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viernes, 11 de enero de 2013

Combate con el dragón y muerte del héroe

Cuando beowulf llegó al trono em­pezó la etapa más tranquila y apaci­ble de su vida. Fue, además, de tan larga duración que ya no volvemos a encontrar al héroe en el teatro de sus hazañas hasta que era casi un anciano.
Beowulf gobernaba sabiamente a su pueblo y concedió a todos igual benevolencia y justicia, sin distinción de clases sociales. Apenas hubo gue­rras extranjeras bajo el reinado de Beowulf, que fue casi del todo pacífico en un tiempo no inferior a cincuenta años.
Beowulf era ya casi un anciano, decíamos, cuando surgió la última aventura que había de acabar con su vida; mas no por ello debe creerse que estuviese agotado y decrépito, pues su constitución atlética y su ex­traordinario vigor se habían conser­vado con el diario ejercicio y la pure­za de sus costumbres.
Cuando más acostumbrados esta­ban sus vasallos a la paz y al bienestar se cernió sobre el reino una negra sombra de desgracia. En los territo­rios más remotos de Gotlandia, que eran al mismo tiempo los menos po­blados, hizo su aparición un dragón monstruoso que diezmaba a los esca­sos habitantes de aquellas regiones y destruía sus viviendas y sus cosechas. No tardaron, lógicamente, en formar­se grandes multitudes de fugitivos, porque la bestia hacía cada vez más extensas sus correrías, llegando con ellas a territorios más poblados.
No era posible dejar que aquella situación se prolongase, y varios gue­rreros organizaron batidas contra el animal. Pero, a pesar de marchar or­denados y preparados como si fuesen a luchar con un temible ejército, les fue imposible dar con el monstruo. Éste, como si quisiera burlar a sus perseguidores, emigraba rápidamente, y era invisible para los que contra él hubiesen podido hacer algo; a su paso siempre dejaba un trágico rastro de devastación y mortandad.
El pánico cundió con rapidez por toda la isla y apenas se encontraban ya hombres lo bastante valerosos para permanecer en el campo. Las multi­tudes habían abandonado las labores de la agricultura y se apiñaban en la ciudad, como pidiendo auxilio al rey. La situación llegó a ser muy grave. Muchos campesinos, llevados nor su fantasía, decían que aquel monstruo hacía tres siglos que tenía su guarida en una gran cueva situada al norte de Gotlandia, a muy corta distancia del mar. Se le suponía guardián de un te­soro de incalculable riqueza. Se decía que el motivo de la cólera del dragón era debida a que un esclavo fugitivo llegó a penetrar en la cueva del tesoro y le robó una copa de extraordinario valor.
No tardó en hallarse el campo completamente despoblado. El ancia­no monarca Beowulf había querido más de una vez salir al encuentro del monstruo, pues veía que nadie sino él tendría la audacia necesaria para ello, ya que los vikingos parecen per­der fácilmente sus cualidades comba­tivas en los largos períodos de paz. Sin embargo, y contra sus buenos de­seos, Bcowulf acababa dejándose con­vencer por los ruegos de su esposa, de sus hijos Y amigos, y abandonaba la empresa.
Por fin el dragón, no hallando obstáculo a sus correrías, se atrevió a llegar a la misma capital de la isla, y cierta noche prendió fuego, con su soplo ígneo, al palacio del rey. Le vic­ron acercarse por el cielo como un co­meta y no volvieron de su asombro hasta que advirtieron que el edificio estaba siendo pasto de las llamas. Hacía un viento huracanado aquella noche y ei palacio ardió cn poco tiempo, y quedó totalmente destruido. A duras penas sus moradores consi­guieron, salir de allí con vida.
Esto irritó en grado sumo a Beo­wulf, que decidió acabar con aquella plaga aunque hubiese de perder la vida en el empeño. Reunió a un grupo de guerreros y eligió a los que le pa­recieron más valerosos, y con ellos emprendió el camino de la remota cueva en que habitaba el monstruo.
Después de dos días de marcha, a través de unas regiones horriblemente devastadas, llegaron a la morada del dragón, situada en una gruta abierta en la ladera de una montaña de aspecto siniestro, casi cortada a pico. La boca de la caverna semejaba unas fauces abiertas de un animal gigan­tesco, y desde fuera no se podía divisar cosa alguna, dada la completa oscuri­dad que reinaba en el interior.
Los guerreros se ocultaron en un bosque cercano, pues ante todo era preciso mantenerse a la expectativa y enterarse de si el dragón se encon­traba o no dentro de la cueva; luego decidirían el modo de atacarlo con el menor riesgo.
