Cuando beowulf llegó al trono empezó la etapa más
tranquila y apacible de su vida. Fue, además, de tan larga duración que ya no
volvemos a encontrar al héroe en el teatro de sus hazañas hasta que era casi un
anciano.
Beowulf gobernaba sabiamente a su pueblo y concedió a
todos igual benevolencia y justicia, sin distinción de clases sociales. Apenas
hubo guerras extranjeras bajo el reinado de Beowulf, que fue casi del todo
pacífico en un tiempo no inferior a cincuenta años.
Beowulf era ya casi un anciano, decíamos, cuando
surgió la última aventura que había de acabar con su vida; mas no por ello debe
creerse que estuviese agotado y decrépito, pues su constitución atlética y su
extraordinario vigor se habían conservado con el diario ejercicio y la pureza
de sus costumbres.
Cuando más acostumbrados estaban sus vasallos a la
paz y al bienestar se cernió sobre el reino una negra sombra de desgracia. En
los territorios más remotos de Gotlandia, que eran al mismo tiempo los menos
poblados, hizo su aparición un dragón monstruoso que diezmaba a los escasos
habitantes de aquellas regiones y destruía sus viviendas y sus cosechas. No
tardaron, lógicamente, en formarse grandes multitudes de fugitivos, porque la
bestia hacía cada vez más extensas sus correrías, llegando con ellas a
territorios más poblados.
No era posible dejar que aquella situación se
prolongase, y varios guerreros organizaron batidas contra el animal. Pero, a
pesar de marchar ordenados y preparados como si fuesen a luchar con un temible
ejército, les fue imposible dar con el monstruo. Éste, como si quisiera burlar
a sus perseguidores, emigraba rápidamente, y era invisible para los que contra
él hubiesen podido hacer algo; a su paso siempre dejaba un trágico rastro de
devastación y mortandad.
El pánico cundió con rapidez por toda la isla y apenas
se encontraban ya hombres lo bastante valerosos para permanecer en el campo.
Las multitudes habían abandonado las labores de la agricultura y se apiñaban
en la ciudad, como pidiendo auxilio al rey. La situación llegó a ser muy grave.
Muchos campesinos, llevados nor su fantasía, decían que aquel monstruo hacía
tres siglos que tenía su guarida en una gran cueva situada al norte de
Gotlandia, a muy corta distancia del mar. Se le suponía guardián de un tesoro
de incalculable riqueza. Se decía que el motivo de la cólera del dragón era
debida a que un esclavo fugitivo llegó a penetrar en la cueva del tesoro y le
robó una copa de extraordinario valor.
No tardó en hallarse el campo completamente
despoblado. El anciano monarca Beowulf había querido más de una vez salir al
encuentro del monstruo, pues veía que nadie sino él tendría la audacia
necesaria para ello, ya que los vikingos parecen perder fácilmente sus
cualidades combativas en los largos períodos de paz. Sin embargo, y contra sus
buenos deseos, Bcowulf acababa dejándose convencer por los ruegos de su
esposa, de sus hijos Y amigos, y abandonaba la empresa.
Por fin el dragón, no hallando obstáculo a sus
correrías, se atrevió a llegar a la misma capital de la isla, y cierta noche
prendió fuego, con su soplo ígneo, al palacio del rey. Le vicron acercarse por
el cielo como un cometa y no volvieron de su asombro hasta que advirtieron que
el edificio estaba siendo pasto de las llamas. Hacía un viento huracanado
aquella noche y ei palacio ardió cn poco tiempo, y quedó totalmente destruido.
A duras penas sus moradores consiguieron, salir de allí con vida.
Esto irritó en grado sumo a Beowulf, que decidió
acabar con aquella plaga aunque hubiese de perder la vida en el empeño. Reunió
a un grupo de guerreros y eligió a los que le parecieron más valerosos, y con
ellos emprendió el camino de la remota cueva en que habitaba el monstruo.
Después de dos días de marcha, a través de unas
regiones horriblemente devastadas, llegaron a la morada del dragón, situada en
una gruta abierta en la ladera de una montaña de aspecto siniestro, casi
cortada a pico. La boca de la caverna semejaba unas fauces abiertas de un animal
gigantesco, y desde fuera no se podía divisar cosa alguna, dada la completa
oscuridad que reinaba en el interior.
Los guerreros se ocultaron en un bosque cercano, pues
ante todo era preciso mantenerse a la expectativa y enterarse de si el dragón
se encontraba o no dentro de la cueva; luego decidirían el modo de atacarlo
con el menor riesgo.
Había transcurrido mucho tiempo en su acecho. La noche
había pasado. Estaba a punto de amanecer y la escasa luz del nuevo día hacía
ünprudente todo intento en aquel paraje desconocido. Pero poco después de la
salida del sol oyeron hacia el oeste un rumor extraño, como el de un gigantesco
remolino de hojas agitado por el huracán. Volvieron la vista en aquella
dirección y el espectáculo que se ofreció a sus ojos los dejó helados de
terror. Muchos estuvieron a punto de huir. Pero Beowulf dio instintivamente un
paso adelante. Los veteranos que le habían acompañado a Dinamarca y le
conocían bien -entre ellos estaba todavía el fiel Breka, casi tan viejo como su
señor, vieron brillar sus ojos de aquel modo extraño que no recordaban haber
visto desde la víspera del encuentro con Grendel. El anciano se erguía ante el
peligro y parecía rejuvenecer. Una lágrima de emoción asomó a los ojos del
buen Breka, que decidió quedarse junto a su jefe. Los demás le imitaron.
