Hagen tenía res hijos. Vivían en un castillo, en medio
de un gran bosque, y era sabido de todo el reino que el mejor pasto crecía en
sus tierras. Ocurrió que un año, cuando tocó segar la hierba, ésta había
desaparecido. El padre llamó a su hijo mayor y le ordenó que a la noche
siguiente fuese al prado y observase qué ganado pastaba la hierba sin que él
lo supiese. El hijo mayor llegó, se metió en uno de los barracones y se durmió.
Poco rato llevaría así cuando el suelo comenzó a temblar, como si la tierra se
fuese a abrir. Los quejidos y estertores que el pobre hombre oía eran como los
que producen los condenados en el infierno. El hijo mayor, aterrorizado, se
levantó y emprendió la huida, hasta que llegó al castillo de su padre, sin
mirar tan siquiera una vez atrás. A su padre le juró que nada en el mundo le
haría volver a pasar la noche en el campo.
El buen anciano, al otro día, mandó a su segundo
hijo, que a las primeras horas de la madrugada volvió contando lo mismo. Ya
no quedaba más que Vran, el hijo pequeño. Los dos hermanos mayores le zaherían,
diciéndole que saldría corriendo antes que empezaran los ruidos tan horribles
que ellos habían oído.
Pero Vran no les hizo caso. Cogió una manta y fue al
cobertizo donde sus hermanos habían pasado la noche. A eso de las doce
comenzaron los temblores de tierra, pero Vran se dijo que si no era cosa peor,
bien lo podría aguantar, y encendió una vela. Después vinieron los gemidos y
los ayes. Vran siguió escuchando tan tranquilo, y aun supuso que iban a
empezar de nuevo los temblores; mas no pasó nada de esto, y cayó encima del
campo un profundo silencio. Vran ya se preparaba a dormir, cuando oyó el rumor
de un caballo que pastaba vorazmente. Se levantó con mucho tiento y salió. Al
claro de luna vio un enorme caballo que pacía con buen apetito, y al lado de él
una montura magnífica, así como una cota de malla de cobre que relucía como el
sol. Vran se encaminó al caballo y le echó las riendas por encima, quedándose
el animal quieto y más dócil que un cordero. «¡Conque éstas tenemos!», pensó
Vran. Y ensilló el caballo, cogió la cota de malla y se dirigió a un lugar
solamente conocido por él, donde lo escondió todo. Hecho esto, volvió a casa de
su padre y contó lo que le había acaecido, con excepción de lo del caballd.
Los hermanos se rieron de él, pero Vran les dijo que fuesen al prado y que allí
verían la hierba. Salieron, acompañados del padre, y, en efecto, allí estaba la
hierba. Aquella noche los dos hermanos mayores se negaron a ir al prado, y Vran
se ofreció para ir a cuidar de los pastos. Mucho se rieron los otros dos,
preguntándole qué pensaba hacer él, que nunca había salido de su casa hasta
entonces. Vran, sin hacerles caso, partió, y al llegar se dispuso a esperar el
temblor de tierras, los gemidos y todo lo que precedía a la llegada de lo que
fuese. Dio la medianoche y ocurrió como él esperaba, si bien esta vez los
ruidos fueron más lúgubres que la noche anterior. Vran ya estaba
acostumbrado, y al poco rato oyó un rumor como de un animal que pacía con
muchas ganas. Abrió la puerta, y, al claro de luna, vio un caballo más grande
que el de la noche anterior y al lado una preciosa montura con una cota de mallas
de plata. Vran volvió a repetir la faena de la noche pasada con las bridas, y
se llevó el segundo caballo al mismo escondite anterior. Cuando volvió al
castillo y les contó lo sucedido, aunque omitiendo lo del caballo, sus hermanos
se volvieron a reír, pero enmudecieron ante las pruebas de la existencia del
pasto. La tercera noche Vran salió solo al campo, para guardar los pastos de
su padre, y, como es natural, le aconteció lo mismo; sólo que si las otras
noches los caballos habían sido hermosos y las cotas de mallas de cobre y de
plata, la tercera noche los arreos eran de oro y relucían más que el sol y la
luna juntos, y el caballo era un alazán de color de fuego, con el bocado y las
riendas de oro. Vran lo escondió todo como las veces anteriores. Al poco
tiempo, el rey y señor de Suecia anunció a todos los de su reino que quien
fuese capaz de subir a caballo por un monte de cristal, donde estaba sentada
su hija, se la daría por esposa y además la mitad de su reino. Esta princesa
estaba aposentada en la cima del monte de cristal, y tenía en la mano tres
manzanas de oro, que daría a aquel que pudiese demostrar su habilidad. Todos
los nobles del reino se presentaron para la prueba; tantos y tantos había que
mareaba ver la riqueza de uniformes y casacas bordadas en oro. Los dos
hermanos de Vran, montados en los mejores caballos de la cuadra de su padre,
también se presentaron; mas por mucho que imploró Vran que le llevasen, no
hicieron sus hermanos otra cosa que reírse, diciéndole que la cosa no era para
niños y que además cómo se iba a presentar él, cubierto de mugre. Cuando Vran
vio que sus hermanos no se compadecían, les contestó de la manera siguiente:
-Bien: ya que no me queréis ayudar, me ayudaré yo
mismo.
