Dejamos a Beowulf después de haber vencido al pulpo y
de arrancarle uno tras otro sus poderosos tentáculos.
Jadeante, el héroe contemplaba a su enemigo vencido,
que se hundía en las aguas. A los pocos segundos llegó junto a él Breka,
jadeando también, que le tentó los brazos y el cuello y le preguntó:
-¿Os encontráis bien, mi señor? ¿No tenéis ninguna
herida? ¿Habéis vencido?
-Estoy perfectamente, amigo mío. Y no sólo esto, sino
que la alegría de haber vencido a este enemigo, al que no esperaba, me da
fuerzas suficientes para regresar a la nave nadando sin parar. ¿Quieres que
comencemos la última etapa de la carrera?
-Había olvidado la carrera -respondió Breka; pero
casi puedo darme por vencido.
-No hables así hasta que lo estés: te lo prohíbo. Y
ahora regresemos. Es tarde.
Y de un vigoroso impulso, apoyando sus pies contra
las peñas bajas del acantilado, Beowulf emprendió una marcha veloz hacia donde
le aguardaban sus demás compañeros. Breka le seguía de cerca, alegremente, y
se esforzaba en aventajarle. Cuando por fin llegaron, los guerreros de Beowulf
acogieron a éste alborozados, celebrando la victoria de su jefe. Vistiéronse
de nuevo los dos nadadores y reemprendieron el viaje. El héroe olvidó al poco
tiempo el peligro mortal que había corrido.
La nave fue otra vez impulsada por el viento y siguió
el mismo rumbo que llevaba antes de la carrera, que el timonel trataba de
fijar sin perder de vista el sol.
Llegó la noche y el cielo se presento despejado, por
lo que fue fácil mantenerse en la dirección por medio de las estrellas. Los
hombres se echaron a dormir, a excepción de los dos que quedaban para la
guardia, que se relevarían cuidadosamente cada dos horas. La barca navegaba
ahora con mayor rapidez que durante el día, pues había arreciado el viento.
De esta manera continuaron por espacio de cinco días
el camino hacia la aventura, al cabo de los cuales llegaron sin novedad a las
costas de Dinamarca.
Cuando avistaron tierra desviaron el rumbo más hacia
el oeste. Sin perder nunca de vista la costa, los expedicionarios llegaron al
punto buscado hacia las cuatro de la tarde. Allí tenía el rey Hrotgar su corte
y se alzaba la mole del castillo de Heorot, que había sido teatro de tan
sangrientas tragedias durante varios meses.
Los héroes vararon la nave en la playa y, después de
recoger sus armas y provisiones que habían quedado del viaje, hincaron unas
estacas en la arena, a las que amarraron la embarcación para mayor seguridad,
y se internaron tierra adentro.
Llevarían avanzados unos doscientos pasos hacia el
castillo, cuando hallaron a un centinela armado de punta en blanco que les
dio el alto y les preguntó quiénes eran. Beowulf se dio a conocer y dijo que
había venido con sus hombres a visitar al rey Hrotgar en son de paz. El
centinela les dejó el paso libre y no tardaron en llegar. Llevaban prisa porque
estaban hambrientos. Hacía casi una semana que no habían probado un buen asado
de carne, que tan apetecida era por los hombres del Norte. Durante la travesía
se habían alimen-tado de galletas, y otras conservas, y ahora deseaban probar
la fruta y los alimentos calientes.
Hrotgar se hallaba en aquellos momentos en la sala del
trono. Acababa de levantarse de dormir la siesta y había comenzado la hora de
la audiencia reservada para sus vasallos, pues el rey era el principal juez
del reino. Pero en estos momentos la justicia del rey amenazaba sufrir un
lamentable eclipse, como el que sufre el sol cuando los galgos celestes van a
su alcance y devoran la mitad, ocultándolo así a la vista de los hombres. En
los muros de la sala de armas había algunos soportes para las antorchas, y
las sillas y bancos que la amueblaban tenían, figuras fantásticas de enanos y
monstruos, toscamente tallados en la madera. En el centro de la sala había una
gran mesa y varios escabeles para los pies.
Precedía a Beowulf uno de los oficiales de la guardia
del palacio, que, sabiendo que un príncipe extranjero, vikingo como sus más
inmediatos antepasados, iba a visitar a su soberano, hacía las veces de
introductor de embajadores.
El monarca, al reconocer la alcurnia de los recién
llegados, se puso en pie para recibirlos, y no tardaron aquellos vikingos, de
la rama de los geatas, en saber las desagradables cosas que ocurrían en el
palacio, por las cuales todo el mundo estaba consternado. Beowulf, cuando supo
todos los detalles de las monstruosas hazañas de Grendel, dijo:
-¡Oh rey! Recuerdo que te debo profundo agradecimiento
por las muchas cosas que hiciste en otro tiempo en favor de mi padre, Eghteow,
cuando protegiste su vida del peligro que la amenazaba y le brindaste asilo y
amistad. Ahora vengo a poner a tu servicio mis fuerzas, como corresponde al
digno hijo de quien favoreciste.