Había transcurrido mucho tiempo en su acecho. La noche había pasado. Estaba a punto de amanecer y la es­casa luz del nuevo día hacía ünpru­dente todo intento en aquel paraje desconocido. Pero poco después de la salida del sol oyeron hacia el oeste un rumor extraño, como el de un gi­gantesco remolino de hojas agitado por el huracán. Volvieron la vista en aquella dirección y el espectáculo que se ofreció a sus ojos los dejó helados de terror. Muchos estuvieron a punto de huir. Pero Beowulf dio instintiva­mente un paso adelante. Los vetera­nos que le habían acompañado a Di­namarca y le conocían bien -entre ellos estaba todavía el fiel Breka, casi tan viejo como su señor, vieron brillar sus ojos de aquel modo ex­traño que no recordaban haber visto desde la víspera del encuentro con Grendel. El anciano se erguía ante el peligro y parecía rejuvenecer. Una lá­grima de emoción asomó a los ojos del buen Breka, que decidió quedarse junto a su jefe. Los demás le imitaron.
El monstruo aleteó rápidamente como las aves para tomar tierra y posarse a poca distancia de la entrada de la caverna. Los guerreros pudie­ron contemplarlo perfectamente, con una mezcla de horror y repugnancia. El animal era enorme: su cuerpo junto con la cola medía cuarenta co­dos de longitud. Plegó sus enormes alas, que se parecían a las de los mur­ciélagos, y trepó hacia el agujero del acantilado con sus cuatro patas pro­vistas de garras. La cabeza, alargada y rasgada por una boca enorme, pa­recía la de un lagarto. De entre sus fauces brillaban chispas de fuego. Lo único hermoso, por decirlo así, que había en su cuerpo eran las escamas de tornasol dorado que lo cubrían y que centellaban a la luz del amanecer.
Penetró el monstruo en su guarida resoplando terriblemente, quizá por la fatiga de un largo vuelo, y parecía querer entregarse al reposo, porque ya no se volvió a oír nada.
Entonces Beowulf hizo una seña muda a sus hombres y éstos se estre­mecieron. Volviéndose a sus compa­ñeros, sin embargo, les recomendó que continuasen emboscados y que nadie se moviera sin ser llamado, a menos que el dragón llevase la mejor parte en la lucha. Era lo mismo que les ha­bía recomendado, hacía ya cincuenta y ocho años, cuando luchó contra Grendel en el palacio de Heorot.
Después, Beowulf se dirigió, ani­moso, hacia la boca de la cueva, ante la que se detuvo como para escuchar lo que ocurría en su interior. Notó claramente la respiración fuerte y acompasada de la fiera, lo que le per­mitió deducir que estaría dormida y, por tanto, que aquél era el momento más oportuno de cuantos pudiesen presentarse para atacar al sanguinario animal. Dio un paso para penetrar en el antro; pero sin duda el monstruo tenía el sueño ligero de un pájaro, o velaba, porque las leves pisadas del héroe bastaron para ponerlo en guar­dia. Profirió un terrible rugido y salió al encuentro de su inesperado enemi­go. Beowulf se dio cuenta de ello y se detuvo en seco. Prefería luchar, si tenía que hacerlo, al aire libre que en el interior de la cueva, donde temía verse acorralado. Aguardó a pie firme la acometida y al volver instintiva­mente la cabeza para mirar a sus com­pañeros los vio, con gran dolor de su alma, emprender una vergonzosa fuga, llenos de terror. Sólo dos de ellos permanecieron en el mismo sitio, y ambos tenían los ojos fijos en su so­berano: eran el noble señor Wiglaf y el siempre leal Breka. ¡Ah, última raza de los vikingos, qué pocos hom­bres te quedan!
Cuando el dragón asomó su horri­ble cabeza por la boca de la cueva, Beowulf le asestó un vigoroso tajo con su larga espada. Pero ésta parecía haber perdido su encanto, y aunque tenía un filo muy agudo rebotó so­bre las escamas del animal sin cau­sarle el menor daño. El héroe no se desanimó por ello y continuó golpean­do a su enemigo. Procuró herirlo en un ojo, aunque sin resultado. Lleno de ira al ver que le obligaba a retroce­der, el dragón logró trabar con los dientes un brazo del héroe y le pro­dujo una peligrosa herida en el cue­llo. Entonces Wiglaf no pudo aguan­tar más en su observatorio y acome­tió también al dragón. Aprovechando que la bestia estaba ocupada mordien­do a Beowulf, logró clavarle su daga por entre las aceradas escamas. El monstruo abandonó la presa y dejó escapar un bramido de dolor. Beowulf estaba malherido, pero, excitado por el combate, se rehízo rápidamente y, tirando la espada, sacó también su daga y de dos puñaladas vació los ojos del monstruo. Después ya le fue fácil inferirle una herida mortal. Gra­cias al dolor que les -hacía volver la cabeza hacia el cielo los dos luchadores se salvaron de morir abrasados por los vómitos de fuego que se es­capaban de las fauces del animal. No le quedaba ya a éste mucho tiempo de vida, aunque Beowulf y Wiglaf se mantenían alerta. Antes de que trans­curriera media hora la enorme bestia dejó de alentar.
Sólo entonces se dio cuenta Beo­wulf de que las fuerzas le abandona­ban a él también, pues sólo se sostenía en pie a causa de la excitación de la lucha. Su cuello estaba abierto, des­garrado por los dientes de la fiera, y sangraba a borbotones.