Los hermanos partieron para la fiesta del rey, y Vran
se quedó solo.
Todos los nobles del reino intentaron subir por el
monte de cristal, pero sus caballos, rendidos por los esfuerzos, resbalaban y
caían.
El monarca estaba pensando anular el concurso y
proponer otra cosa para el año siguiente, cuando surgió un jinete cabalgando en
un caballo negro, con una cota de mallas de cobre que devolvía los rayos del
sol como si de él saliesen. Todos a una trataron de persuadirle de la
inutilidad de la prueba, pero el jinete, silencioso, se dirigió al monte de
cristal y espoleó a su caballo, que empezó a subir por el monte con la mayor
facilidad. Al llegar a la tercera parte, vieron todos con asombro cómo volvía
el caballo y descendía. La princesa, que nunca había visto un caballero más
digno, le tiró una de las manzanas de oro, que se le quedó cogida en la bota.
Al descender el jinete, partió rápido como el rayo sin decir palabra. Cuando
los dos hermanos volvieron al castillo le contaron a Vran lo sucedido.
-¡Ah -exclamó Vran, cómo me hubiese gustado presenciar
eso, sobre todo lo del jinete con la cota de mallas de cobre!
Pero los hermanos le volvieron a decir que su sitio
era al lado de la lumbre. Al segundo día los hermanos partieron para el
concurso del rey, y dejaron a Vran en casa, por más que éste les pidió que le
llevasen. En vano intentaban los nobles escalar la pendiente. Todos se
retiraban, cuando apareció un jinete montado en un magnífico caballo tordo,
con una cota de mallas de plata, y, al igual que el día anterior, trataron de
convencerle de que no lo intentase. Mas el jinete desconocido espoleó su
corcel, y vieron todos como subía hasta la mitad del monte con la mayor
facilidad.
Cuando llegó arriba, volvió su caballo y emprendió el
descenso. La princesa, al ver que partía, le tiró la segunda manzana, pues
nunca había visto un noble tan bien parecido. Esta vez la manzana de oro se le
alojó en la bota y el caballero partió a todo galope.
Cuando los hermanos llegaron a casa se lo contaron a
Vran.
-¡Ah -dijo éste, cómo me hubiese gustado
presenciarlo!
Pero los otros se rieron como siempre.
Al tercer día ocurrió lo mismo. Dejaron a Vran en
casa. Y en la montaña, por mucho que los nobles lo intentaron, nada pudieron
conseguir. Cuando ya el rey iba a darlo todo por terminado, se presentó un
caballero sobre un magnífico alazán, que despedía centellas y ceñido con una
cota de mallas de oro. Emprendió la subida y llegó hasta arriba como una exhalación.
La princesa le dio la tercera y última manzana de oro, y el noble partió sin
decir palabra a nadie.
El soberano, a todo esto, se empeñó en saber quién
era, y al día siguiente dio una gran fiesta, a la cual invitó a todos los
nobles y súbditos de su reino, haciendo anunciar que el que poseyera las tres
manzanas de oro se casaría con la princesa. Todo el mundo fue allá con excepción
de Vran, pero nadie apareció con las manzanas. Entonces el rey mandó preguntar
si había alguien que faltara. Los hermanos de Vran respondieron que faltaba
el hermano pequeño, a quien no habían dejado venir, porque siempre iba sucio.
El monarca les dijo que se presentase en seguida, y Vran apareció como siempre,
con el traje roto y desaseado. El rey le preguntó si tenía las manzanas de
oro, y, ante el asombro de todo el mundo, Vran le entregó las manzanas y en el
acto cayeron los harapos y apareció ceñido con la cota de mallas de oro.
El soberano le dio a su hija en matrimonio y la mitad
de su reino, como había prometido, y mandó preparar unas fiestas suntuosas para
celebrar tan fausto acontecimiento. Según cuentan los anales con tanto
entusiasmo se dio la fiesta que siguen celebrándola todavía.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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