-Mucho te agradezco, noble paladín de la raza
vikinga; la buena voluntad que te trae aquí -respondió el rey. Tus hazañas han
llegado a mis oídos. Pero no me acuses de ingrato si sigo tan desanimado como
antes. El infierno nos ha enviado uno de sus más terribles monstruos, pues no
puede ser otra cosa que un demonio ese ser que burla las acometidas de nuestros
mejores guerreros. En vano mis más escogidos hombres han probado de hacerle
frente, ora juntos, ora por separado. El se ha reído sanguinariamente de sus
esfuerzos y de su valor. ¡Tal es la realidad, querido Beowulf! Vuestro ánimo,
ilustres jóvenes, a quienes amo como si fuerais mis propios hijos, no puede
nada contra los decretos del destino, ni contra las asechanzas de la muerte.
Tal vez esté decretado el fin de mi dinastía. Yo te ruego, valeroso príncipe,
que renuncies a la tentativa de dar muerte a Grendel. Nunca me consolaría si
aquí perdieses la vida tratando de salvar la nuestra.
-No sucederá nada de lo que temes, generoso monarca
-dijo Beowulf. No quiero jactarme de ser su, perior a tus guerreros: hay
entre ellos hombres dignos de vivir largos años sobre la faz de la tierra. Pero
te pido que consientas que mis hombres y yo veamos a ese monstruo. Aunque sea
el mismo Satanás, espero con más impaciencia su encuentro que una joven el día
de sus bodas. El peligro me excita..y no puedo sufrir que se diga que existe
algo capaz de hacerme retroceder. No me creo, te repito, más valiente que los
demás hombres. Sólo te digo lo que siento. ¡Déjame ver a Grendel, magnánimo
rey! Eso es todo.
-Cúmplase tu voluntad, querido huésped -respondió Hrotgar;
pero descansad hoy. Aceptad mi hospitalidad y el banquete que pienso ofreceros.
Mañana, o cuando quieras, podrás intentar la hazaña, en la que rogaré a Dios
te sea concedida la victoria.
-Si quieres darnos un banquete, señor, recuerda que no
podrá reinar en este alcázar gran alegría en semejante ocasión, pues siempre
fue después de los banquetes cuando aparecía el monstruo y dejaba sangrienta
huella de su paso. Mejor es que sea, pues, esta misma noche cuando ataquemos
al maligno ser. En cuanto hayamos repuesto nuestras fuerzas con un poco de
comida, retiraos y dejadnos solos en la espléndida sala. Y si Grendel se
atreve a venir, para trabar conocimiento con los nuevos comensales, haremos
que se arrepienta, con la ayuda de Dios.
Tan animosas y seguras eran las palabras del joven que
todo el mundo se sentía contagiado por su optimismo. Aunque a cada paso pedía
ayuda a Dios, como si no confiase en sus propias fuerzas, era evidente que parecía
aventajar en poder a los mejores de los guerreros daneses. Corpulento y ágil a
un tiempo, se les antojaba a muchos de los guerreros que habían visto a Grendel
de estatura casi tan alta como la del monstruo. Espectáculo sin igual iba a
constituir, sin duda, aquella lucha.
El rey llamó entretanto a uno de sus servidores y le
dio las órdenes necesarias para que preparasen la sala del banquete de Heorot.
La sala estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Ya
no resonaban en ella, desde largos días, el alegre tintineo de las copas, ni las
canciones de guerra de aquellos fuertes luchadores. Pero cuando llegó la
noche, y con ella la hora de celebrar el convite, los polvorientos suelos
habían sido barridos y la sala aparecía adornada, limpia e iluminada con
brillantes y numerosas antorchas.
El bullicio era insospechado, y el sombrío castillo
parecía, tras tan largo silencio, recuperar nueva vida. No faltaban ni
siquiera las bellas y radiantes damas, que con sus sonrisas alegraban la
asamblea de los héroes cuando chocaban sus copas.
Los cortesanos lucían sus mejores galas. Los
extranjeros llevaban puesta su armadura, pues aquel banquete era para ellos una
preparación para el próximo y rudo combate.
Sin embargo, había comenzado a germinar la envidia
entre los hombres del rey Hrotgar. El hecho de que ninguno de ellos hubiese
podido acabar hasta entonces con el célebre monstruo hacía quedar en mal lugar
a los guerreros daneses. Este sentimiento se acentuó cuando el fiel Breka comenzó
a relatar la prueba de natación que su amo y señor y él habían efectuado
durante la travesía. Nadie quería creerle cuando dijo que Beowulf había
despedazado sólo con sus manos a un gigantesco pulpo, que intentaba
atenazarlo entre sus enormes tentáculos.
El rey y su esposa ocuparon los asientos principales,
en el lugar de preferencia, y a su lado, junto a la hermosa soberana, tomó
asiento Beowulf. El canciller del rey, Bjord, se sentó al lado de su señor.