El monstruo aleteó rápidamente como las aves para
tomar tierra y posarse a poca distancia de la entrada de la caverna. Los
guerreros pudieron contemplarlo perfectamente, con una mezcla de horror y repugnancia.
El animal era enorme: su cuerpo junto con la cola medía cuarenta codos de
longitud. Plegó sus enormes alas, que se parecían a las de los murciélagos, y
trepó hacia el agujero del acantilado con sus cuatro patas provistas de
garras. La cabeza, alargada y rasgada por una boca enorme, parecía la de un
lagarto. De entre sus fauces brillaban chispas de fuego. Lo único hermoso, por
decirlo así, que había en su cuerpo eran las escamas de tornasol dorado que lo
cubrían y que centellaban a la luz del amanecer.
Penetró el monstruo en su guarida resoplando
terriblemente, quizá por la fatiga de un largo vuelo, y parecía querer
entregarse al reposo, porque ya no se volvió a oír nada.
Entonces Beowulf hizo una seña muda a sus hombres y
éstos se estremecieron. Volviéndose a sus compañeros, sin embargo, les
recomendó que continuasen emboscados y que nadie se moviera sin ser llamado, a
menos que el dragón llevase la mejor parte en la lucha. Era lo mismo que les había
recomendado, hacía ya cincuenta y ocho años, cuando luchó contra Grendel en el
palacio de Heorot.
Después, Beowulf se dirigió, animoso, hacia la boca
de la cueva, ante la que se detuvo como para escuchar lo que ocurría en su
interior. Notó claramente la respiración fuerte y acompasada de la fiera, lo
que le permitió deducir que estaría dormida y, por tanto, que aquél era el
momento más oportuno de cuantos pudiesen presentarse para atacar al sanguinario
animal. Dio un paso para penetrar en el antro; pero sin duda el monstruo tenía
el sueño ligero de un pájaro, o velaba, porque las leves pisadas del héroe
bastaron para ponerlo en guardia. Profirió un terrible rugido y salió al
encuentro de su inesperado enemigo. Beowulf se dio cuenta de ello y se detuvo
en seco. Prefería luchar, si tenía que hacerlo, al aire libre que en el
interior de la cueva, donde temía verse acorralado. Aguardó a pie firme la
acometida y al volver instintivamente la cabeza para mirar a sus compañeros
los vio, con gran dolor de su alma, emprender una vergonzosa fuga, llenos de
terror. Sólo dos de ellos permanecieron en el mismo sitio, y ambos tenían los
ojos fijos en su soberano: eran el noble señor Wiglaf y el siempre leal Breka.
¡Ah, última raza de los vikingos, qué pocos hombres te quedan!
Cuando el dragón asomó su horrible cabeza por la boca
de la cueva, Beowulf le asestó un vigoroso tajo con su larga espada. Pero ésta
parecía haber perdido su encanto, y aunque tenía un filo muy agudo rebotó sobre
las escamas del animal sin causarle el menor daño. El héroe no se desanimó por
ello y continuó golpeando a su enemigo. Procuró herirlo en un ojo, aunque sin
resultado. Lleno de ira al ver que le obligaba a retroceder, el dragón logró
trabar con los dientes un brazo del héroe y le produjo una peligrosa herida en
el cuello. Entonces Wiglaf no pudo aguantar más en su observatorio y acometió
también al dragón. Aprovechando que la bestia estaba ocupada mordiendo a
Beowulf, logró clavarle su daga por entre las aceradas escamas. El monstruo
abandonó la presa y dejó escapar un bramido de dolor. Beowulf estaba malherido,
pero, excitado por el combate, se rehízo rápidamente y, tirando la espada, sacó
también su daga y de dos puñaladas vació los ojos del monstruo. Después ya le
fue fácil inferirle una herida mortal. Gracias al dolor que les -hacía volver
la cabeza hacia el cielo los dos luchadores se salvaron de morir abrasados por
los vómitos de fuego que se escapaban de las fauces del animal. No le quedaba
ya a éste mucho tiempo de vida, aunque Beowulf y Wiglaf se mantenían alerta.
Antes de que transcurriera media hora la enorme bestia dejó de alentar.
Sólo entonces se dio cuenta Beowulf de que las
fuerzas le abandonaban a él también, pues sólo se sostenía en pie a causa de
la excitación de la lucha. Su cuello estaba abierto, desgarrado por los
dientes de la fiera, y sangraba a borbotones.
Beowulf comprendió que no sobreviviría. Quiso llamar
a su lado a Wiglaf, pero estaba en el interior de la cueva, de la que salió al
cabo de unos minutos con un puñado de piedras preciosas entre sus manos.
