El rey hrotgar, hijo de healfdne reinaba felizmente
sobre los daneses. Inmensos eran su poder y sus riquezas. Pero no debía durar
mucho tiempo la alegría de sus súbditos.
Al subir al trono Hrotgar había querido construir un
sólido y hermoso alcázar, donde había una espléndida sala de armas para
reunirse en ella con sus guerreros y dar alegres fiestas.
A este efecto llamó a su reino a los mejores artífices
y no tardó en disponer de un magnífico castillo al que llamó Heorot, y que era
de proporciones colosales.
En Heorot habría podido encontrar albergue todo un
ejército. Junto a la gran sala se alineaban las dependencias de servicio, para
que sus guerreros fuesen convenientemente atendidos. A lo largo de las
paredes había varios bancos que en caso necesario servían de divanes o camas
que se colocaban junto a las mesas de banquete, a la usanza de los países del
sur; los divanes estaban cubiertos de magníficas pieles de oso, y las paredes
de la sala, adornadas con trofeos de caza. Como en Dinamarca hace mucho frío
las ventanas eran estrechas y estaban muy a menudo cerradas, por lo cual los
banquetes se servían a la luz de las antorchas, que esparcían por la espaciosa
pieza su claridad rojiza. La humareda de las antorchas se aglomeraba en el
alto techo, y cuando estaban allí reunidos todos los cortesanos de Hrotgar el
ambiente estaba caliente con los vapores del humo y del ardiente vino.
Se vivía una vida sencilla en los tiempos buenos del
rey Hrotgar, y él, junto a su esposa, presidía los banquetes.
Se ignoraban los refinamientos de la cocina, y la base
de la alimentación consistía en carnes asadas. Se sentaban a la mesa alrededor
de un buey entero y a los servidores se les ofrecía un ternero, y se bebía la
negra cerveza en enormes copas de cuerno que se vaciaban de un solo trago sin
respirar siquiera.
Mientras duraba el banquete y el regocijo, los
trovadores entonaban baladas en que se referían las hazañas de los héroes de
otros tiempos. Las rudas estrofas excitaban el ánimo de los convidados, que se
ponían en pie a menudo para proferir gritos de entusiasmo, interrumpiendo la
recitación.
Los años transcurrían rápidos en medio de aquella
existencia patriarcal y ruda. Hacía tiempo que Dinamarca vivía en paz. No era
atacada por ninguno de sus vecinos, ni el reino tampoco ambicionaba los
dominios ajenos. Las espadas de los buenos guerreros de Hrotgar comenzaban a
oxidarse y a añorar los tiempos en que, como buenos vikingos, recorrían las
costas en busca de conquistas y aventuras.
Cierta noche, en que se dio un festín que se había
prolongado más que de costumbre, gran parte de los invitados quedáronse
dormidos sobre los lechos cubiertos de pieles junto a las mesas.
Era ya una hora muy avanzada de la noche y todos
dormían apaciblemente, cuando se oyó en medio de la oscuridad un grito de
agonía, seguido de un rugido espantoso. La mayor parte de los guerreros que
dormían se incorporaron sobresaltados en sus lechos; pero la oscuridad era
completa, pues hacía largo rato que se habían apagado las antorchas, y no fue
posible ver lo que ocurría. Algunos dieron voces y preguntaron, pero nadie respondió.
Otros advirtieron, con gran sorpresa, que pasaba ante sus ojos, sumergida en la
penumbra, una silueta gigantesca y deforme que no pudieron identificar.
Muchos de aquellos guerreros, no sabiendo si era sueño
o realidad, pero inclinándose mejor a creer en lo primero, continuaron
durmiendo una vez hubo pasado el primer sobresalto. Pero los demás se levantaron
y comenzaron a pasear nerviosos por la sala. Uno, al fin, encendió una yesca
con la que logró prender fuego a una de las antorchas humeantes. Y entonces
lanzó un grito de horror: en el suelo se veía un rastro de sangre que se
dirigía a la puerta de salida. Siguiéndolo en sentido inverso llegaron los
guerreros a uno de los bancos, donde vieron la piel que lo cubría manchada
también de sangre.
Tras un intercambio de impresiones, llegaron a una
conclusión: alguien había sido arrebatado violentamente durante el sueño por
una fuerza desconocida. De momento no recordaban el nombre del guerrero que
pudo haberse acostado allí. Con la escasa luz de la antorcha, y el horror de
las tinieblas, todo era confusión.
Cuando las primeras luces del alba comenzaron a
penetrar por los estrechos y alargados ventanales de Heorot se hizo también
la luz en la mente de los hombres y echaron de menos a uno de los guerreros más
valerosos que el rey tenía. Se llamaba Tjorld y era él sin duda quien había
desaparecido aquella misma noche, lanzando el grito de agonía y dejando un
rastro de sangre.
