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viernes, 11 de enero de 2013

Beowulf llega al palacio de heorot

Dejamos a Beowulf después de ha­ber vencido al pulpo y de arrancarle uno tras otro sus poderosos ten­táculos.
Jadeante, el héroe contemplaba a su enemigo vencido, que se hundía en las aguas. A los pocos segundos llegó junto a él Breka, jadeando también, que le tentó los brazos y el cuello y le preguntó:
-¿Os encontráis bien, mi señor? ¿No tenéis ninguna herida? ¿Habéis vencido?
-Estoy perfectamente, amigo mío. Y no sólo esto, sino que la alegría de haber vencido a este enemigo, al que no esperaba, me da fuerzas suficien­tes para regresar a la nave nadando sin parar. ¿Quieres que comencemos la última etapa de la carrera?
-Había olvidado la carrera -res­pondió Breka; pero casi puedo dar­me por vencido.
-No hables así hasta que lo es­tés: te lo prohíbo. Y ahora regrese­mos. Es tarde.
Y de un vigoroso impulso, apoyan­do sus pies contra las peñas bajas del acantilado, Beowulf emprendió una marcha veloz hacia donde le aguarda­ban sus demás compañeros. Breka le seguía de cerca, alegremente, y se es­forzaba en aventajarle. Cuando por fin llegaron, los guerreros de Beowulf acogieron a éste alborozados, celebran­do la victoria de su jefe. Vistiéronse de nuevo los dos nadadores y reem­prendieron el viaje. El héroe olvidó al poco tiempo el peligro mortal que había corrido.
La nave fue otra vez impulsada por el viento y siguió el mismo rumbo que llevaba antes de la carrera, que el ti­monel trataba de fijar sin perder de vista el sol.
Llegó la noche y el cielo se pre­sento despejado, por lo que fue fácil mantenerse en la dirección por medio de las estrellas. Los hombres se echa­ron a dormir, a excepción de los dos que quedaban para la guardia, que se relevarían cuidadosamente cada dos horas. La barca navegaba ahora con mayor rapidez que durante el día, pues había arreciado el viento.
De esta manera continuaron por es­pacio de cinco días el camino hacia la aventura, al cabo de los cuales lle­garon sin novedad a las costas de Di­namarca.
Cuando avistaron tierra desviaron el rumbo más hacia el oeste. Sin per­der nunca de vista la costa, los expe­dicionarios llegaron al punto buscado hacia las cuatro de la tarde. Allí tenía el rey Hrotgar su corte y se alzaba la mole del castillo de Heorot, que ha­bía sido teatro de tan sangrientas tra­gedias durante varios meses.
Los héroes vararon la nave en la playa y, después de recoger sus armas y provisiones que habían quedado del viaje, hincaron unas estacas en la are­na, a las que amarraron la embarca­ción para mayor seguridad, y se inter­naron tierra adentro.
Llevarían avanzados unos doscien­tos pasos hacia el castillo, cuando ha­llaron a un centinela armado de pun­ta en blanco que les dio el alto y les preguntó quiénes eran. Beowulf se dio a conocer y dijo que había venido con sus hombres a visitar al rey Hrotgar en son de paz. El centinela les dejó el paso libre y no tardaron en llegar. Llevaban prisa porque estaban ham­brientos. Hacía casi una semana que no habían probado un buen asado de carne, que tan apetecida era por los hombres del Norte. Durante la trave­sía se habían alimen-tado de galletas, y otras conservas, y ahora deseaban probar la fruta y los alimentos ca­lientes.
Hrotgar se hallaba en aquellos momentos en la sala del trono. Acaba­ba de levantarse de dormir la siesta y había comenzado la hora de la audien­cia reservada para sus vasallos, pues el rey era el principal juez del reino. Pero en estos momentos la justicia del rey amenazaba sufrir un lamenta­ble eclipse, como el que sufre el sol cuando los galgos celestes van a su alcance y devoran la mitad, ocultán­dolo así a la vista de los hombres. En los muros de la sala de armas ha­bía algunos soportes para las antor­chas, y las sillas y bancos que la amue­blaban tenían, figuras fantásticas de enanos y monstruos, toscamente talla­dos en la madera. En el centro de la sala había una gran mesa y varios escabeles para los pies.
Precedía a Beowulf uno de los ofi­ciales de la guardia del palacio, que, sabiendo que un príncipe extranjero, vikingo como sus más inmediatos an­tepasados, iba a visitar a su soberano, hacía las veces de introductor de em­bajadores.
El monarca, al reconocer la alcur­nia de los recién llegados, se puso en pie para recibirlos, y no tardaron aque­llos vikingos, de la rama de los geatas, en saber las desagradables cosas que ocurrían en el palacio, por las cuales todo el mundo estaba consternado. Beowulf, cuando supo todos los deta­lles de las monstruosas hazañas de Grendel, dijo:
-¡Oh rey! Recuerdo que te debo profundo agradecimiento por las mu­chas cosas que hiciste en otro tiempo en favor de mi padre, Eghteow, cuan­do protegiste su vida del peligro que la amenazaba y le brindaste asilo y amistad. Ahora vengo a poner a tu servicio mis fuerzas, como correspon­de al digno hijo de quien favoreciste.