Esperaba el momento para hablar con el héroe.
En un momento dado, la reina llenó el vaso de su
ilustre vecino y le dijo:
-Brindo a tu salud, héroe Beowulf, para celebrar de
antemano tu triunfo.
-Señora -respondió el valeroso vikingo, mucho me
honráis con vuestros deseos. Si mi padre no hubiese sido amigo, y ni siquiera
conocido del rey Hrotgar, vuestras palabras bastarían para crear eternos
vínculos de alianza entre mi corona y la vuestra.
El canciller Bjord miraba fijamente al héroe durante
esta conversación, como era de humor maligno quiso hacerle hablar y dijo de
repente:
-Me han dicho hace un momento, noble Beowulf, que
durante la travesía competiste con tu guerrero Breka.
-No valía la pena, señor, que os hablasen de esa
fruslería. Un poco de ejercicio para recrear los músculos es cosa que no tiene
importancia.
-Sin embargo, a mí me han dicho lo contrario -prosiguió
el canciller, y según pude deducir del relato fuiste vencido por el vasallo en
la prueba de natación.
Beowulf quedó un rato pensativo. ¿Era posible que
Breka hubiese mentido ante el ministro extranjero? Pero no, no podía ser esto.
Debía tratarse de algún error. Y respondió:
-¿Vencido? ¿Queréis decir que Breka me dejó atrás en
la prueba?
-Eso es lo que yo creo.
-¿Os lo ha dicho Breka?
-¡Oh, no! A él le ha faltado tiempo para elogiarte, y
dice que le has vencido. Pero yo tengo mis dudas al respecto, y me gustaría
escuchar de nuevo el relato por tus propios labios.
Beowulf hizo un mohín de disgusto, pues no le gustaba
ponderar sus propias hazañas. Pero, por no parecer embustero, relató con todo
detalle su carrera de natación, la captura del delfín, después la del pez
espada y por fin la del gigantesco pulpo. Al oír aquella última victoria la
admiración del rey, que le escuchaba, subió de punto y encarándose indignado
con el ministro le dijo:
-Me parece muy mal, señor Bjord, que contra toda
justicia y con desprecio de la verdad hayáis querido humillar a mi huésped.
Ganó en la lucha, y no sólo él tiene el mérito de ser el más fuerte, sino que
su competidor Breka tuvo el de ser el más fiel y noble de los servidores. Por
tanto declaro desde ahora que Beowulf ha subido mucho en mi estimación, tanto
como vos quisisteis empañar aquí su brillo. Y ahora quiero que sirvan al fiel
Breka, de mi parte, este bocado exquisito de mi propio plato. Más tarde le
daré nuevas pruebas de mi afecto.
Y mandó a un criado que sirviese al leal vasallo con
uno de los más suculentos bocados de su mesa: una pata de oso, manjar que,
condimentado de una manera especial, era considerado uno de los platos de
mejor gusto en cualquier mesa.
Bjord quedó muy avergonzado ante la réplica de su
señor; pero pronto la alegría general del banquete disipó las nubes de
tristeza. Las copas chocaban alegremente y la sombría sala de Heorot parecía
recobrar nueva vitalidad.
Cuando la alegría llegaba a su apogeo, resonaron
fuertes voces en un extremo de la sala, que a todos impusieron silencio.
Acababa de entrar un cantor vagabundo, un trovador ya anciano y famoso en todo
el país por la inspiración que le animaba al relatar las hazañas de los
antiguos tiempos ante la mesa de los príncipes. Todos conocían la nombradía de
aquel poeta y guardaron el más respetuoso orden escuchando su canto.
La canción del bardo celebraba la persona del antiguo
rey Skild Seffin. Cantó sus hazañas; el centelleo de su espada, que brillaba
como el rayo de la guerra; la invencible carrera de su caballo blanco, que se
destacaba entre los demás de sus ejércitos, y, por fin, sus imponentes
funerales. El rey del mar había sido enterrado en su nave, como los mejores
jefes vikingos, testigo de tantas victorias, y una vez colocado el cadáver en
el buque, éste levó anclas para que se perdiese en el mar, envuelto en llamas,
en medio de la noche, mientras sus fieles guerreros, en la orilla, le veían
desaparecer derramando lágrimas ardientes y golpeando rítmicamente los
escudos. Ninguna tierra podría vanagloriarse de poseer sus restos. La nave
incendiada, llevando el cuerpo del ilustre vikingo, desapareció en el
horizonte.
«¡Skild Seffin el Grande, antepasado de Hrotgar,
nuestro bien amado soberano!»
Así terminó su canto el poeta, y después del último
acorde los comensales prorrumpieron en vítores. Hrotgar lloraba, y luego llamó
al bardo a su mesa, donde mandó que le sirviesen espléndidamente. Beowulf se había
emocionado también, y en calidad de huésped distinguido regaló su daga el
cantor vagabundo. Este dio las gracias, se inclinó y se retiró de la sala.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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