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viernes, 11 de enero de 2013

Los siete potros

En la región de los lagos suecos vivían dos ancianos tan pobres que no tenían de qué comer. Un día el hijo mayor dijo que se iba por el mundo para encontrar trabajo. Salió, y al poco rato de caminar se encontró ante un palacio donde vivía el soberano de la comarca. El rey esta­ba tomando el sol a la puerta de su castillo, y, cuando el hermano mayor de Vran apareció, el monarca le pre­guntó qué es lo que deseaba, y el mozo repuso que buscaba trabajo:
-Mira -le dijo el rey, a mí me hace falta un muchacho que se cuide de siete potros que tengo. El trabajo no es difícil, pues quiero saber exacta­mente qué es lo que comen y lo que beben.
Al hermano mayor le pareció esto muy sencillo y aceptó la colocación. Al rayar el alba, el mozo de la cuadra soltó a los siete potros, que salieron rápidos como el viento. El hermano mayor co­rrió tras ellos, hasta que el sudor le cegaba la vista y el aliento le salía en silbidos. Después de un gran rato de marchar corriendo tras los potros, el muchacho llegó a una cueva, donde, so­bre una rueca de oro, estaba hilando una vieja. Ésta llamó al hermano mayor y le dijo:
-No seas tonto; ven aquí que te peine, y descansa. ¿No ves que los po­tros han de pasar por aquí esta noche?
El hermano, cansado por la carrera, se dijo: «Bueno, me echaré un poco mientras esta vieja me peina.»
Así lo hizo, y, como era muy pere­zoso, se durmió mientras la vieja le peinaba. Cuando empezaba a caer el sol, volvieron los potros. El chico cogió un puñado de hierba y un cacharro de agua y regresó al castillo. Allí, el rey le preguntó si había cuidado bien de los potros y si sabía qué es lo que comían y bebían. El mozo contestó que sí, y le enseñó la hierba y el agua.
El rey supo en seguida que mentía y ordenó a sus lacayos que le propina­sen una paliza y luego le frotasen la es­palda con sal.
Como podéis suponer, el hermano mayor volvió a su casa de muy mal hu­mor y lleno de dolores. Se lo contó todo a sus padres.
El segundo hermano se empeñó en averiguar lo que los potros comían y bebían, y, contra los consejos de su familia, partió en busca del castillo y de los siete potros.
El rey le admitió con las mismas condiciones que a su hermano, pero, como también era muy holgazán, le ocurrió igual y volvió a su casa de pé­simo humor y con la espalda llena de chichones.
Entonces Vran decidió ir él. Sus pa­dres trataron de convencerle, y sus her­manos se echaron a reír, diciéndole que lo mismo le pasaría a él. Pero Vran no hizo caso y se fue.
Poco había caminado Vran, cuando llegó ante el palacio y se encontró al monarca, que estaba de mal talante. El rey le preguntó también quién era y de dónde venía.
Vran le dijo la verdad: que era her­mano de los otros dos mozos que ha­bían llegado antes pidiendo trabajo. Al oír esto, el rey le quiso echar, pero tanto insistió Vran, y con tan buenos modales. que le convenció. Al rayar el día, el encargado de la cuadra soltó a los potros, que partieron raudos como el viento. Vran se agarró a la cola del potro más joven, y, dando saltos y tum­bos, llegó a la cueva de la vieja que es­taba hilando su rueca de oro. La vieja le llamó, pero Vran no le hizo caso y siguió agarrado a la cola del potro más joven, aunque estaba agotado y molido de golpes. Pasada la cueva, los potros se pararon y el más joven le dijo con voz firme:
-Súbete, muchacho, ya que todavía tenemos que viajar un largo camino.
Vran se subió, y continuaron siete veces más de prisa que antes. Habían corrido al mismo galope desenfrenado horas y horas, cuando el potro pregun­tó a Vran:
-¿Ves algo?
Pero Vran contestó:
-No; no veo nada.
Al cabo de un rato, el potro hizo la misma pregunta, y entonces Vran le contestó:
-Sí; veo un árbol blanco en lonta­nanza.
-Ten cuidado -le contestó el po­tro, pues por allí hemos de entrar.
Penetraron en el interior. No había nada, a excepción de un sable mohoso y una jarra tapada.
-¿Puedes esgrimir ese sable? -pre­guntaron los potros a Vran.
Éste probó, pero no lo podía mover.
Entonces los potros le dijeron que se tomase un trago de la jarra.
Así lo hizo Vran, y descubrió que ahora sí podía esgrimir el sable con la misma facilidad que si fuese una pluma.
Los potros, puestos de acuerdo de que él era el hombre al cual estaban es­perando, le contaron que ellos, en reali­dad, eran siete príncipes que estaban hechizados por una bruja, y que el día que se celebrase su boda con la princesa, que era la hija del rey, les tenía que cortar las cabezas, aunque teniendo mu­cho cuidado de colocar la de cada uno con la cola del otro, y entonces el hechi­zo perdería su virtud.
Puestos de acuerdo los siete potros prosiguieron su camino a la misma ve­locidad que antes, hasta que el más joven, en el cual Vran iba montado, le preguntó:
-¿Ves algo?
Y Vran le dijo que veía la torre de una iglesia.
-Ahí es adonde vamos -repuso el potro.
Cuando entraron en el atrio, los po­tros se convirtieron en príncipes, tan magníficamente ataviados que Vran quedó estupefacto. Los príncipes se in­ternaron en el templo y se encontraron con un sacerdote anciano que los con­fesó y comulgó. Cuando el cura les hubo dado la bendición, los príncipes se pre­pararon para marchar. Vran tomó de manos del sacerdote una Forma sin consagrar y un poco de vino. Estas dos cosas las guardó y salió detrás. Entre­tanto, los príncipes, cuando salieron a la luz del sol, se convirtiero en potros otra vez y prosiguieron al galope para regresar al palacio, pero esta vez iban al doble de velocidad que cuando vi­nieron.
Vran estaba cegado por el viento. Pasaron por donde estaba la vieja tra­bajando en su rueca de oro, y Vran no pudo oír lo que dijo, dada la velocidad que llevaban, pero por lo poco que vio de ella decidió que debía estar muy fu­riosa.
Cuando llegaron al palacio, el rey preguntó a Vran:
-¿Has cuidado bien de los potros?
Vran le respondió que había hecho lo posible.
El rey le preguntó si sabía qué es lo que comían y bebían los potros. En­tonces extrajo la Forma sin consagrar y el recipiente con vino,
-En verdad -dijo el rey- que has cuidado a los potros bien. Así, pues, no faltaré a mi promesa: tendrás a mi hija como esposa y la mitad de mi reino.
Todo el mundo se dispuso a prepa­rar la fiesta, y el día de la boda, mo­mentos antes de casarse, Vran descen­dió a la cuadra, sin que nadie lo advir­tiese y cortó las cabezas a los siete po­tros, tal como había prometido, y las colocó en la misma postura que ellos le habían dicho.
En el acto surgieron los siete prín­cipes, ataviados con el lujo más fantás­tico, y dando las gracias a su salvador, todos subieron a participar en la boda. El rey, al ver a sus hijos perdidos, abra­zó a Vran, y le dijo:
-Posees ya la mitad de mi reino; la otra mitad la poseerás el día de mi muerte, ya que mis hijos se pueden buscar fortuna y tierras por el mundo.
Y de esa manera el pobre Vran se encontró convertido en uno de los prin­cipales reyes de ese país.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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