-Mucho te agradezco, noble pala­dín de la raza vikinga; la buena vo­luntad que te trae aquí -respondió el rey. Tus hazañas han llegado a mis oídos. Pero no me acuses de ingrato si sigo tan desanimado como antes. El infierno nos ha enviado uno de sus más terribles monstruos, pues no pue­de ser otra cosa que un demonio ese ser que burla las acometidas de nues­tros mejores guerreros. En vano mis más escogidos hombres han probado de hacerle frente, ora juntos, ora por separado. El se ha reído sanguinaria­mente de sus esfuerzos y de su valor. ¡Tal es la realidad, querido Beowulf! Vuestro ánimo, ilustres jóvenes, a quienes amo como si fuerais mis pro­pios hijos, no puede nada contra los decretos del destino, ni contra las ase­chanzas de la muerte. Tal vez esté de­cretado el fin de mi dinastía. Yo te ruego, valeroso príncipe, que renun­cies a la tentativa de dar muerte a Grendel. Nunca me consolaría si aquí perdieses la vida tratando de salvar la nuestra.
-No sucederá nada de lo que te­mes, generoso monarca -dijo Beo­wulf. No quiero jactarme de ser su­, perior a tus guerreros: hay entre ellos hombres dignos de vivir largos años sobre la faz de la tierra. Pero te pido que consientas que mis hombres y yo veamos a ese monstruo. Aunque sea el mismo Satanás, espero con más im­paciencia su encuentro que una joven el día de sus bodas. El peligro me excita..y no puedo sufrir que se diga que existe algo capaz de hacerme re­troceder. No me creo, te repito, más valiente que los demás hombres. Sólo te digo lo que siento. ¡Déjame ver a Grendel, magnánimo rey! Eso es todo.
-Cúmplase tu voluntad, querido huésped -respondió Hrotgar; pero descansad hoy. Aceptad mi hospitali­dad y el banquete que pienso ofrece­ros. Mañana, o cuando quieras, po­drás intentar la hazaña, en la que rogaré a Dios te sea concedida la victoria.
-Si quieres darnos un banquete, señor, recuerda que no podrá reinar en este alcázar gran alegría en seme­jante ocasión, pues siempre fue des­pués de los banquetes cuando aparecía el monstruo y dejaba sangrienta huella de su paso. Mejor es que sea, pues, esta misma noche cuando ata­quemos al maligno ser. En cuanto ha­yamos repuesto nuestras fuerzas con un poco de comida, retiraos y dejad­nos solos en la espléndida sala. Y si Grendel se atreve a venir, para trabar conocimiento con los nuevos comen­sales, haremos que se arrepienta, con la ayuda de Dios.
Tan animosas y seguras eran las palabras del joven que todo el mundo se sentía contagiado por su optimis­mo. Aunque a cada paso pedía ayuda a Dios, como si no confiase en sus propias fuerzas, era evidente que pa­recía aventajar en poder a los mejores de los guerreros daneses. Corpulento y ágil a un tiempo, se les antojaba a muchos de los guerreros que habían visto a Grendel de estatura casi tan alta como la del monstruo. Espectáculo sin igual iba a constituir, sin duda, aquella lucha.
El rey llamó entretanto a uno de sus servidores y le dio las órdenes necesarias para que preparasen la sala del banquete de Heorot.
La sala estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Ya no resonaban en ella, desde largos días, el alegre tintineo de las copas, ni las canciones de guerra de aquellos fuertes lucha­dores. Pero cuando llegó la noche, y con ella la hora de celebrar el convite, los polvorientos suelos habían sido barridos y la sala aparecía adornada, limpia e iluminada con brillantes y numerosas antorchas.
El bullicio era insospechado, y el sombrío castillo parecía, tras tan lar­go silencio, recuperar nueva vida. No faltaban ni siquiera las bellas y ra­diantes damas, que con sus sonrisas alegraban la asamblea de los héroes cuando chocaban sus copas.
Los cortesanos lucían sus mejores galas. Los extranjeros llevaban puesta su armadura, pues aquel banquete era para ellos una preparación para el próximo y rudo combate.
Sin embargo, había comenzado a germinar la envidia entre los hombres del rey Hrotgar. El hecho de que nin­guno de ellos hubiese podido acabar hasta entonces con el célebre mons­truo hacía quedar en mal lugar a los guerreros daneses. Este sentimiento se acentuó cuando el fiel Breka co­menzó a relatar la prueba de natación que su amo y señor y él habían efec­tuado durante la travesía. Nadie que­ría creerle cuando dijo que Beowulf había despedazado sólo con sus ma­nos a un gigantesco pulpo, que inten­taba atenazarlo entre sus enormes tentáculos.
El rey y su esposa ocuparon los asientos principales, en el lugar de preferencia, y a su lado, junto a la hermosa soberana, tomó asiento Beo­wulf. El canciller del rey, Bjord, se sentó al lado de su señor. Esperaba el momento para hablar con el héroe.