Beowulf comprendió que no sobre­viviría. Quiso llamar a su lado a Wi­glaf, pero estaba en el interior de la cueva, de la que salió al cabo de unos minutos con un puñado de piedras preciosas entre sus manos.
-De nada me sirve ahora todo el oro del mundo, amigo mío -respon­dió Beowulf. Mis horas están conta­das. Voy a morir, y como tú has sido el único de mis compañeros que has venido en mi auxilio, cuando me has visto en peligro, te nombro mi sucesor en el trono. ¡Arrodíllate, Wiglaf, hijo del ilustre Wechstan, pues voy a nom­brarte rey de los geatas! ¡Es una orden, Wiglaf!
El caballero, muy conmovido y ape­sadumbrado, hizo lo que el rey le man­daba, y Beowulf, tocándole el hombro con la espada, le dijo ya con voz muy débil:
-Quiera Dios sostenerte en el tro­no y encaminarte por la senda de la justicia. Has sido fiel, noble y valero­so, y te recomiendo que perseveres en estas virtudes. Toma mi armadura y mi casco y cúbrete con ellos antes de que nadie pueda discutirte tu dere­cho, antes de que la vida abandone mis miembros helados, en señal de tu jerarquía.
Respiró profundamente, como para hacer acopio de nuevas fuerzas, y añadió:
-Y ahora que ya eres rey, Wiglaf, escúchame y cuida de que en todo se cumplan mis órdenes. Ante todo harás quemar mi cadáver en una pira. Des­pués encerrarás mis cenizas en una urna, que depositarás en lo alto de esta fatídica roca donde me hirieron de muerte. Luego ordenarás construir un túmulo que también habrá de con­tener el tesoro maldito del dragón, pues si lo dejases a disposición de los hombres sería causa de innumerables traiciones y muertes.
Una vez más se detuvo. Cada vez su voz se hacía más difícil de oír y sus palabras de entender. Wiglaf no despegaba su oído de los labios del soberano:
-...Este túmulo, que se alzará so­bre el promontorio, será una guía para los navegantes que pasen ante él por este extremo de la isla, y así tal vez los hombres recuerden, durante mu­cho tiempo, que hubo un rey llamado Beowulf, que hizo muchas cosas, pero ninguna de ellas igualó a la que hu­biera querido hacer...
Mientras Beowulf así agonizaba, los guerreros fugitivos, sintién-dose aver­gonzados por haberle abandonado, y comprendiendo que ya había pasado todo el peligro, volvieron al lado de su jefe. Al verle tendido en el suelo, cubierto de sangre y mostrando en el cuello una espantosa herida, se estre­mecieron de espanto y pena.
Beowulf, que había cerrado los ojos los abrió otra vez y los miró como para perdonarlos y les dijo, se­ñalando a Wiglaf:
-Ahí tenéis a vuestro nuevo rey. Wiglaf ha de ser, por mi voluntad, obedecido de todos vosotros. Prestadle­ acatamiento y prometedle fidelidad y obediencia.
-¡Oh, señor! No habléis así -dijo uno de los hombres. Tiempo sobra­do habrá para una cosa tan triste co­mo es la de designar al sucesor. Vos viviréis porque os amamos.
Varios de ellos echaron a correr en busca de agua para el agonizante que la bebió afanosamente, y luego le aco­modaron apoyando su cabeza sobre una almohada improvisada con la ropa de los soldados. Pero la existencia del héroe tocaba a su fin. Al examinar la enorme herida de su cuello compren­dieron que era imposible prestarle el más insignificante auxilio. Su vida se apagó apacible pero rápidamente, y después de recomendar a Wiglaf por última vez que procurase ser un buen rey para sus súbditos, cerró los ojos para siempre.
Derramando lágrimas los guerre­ros se dispusieron a cumplir la últi­ma voluntad de su soberano. Estuvie­ron varias horas cortando leña para construir una gigantesca pira. Deposi­taron sobre ella el cadáver y prendie­ron fuego al montón de leña. La llama se elevó hasta el cielo, en un alarde colosal, entre torbellinos de humo que formaban gigantescas volutas. Cuando el cadáver quedó reducido a cenizas, los hombres recogieron éstas cuidado­samente en una urna provisional, en espera de otra posterior de oro.
El regreso de aquel grupo de gue­rreros fue el más patético que se registró en toda la historia de Got­landia.
Al saber la noticia, el pueblo pro­rrumpió en sollozos. Aquel mismo día se pusieron en camino los obreros encargados de construir el túmulo, donde fueron guardadas escrupulosa­mente, según la voluntad del rey, las cenizas del héroe y los tesoros del dragón. Los funerales duraron mu­chos días.
Y aún en los tiempos presentes, jóvenes que habéis seguido este canto en forma de relato, en las noches som­brías y sin luna, en el extremo norte de la isla de Gotlandia puede divisarse el resplandor de un faro, que ilumina las tinieblas y orienta al navegante perdido sobre la inmensidad del abis­mo. Es el héroe Beowulf, rey de Got­landia, quien lo sostiene sobre este in­menso abismo. Su nombre se perpetua­rá entre los hombres hasta mucho tiempo después que aquella luz se haya extinguido.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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