-De nada me sirve ahora todo el oro del mundo, amigo
mío -respondió Beowulf. Mis horas están contadas. Voy a morir, y como tú has
sido el único de mis compañeros que has venido en mi auxilio, cuando me has
visto en peligro, te nombro mi sucesor en el trono. ¡Arrodíllate, Wiglaf, hijo
del ilustre Wechstan, pues voy a nombrarte rey de los geatas! ¡Es una orden, Wiglaf!
El caballero, muy conmovido y apesadumbrado, hizo lo
que el rey le mandaba, y Beowulf, tocándole el hombro con la espada, le dijo ya
con voz muy débil:
-Quiera Dios sostenerte en el trono y encaminarte por
la senda de la justicia. Has sido fiel, noble y valeroso, y te recomiendo que
perseveres en estas virtudes. Toma mi armadura y mi casco y cúbrete con ellos
antes de que nadie pueda discutirte tu derecho, antes de que la vida abandone
mis miembros helados, en señal de tu jerarquía.
Respiró profundamente, como para hacer acopio de
nuevas fuerzas, y añadió:
-Y ahora que ya eres rey, Wiglaf, escúchame y cuida de
que en todo se cumplan mis órdenes. Ante todo harás quemar mi cadáver en una
pira. Después encerrarás mis cenizas en una urna, que depositarás en lo alto
de esta fatídica roca donde me hirieron de muerte. Luego ordenarás construir un
túmulo que también habrá de contener el tesoro maldito del dragón, pues si lo
dejases a disposición de los hombres sería causa de innumerables traiciones y
muertes.
Una vez más se detuvo. Cada vez su voz se hacía más
difícil de oír y sus palabras de entender. Wiglaf no despegaba su oído de los
labios del soberano:
-...Este túmulo, que se alzará sobre el promontorio,
será una guía para los navegantes que pasen ante él por este extremo de la
isla, y así tal vez los hombres recuerden, durante mucho tiempo, que hubo un
rey llamado Beowulf, que hizo muchas cosas, pero ninguna de ellas igualó a la
que hubiera querido hacer...
Mientras Beowulf así agonizaba, los guerreros
fugitivos, sintién-dose avergonzados por haberle abandonado, y comprendiendo
que ya había pasado todo el peligro, volvieron al lado de su jefe. Al verle
tendido en el suelo, cubierto de sangre y mostrando en el cuello una espantosa
herida, se estremecieron de espanto y pena.
Beowulf, que había cerrado los ojos los abrió otra vez
y los miró como para perdonarlos y les dijo, señalando a Wiglaf:
-Ahí tenéis a vuestro nuevo rey. Wiglaf ha de ser, por
mi voluntad, obedecido de todos vosotros. Prestadle acatamiento y prometedle
fidelidad y obediencia.
-¡Oh, señor! No habléis así -dijo uno de los hombres.
Tiempo sobrado habrá para una cosa tan triste como es la de designar al
sucesor. Vos viviréis porque os amamos.
Varios de ellos echaron a correr en busca de agua para
el agonizante que la bebió afanosamente, y luego le acomodaron apoyando su
cabeza sobre una almohada improvisada con la ropa de los soldados. Pero la
existencia del héroe tocaba a su fin. Al examinar la enorme herida de su cuello
comprendieron que era imposible prestarle el más insignificante auxilio. Su
vida se apagó apacible pero rápidamente, y después de recomendar a Wiglaf por
última vez que procurase ser un buen rey para sus súbditos, cerró los ojos para
siempre.
Derramando lágrimas los guerreros se dispusieron a
cumplir la última voluntad de su soberano. Estuvieron varias horas cortando
leña para construir una gigantesca pira. Depositaron sobre ella el cadáver y
prendieron fuego al montón de leña. La llama se elevó hasta el cielo, en un
alarde colosal, entre torbellinos de humo que formaban gigantescas volutas.
Cuando el cadáver quedó reducido a cenizas, los hombres recogieron éstas
cuidadosamente en una urna provisional, en espera de otra posterior de oro.
El regreso de aquel grupo de guerreros fue el más
patético que se registró en toda la historia de Gotlandia.
Al saber la noticia, el pueblo prorrumpió en sollozos.
Aquel mismo día se pusieron en camino los obreros encargados de construir el
túmulo, donde fueron guardadas escrupulosamente, según la voluntad del rey,
las cenizas del héroe y los tesoros del dragón. Los funerales duraron muchos
días.
Y aún en los tiempos presentes, jóvenes que habéis
seguido este canto en forma de relato, en las noches sombrías y sin luna, en
el extremo norte de la isla de Gotlandia puede divisarse el resplandor de un
faro, que ilumina las tinieblas y orienta al navegante perdido sobre la
inmensidad del abismo. Es el héroe Beowulf, rey de Gotlandia, quien lo
sostiene sobre este inmenso abismo. Su nombre se perpetuará entre los hombres
hasta mucho tiempo después que aquella luz se haya extinguido.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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