidos todos los cor­tesanos de Hrotgar el ambiente estaba caliente con los vapores del humo y del ardiente vino.
Se vivía una vida sencilla en los tiempos buenos del rey Hrotgar, y él, junto a su esposa, presidía los ban­quetes.
Se ignoraban los refinamientos de la cocina, y la base de la alimentación consistía en carnes asadas. Se senta­ban a la mesa alrededor de un buey entero y a los servidores se les ofre­cía un ternero, y se bebía la negra cerveza en enormes copas de cuerno que se vaciaban de un solo trago sin respirar siquiera.
Mientras duraba el banquete y el regocijo, los trovadores entonaban baladas en que se referían las haza­ñas de los héroes de otros tiempos. Las rudas estrofas excitaban el ánimo de los convidados, que se ponían en pie a menudo para proferir gritos de entusiasmo, interrumpiendo la recita­ción.
Los años transcurrían rápidos en medio de aquella existencia patriarcal y ruda. Hacía tiempo que Dinamarca vivía en paz. No era atacada por nin­guno de sus vecinos, ni el reino tam­poco ambicionaba los dominios aje­nos. Las espadas de los buenos gue­rreros de Hrotgar comenzaban a oxi­darse y a añorar los tiempos en que, como buenos vikingos, recorrían las costas en busca de conquistas y aven­turas.
Cierta noche, en que se dio un festín que se había prolongado más que de costumbre, gran parte de los invitados quedáronse dormidos sobre los lechos cubiertos de pieles junto a las mesas.
Era ya una hora muy avanzada de la noche y todos dormían apacible­mente, cuando se oyó en medio de la oscuridad un grito de agonía, seguido de un rugido espantoso. La mayor parte de los guerreros que dormían se incorporaron sobresaltados en sus le­chos; pero la oscuridad era completa, pues hacía largo rato que se habían apagado las antorchas, y no fue posi­ble ver lo que ocurría. Algunos dieron voces y preguntaron, pero nadie res­pondió. Otros advirtieron, con gran sorpresa, que pasaba ante sus ojos, sumergida en la penumbra, una silue­ta gigantesca y deforme que no pudie­ron identificar.
Muchos de aquellos guerreros, no sabiendo si era sueño o realidad, pero inclinándose mejor a creer en lo pri­mero, continuaron durmiendo una vez hubo pasado el primer sobresalto. Pero los demás se levantaron y co­menzaron a pasear nerviosos por la sala. Uno, al fin, encendió una yesca con la que logró prender fuego a una de las antorchas humeantes. Y enton­ces lanzó un grito de horror: en el suelo se veía un rastro de sangre que se dirigía a la puerta de salida. Si­guiéndolo en sentido inverso llegaron los guerreros a uno de los bancos, donde vieron la piel que lo cubría manchada también de sangre.
Tras un intercambio de impresio­nes, llegaron a una conclusión: al­guien había sido arrebatado violenta­mente durante el sueño por una fuer­za desconocida. De momento no re­cordaban el nombre del guerrero que pudo haberse acostado allí. Con la escasa luz de la antorcha, y el horror de las tinieblas, todo era confusión.
Cuando las primeras luces del alba comenzaron a penetrar por los estre­chos y alargados ventanales de Heo­rot se hizo también la luz en la mente de los hombres y echaron de menos a uno de los guerreros más valerosos que el rey tenía. Se llamaba Tjorld y era él sin duda quien había desapare­cido aquella misma noche, lanzando el grito de agonía y dejando un rastro de sangre.
Nadie podía explicarse cómo ha­bía podido ocurrir tan horrible suce­so. ¿Quién era el enemigo que de tal manera y a traición los atacaba? Sin duda sus fuerzas debían de ser colo­sales, porque nadie, a no ser un gi­gante, podía raptar a un guerrero cor­pulento como si se tratase de un niño.
A pesar del terror de aquella no­che no por eso se interrumpieron las reuniones nocturnas en el palacio del rey, si bien entonces, a pesar del vino y de la numerosa concurrencia, había desaparecido la alegría del rostro de los paladines. Al acostarse, los gue­rreros encargaron a sus esclavos que tuviesen cuidado de mantener las lu­ces encendidas toda la noche. Algunos se abstuvieron de beber todo lo que el cuerpo les pedía, para poder aguar­dar despiertos la llegada del miste­rioso enemigo. Y en efecto, a la hora acostumbrada (cuando hicieron esta guardia habían desaparecido dos hom­bres más) vieron penetrar en la sala de Heorot un ser extraordinario, mez­cla de león y de oso, cuya vista los dejó helados de terror.
