Los nobles daneses, convencidos de que ya no tenían
nada que temer, se hablan acostado tranquilamente sobre las pieles abrigadas y
blandas. Se durmieron, pues, sin recelar peligro alguno; pero cuando hacía una
hora que todos reposaban profundamente volvió a abrirse la fatídica puerta y al
vago resplandor de la luna se vio penetrar en la sala una sombra corpulenta y
agigantada, que avanzaba hacia el centro sin hacer el menor ruido. Sólo uno de
los daneses, de sueño más ligero que sus compañeros de,armas, pudo percibir la
sombra y dio un grito para despertarlos a todos, incorporándose y tirando de
su espada. Pero el misterioso enemigo, orientado por la voz, se dirigió hacia
él y, sin darle tiempo a defenderse, le tapó la boca con su poderosa garra y
desapareció llevándoselo. Todo había ocurrido con gran rapidez.
Cundió el pánico. Muchos que habían despertado
pudieron presenciar el rapto del guerrero, aunque incapaces de hacer nada para
auxiliarle. Todos estaban convencidos de que era de nuevo el mismo Grendel.
Inmediatamente se formó un grupo de hombres para correr en persecución del
monstruo. No sabían, de momento, quién fuese el desaparecido; pero cuando
pasaron revista a los presentes vieron que el único que faltaba era el noble
Aeschere, principal consejero del rey Hrotgar.
Deliberaron los nobles acerca de la conveniencia de
comunicar aquel suceso al soberano y acordaron decírselo después de esperar a
que amaneciese.
Fue un triste despertar para el rey, que sentía vivo
afecto por su consejero. Decidió llamar a Beowulf y, después de hacerle saber
lo sucedido, le pidió venganza contra el raptor de Aeschere.
El nuevo atacante al huir había dejado tras sí un
rastro de sangre de su víctima. Aquello serviría sin duda a los vikingos para
encaminarse al mismo antro que podía servir de guarida a la fiera. Sin
permitir que pasase demasiado tiempo, Beowulf y sus compañeros siguieron las
sangrientas huellas y anduvieron largo rato por la llanura gris, sobre el
rastro, que parecía rodearlos de siniestros presagios. La hemorragia debió de
ser espantosa, y se veía clara-mente, en determinado lugar, que el monstruo
se había detenido para descansar o reponer fuerzas. Veíanse dos rastros paralelos:
uno más ennegrecido y abundante, que era sin duda el de Grendel, y otro que
parecía de sangre humana, y era el de la víctima, la sangre del infortunado
Aeschere, que se había llevado el segundo monstruo. No era posible dudar más.
De este modo, y sin que les faltase nunca la trágica
pista que seguían, llegaron a la misma orilla de un lago muy extenso, sombreado
por frondosos árboles. El lugar tenía un aspecto sombrío, a lo que contribuía
sobremanera el color del agua, que era casi negro.
Se hallaba este estanque a corta distancia del mar y
en sus orillas terminaban las huellas de sangre, como si Grendel se hubiese
lanzado al agua. Pero ¿cómo habría podido nadar con un solo brazo?
Ya sabemos que Beowulf era un nadador extraordinario,
fuera de serie, y por tanto era lógico que aquel obstáculo no le arredrase. Se
quitó la ropa y se dispuso a zambullirse. Y desechando los consejos de sus amigos,
que le aconsejaban paciencia y se emboscara en los alrededores del estanque,
les respondió:
-Es inútil que me roguéis: he decidido llevar esta
aventura hasta el fin. Si dentro de una hora no aparezco, los mejores
nadadores que haya entre vosotros podrán buscarme en el fondo del lago.
Y dejando a un lado la espada y el escudo, que le
estorbaban, se lanzó a las aguas del lago cubierto sólo con un coselete de
bronce, que apenas le tapaba el pecho y la cintura.
Las negras aguas recibieron a Beowulf y se cerraron
sobre su cuerpo en círculos concéntricos, que con una calma siniestra fueron
ensanchándose hasta perderse en las orillas. Después reinó el silencio. Los
vikingos geatas se quedaron pensativos, mirándose unos a otros. No sabían si
volverían a ver más a su príncipe.