En un momento dado, la reina lle­nó el vaso de su ilustre vecino y le dijo:
-Brindo a tu salud, héroe Beo­wulf, para celebrar de antemano tu triunfo.
-Señora -respondió el valeroso vikingo, mucho me honráis con vuestros deseos. Si mi padre no hu­biese sido amigo, y ni siquiera cono­cido del rey Hrotgar, vuestras pala­bras bastarían para crear eternos vínculos de alianza entre mi corona y la vuestra.
El canciller Bjord miraba fijamente al héroe durante esta conversación, como era de humor maligno quiso hacerle hablar y dijo de repente:
-Me han dicho hace un momento, noble Beowulf, que durante la trave­sía competiste con tu guerrero Breka.
-No valía la pena, señor, que os hablasen de esa fruslería. Un poco de ejercicio para recrear los músculos es cosa que no tiene importancia.
-Sin embargo, a mí me han dicho lo contrario -prosiguió el canciller, y según pude deducir del relato fuiste vencido por el vasallo en la prueba de natación.
Beowulf quedó un rato pensativo. ¿Era posible que Breka hubiese men­tido ante el ministro extranjero? Pero no, no podía ser esto. Debía tratarse de algún error. Y respondió:
-¿Vencido? ¿Queréis decir que Breka me dejó atrás en la prueba?
-Eso es lo que yo creo.
-¿Os lo ha dicho Breka?
-¡Oh, no! A él le ha faltado tiem­po para elogiarte, y dice que le has vencido. Pero yo tengo mis dudas al respecto, y me gustaría escuchar de nuevo el relato por tus propios labios.
Beowulf hizo un mohín de disgus­to, pues no le gustaba ponderar sus propias hazañas. Pero, por no parecer embustero, relató con todo detalle su carrera de natación, la captura del delfín, después la del pez espada y por fin la del gigantesco pulpo. Al oír aquella última victoria la admiración del rey, que le escuchaba, subió de punto y encarándose indignado con el ministro le dijo:
-Me parece muy mal, señor Bjord, que contra toda justicia y con despre­cio de la verdad hayáis querido hu­millar a mi huésped. Ganó en la lucha, y no sólo él tiene el mérito de ser el más fuerte, sino que su competidor Breka tuvo el de ser el más fiel y no­ble de los servidores. Por tanto decla­ro desde ahora que Beowulf ha subido mucho en mi estimación, tanto como vos quisisteis empañar aquí su bri­llo. Y ahora quiero que sirvan al fiel Breka, de mi parte, este bocado ex­quisito de mi propio plato. Más tarde le daré nuevas pruebas de mi afecto.
Y mandó a un criado que sirviese al leal vasallo con uno de los más su­culentos bocados de su mesa: una pata de oso, manjar que, condimenta­do de una manera especial, era consi­derado uno de los platos de mejor gusto en cualquier mesa.
Bjord quedó muy avergonzado ante la réplica de su señor; pero pronto la alegría general del banquete disipó las nubes de tristeza. Las copas cho­caban alegremente y la sombría sala de Heorot parecía recobrar nueva vi­talidad.
Cuando la alegría llegaba a su apo­geo, resonaron fuertes voces en un extremo de la sala, que a todos im­pusieron silencio. Acababa de entrar un cantor vagabundo, un trovador ya anciano y famoso en todo el país por la inspiración que le animaba al re­latar las hazañas de los antiguos tiempos ante la mesa de los prínci­pes. Todos conocían la nombradía de aquel poeta y guardaron el más res­petuoso orden escuchando su canto.
La canción del bardo celebraba la persona del antiguo rey Skild Seffin. Cantó sus hazañas; el centelleo de su espada, que brillaba como el rayo de la guerra; la invencible carrera de su caballo blanco, que se destacaba en­tre los demás de sus ejércitos, y, por fin, sus imponentes funerales. El rey del mar había sido enterrado en su nave, como los mejores jefes vikingos, testigo de tantas victorias, y una vez colocado el cadáver en el buque, éste levó anclas para que se perdiese en el mar, envuelto en llamas, en medio de la noche, mientras sus fieles guerre­ros, en la orilla, le veían desapare­cer derramando lágrimas ardientes y golpeando rítmicamente los escudos. Ninguna tierra podría vanagloriarse de poseer sus restos. La nave incen­diada, llevando el cuerpo del ilustre vikingo, desapareció en el horizonte.
«¡Skild Seffin el Grande, antepasa­do de Hrotgar, nuestro bien amado soberano!»
Así terminó su canto el poeta, y después del último acorde los comensales prorrumpieron en vítores. Hrotgar lloraba, y luego llamó al bardo a su mesa, donde mandó que le sirviesen espléndidamente. Beowulf se ha­bía emocionado también, y en calidad de huésped distinguido regaló su daga el cantor vagabundo. Este dio las gra­cias, se inclinó y se retiró de la sala.

Fuente: Antonio Urrutia

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