El monstruo era de estatura gigan­tesca y tenía el cuerpo cubierto de espesa pelambrera rojiza. En su ros­tro se reflejaba la expresión de cruel­dad más inaudita y bestial que hasta entonces había visto ninguno de aque­llos hombres habituados a las violen­cias del campo de batalla. Tenía los ojos inyectados en sangre y una enor­me boca abierta dejaba ver dientes agudos, amarillentos, de un color re­pugnante. Las orejas, puntiagudas, se asemejaban a las de los lobos, y mi­raba a todos los reunidos en la sala con un leve gruñido que expresaba satisfacción.
Entre todos los guerreros, que tem­blaban a pesar de estar armados de pies a cabeza, se destacó uno, el me­nos cobarde, que acometió a la fiera con la lanza en ristre y logró asestarle una lanzada. Pero el monstruo no dio muestras de haber sido herido; le arrancó la lanza de la mano y la par­tió en dos pedazos; después, rugiendo de una manera espantosa, se arrojó sobre el guerrero y se lo llevó a ras­tras, asiéndole con sus dos enormes garras, con las que podía agarrar como los monos.
Ninguno de los guerreros osó mo­verse para acudir en ayuda de su com­pañero. Todos se sentían acobarda­dos, paralizados por un terror inex­plicable. No era la primera vez que oían gritos de angustia y veían derra­mar sangre; pero la presencia del monstruo parecía haberlos transfor­mado, como si además de tener impe­rio sobre sus fuerzas físicas, lo tuvie­ra también sobre su voluntad.
Después de esta horrible escena pasaron varios días muy tristes y sin que ninguno de aquellos paladines se atreviera a volver a Heorot. Parecía que el palacio del rey estaba maldito, y nadie se aventuraba a volver a pasar allí la noche. Por fin, avergonzados de su timidez, se reunieron en un nuevo banquete. El monstruo, al que llama­ban Grendel, llevaba varios días sin aparecer en el castillo. Pero aquella noche, cuando estuvieron de nuevo reunidos, volvió a hacer su aparición y se llevó a un nuevo guerrero.
El castillo quedó definitivamente abandonado. Un misterioso lazo de fa­talidad parecía unir sus piedras con la persona del odioso Grendel. Ni si­quiera se atrevían los hombres a en­trar en el castillo de Heorot en pleno día, y cuando se ponía el sol no queda­ba alma viviente entre aquellas vetus­tas piedras.
Mientras tanto el tiempo transcu­rría y Hrotgar no sabía qué hacer para luchar contra aquella adversidad que amenazaba con arruinar su pres­tigio en el reino.
Al comenzar a producirse aquellos sangrientos hechos el rey Hrotgar ha­bía tenido la esperanza de que sus guerreros, a la larga, acabasen por descubrir la manera de deshacerse de Grendel. Prometió, para que se sintie­sen más animados, una crecida recom­pensa al guerrero o grupo de guerre­ros que consiguiesen acabar con el monstruo. Pero los más valerosos, que se habían concertado para aguar­darlo en un laberinto de rocas que se encontraba junto al mar, fueron a su vez sorprendidos por la astuta fiera, que los atacó por separado y les dio así la muerte.
La terrible amenaza pesaba como una maldición demoniaca sobre el al­cázar de Heorot. Nadie se atrevía a en­frentarse con Grendel.
No hallando guerreros con que saciar su sed de sangre, Grendel volvió sus feroces ataques contra pastores y esclavos. El rey tuvo que encerrarse con sus vasallos y sus rebaños en una fortaleza apartada, no lejos del gran castillo, que se reservaba para los mo­mentos de peligro cuando podían ser atacados por algún pueblo vecino o aventurero.
El país parecía estar amenazado por un terrible ejército: un solo ser tenía en jaque a los poderosos guerre­ros daneses, hijos y nietos de los te­rribles vikingos.

Fuente: Antonio Urrutia

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