Nadie podía explicarse cómo había podido ocurrir tan
horrible suceso. ¿Quién era el enemigo que de tal manera y a traición los
atacaba? Sin duda sus fuerzas debían de ser colosales, porque nadie, a no ser
un gigante, podía raptar a un guerrero corpulento como si se tratase de un
niño.
A pesar del terror de aquella noche no por eso se
interrumpieron las reuniones nocturnas en el palacio del rey, si bien entonces,
a pesar del vino y de la numerosa concurrencia, había desaparecido la alegría
del rostro de los paladines. Al acostarse, los guerreros encargaron a sus
esclavos que tuviesen cuidado de mantener las luces encendidas toda la noche.
Algunos se abstuvieron de beber todo lo que el cuerpo les pedía, para poder
aguardar despiertos la llegada del misterioso enemigo. Y en efecto, a la hora
acostumbrada (cuando hicieron esta guardia habían desaparecido dos hombres
más) vieron penetrar en la sala de Heorot un ser extraordinario, mezcla de
león y de oso, cuya vista los dejó helados de terror.
El monstruo era de estatura gigantesca y tenía el
cuerpo cubierto de espesa pelambrera rojiza. En su rostro se reflejaba la
expresión de crueldad más inaudita y bestial que hasta entonces había visto
ninguno de aquellos hombres habituados a las violencias del campo de batalla.
Tenía los ojos inyectados en sangre y una enorme boca abierta dejaba ver
dientes agudos, amarillentos, de un color repugnante. Las orejas, puntiagudas,
se asemejaban a las de los lobos, y miraba a todos los reunidos en la sala con
un leve gruñido que expresaba satisfacción.
Entre todos los guerreros, que temblaban a pesar de
estar armados de pies a cabeza, se destacó uno, el menos cobarde, que acometió
a la fiera con la lanza en ristre y logró asestarle una lanzada. Pero el
monstruo no dio muestras de haber sido herido; le arrancó la lanza de la mano y
la partió en dos pedazos; después, rugiendo de una manera espantosa, se arrojó
sobre el guerrero y se lo llevó a rastras, asiéndole con sus dos enormes
garras, con las que podía agarrar como los monos.
Ninguno de los guerreros osó moverse para acudir en
ayuda de su compañero. Todos se sentían acobardados, paralizados por un
terror inexplicable. No era la primera vez que oían gritos de angustia y veían
derramar sangre; pero la presencia del monstruo parecía haberlos transformado,
como si además de tener imperio sobre sus fuerzas físicas, lo tuviera también
sobre su voluntad.
Después de esta horrible escena pasaron varios días
muy tristes y sin que ninguno de aquellos paladines se atreviera a volver a
Heorot. Parecía que el palacio del rey estaba maldito, y nadie se aventuraba a
volver a pasar allí la noche. Por fin, avergonzados de su timidez, se reunieron
en un nuevo banquete. El monstruo, al que llamaban Grendel, llevaba varios
días sin aparecer en el castillo. Pero aquella noche, cuando estuvieron de
nuevo reunidos, volvió a hacer su aparición y se llevó a un nuevo guerrero.
El castillo quedó definitivamente abandonado. Un
misterioso lazo de fatalidad parecía unir sus piedras con la persona del
odioso Grendel. Ni siquiera se atrevían los hombres a entrar en el castillo
de Heorot en pleno día, y cuando se ponía el sol no quedaba alma viviente entre
aquellas vetustas piedras.
Mientras tanto el tiempo transcurría y Hrotgar no
sabía qué hacer para luchar contra aquella adversidad que amenazaba con
arruinar su prestigio en el reino.
Al comenzar a producirse aquellos sangrientos hechos
el rey Hrotgar había tenido la esperanza de que sus guerreros, a la larga,
acabasen por descubrir la manera de deshacerse de Grendel. Prometió, para que
se sintiesen más animados, una crecida recompensa al guerrero o grupo de
guerreros que consiguiesen acabar con el monstruo. Pero los más valerosos, que
se habían concertado para aguardarlo en un laberinto de rocas que se
encontraba junto al mar, fueron a su vez sorprendidos por la astuta fiera, que
los atacó por separado y les dio así la muerte.
La terrible amenaza pesaba como una maldición
demoniaca sobre el alcázar de Heorot. Nadie se atrevía a enfrentarse con
Grendel.
No hallando guerreros con que saciar su sed de sangre,
Grendel volvió sus feroces ataques contra pastores y esclavos. El rey tuvo que
encerrarse con sus vasallos y sus rebaños en una fortaleza apartada, no lejos
del gran castillo, que se reservaba para los momentos de peligro cuando podían
ser atacados por algún pueblo vecino o aventurero.
El país parecía estar amenazado por un terrible
ejército: un solo ser tenía en jaque a los poderosos guerreros daneses, hijos
y nietos de los terribles vikingos.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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