Cuando Beowulf se hubo sumergido miró a todas partes
para tratar de orientarse, y lo logró al fin, aunque el negro color de las
aguas estorbaba y hacía difícil la visibilidad. Hacia la derecha, junto a la
roca, encontró una mancha negra, a la cual se dirigió rápidamente y la tanteó
esperando encontrar un muro de piedra o de tierra. Pero su sorpresa fue grande
al descubrir que era en realidad un paso, la boca de una misteriosa galería
por la que se podía penetrar en busca de lo desconocido.
Con una audacia inaudita, sin detenerse a pensar si
le sería posible salir pronto de allí y encontrar aire para respirar, Beowulf
se lanzó hacia la galería que, afortunadamente para él, tenía la forma de un
tubo con los dos extremos vueltos hacia arriba, es decir, hacia la superficie
del agua. En breve tiempo, antes que acabase su resistencia, pudo salir de
nuevo a la superficie del agua y vio que se hallaba en la base líquida de una
enorme bóveda semejante a un pozo. Mirando hacia arriba divisó un débil resplandor
que se proyectaba sobre el techo de roca. Para llegar al borde del pozo le fue
preciso encaramarse por sus paredes, que estaban cortadas casi a pico. No le
fue fácil hacerlo; pero una vez hubo logrado salir del agua encontró junto a
un hueco de la pared el principio de una tosca escalera por la que pudo
ascender apoyándose en la pared opuesta.
Cuando ya había sacado casi todo el cuerpo fuera del
agua, llegaron a su oído voces rudas que hablaban un idioma ignorado y percibió
también claramente algunos gemidos roncos, que la extraña voz trataba de calmar
con palabras.
Aquél debía ser el antro de Grendel. El monstruo era,
sin duda, el que se quejaba, y su compañero, el raptor del infeliz Aeschere.
Beowulf asomó poco a poco la cabeza y procuró no
hacer ni el menor ruido, y pudo vér que la boca del pozo terminaba en una
espaciosa cueva en la que había aire puro. Debía de estar en comunicación con
el mar por alguna abertura invisible.
La escena de horror que se ofreció a sus ojos no le
permitió al valiente vikingo seguir en sus conjeturas. Vueltos de espalda a la
boca del pozo, de manera que no pudieron verle, había dos seres horribles,
macho y hembra. Uno de ellos estaba tendido en el suelo, ensangrentado y
lanzaba sordos gruñidos. El otro, la mujer, de tanta corpulencia como el
herido, trataba de calmar sus dolores; pero era tarde: Grendel moría, sin duda
por que la tremenda herida del brazo arrancado de cuajo se le había gangrenado.
A Beowulf le repugnaba tener que entablar combate con
una hembra, aunque fuese la madre de un monstruo; pero no le quedaba más remedio.
Había jurado, costase lo que costase, llevar a término aquella difícil
aventura.
De pronto, Beowulf se estremeció de gozo: apoyada en
la pared, detrás de los horribles seres, había una magnífica espada que
parecía invitarle a apoderarse de ella y dar rápido fin a su empresa. Sin
pensarlo un momento más, Beowulf tomó impulso, hizo flexión con las aceradas
piernas, y se plantó de un salto en el rincón donde estaba la espada apoyada en
la pared, apoderándose de ella en un instante.
El ruido que hizo al dar el salto obligó a la feroz
hembra que acompañaba a Grendel a volver el rostro. Hasta entonces el héroe no
había podido ver las facciones de aquella mujer espantosa, porque estaba
vuelta de espaldas, pero al volverse le pareció aún mucho más horrible que su
hijo.
Dejando al herido, la madre de Grendel se puso en pie.
Su corpulencia igualaba a la de éste, aunque en la fealdad del rostro lo
aventajaba extraordinariamente. Tenía una boca grande y sanguinolenta
semejante a la de las hienas, con dientes largos y bien afilados. Sus ojos,
hundidos y crueles, se fijaron en Beowulf, y lanzó un rugido espantoso. Él
aguardó la acometida, y cuando la hembra llegó a una distancia que le pareció
conveniente descargó la espada contra el brazo izquierdo del monstruo. Su
asombro fue grande al ver que, con el simple contacto de la espada, el brazo de
su enemiga se desprendía y caía al suelo, sin que ello le hubiese costado cl
menor esfuerzo. Aquella espada que tenía entre las manos estaba, por tanto,
encantada, y Beowulf exhaló im grito de triunfo. El sanguinario animal lanzó
un gruñido terrorífico, que hizo estremecer los muros de la cueva. Grendel se
dio cuenta, levantó la cabeza y lanzó también un débil gemido; pero ya no tenía
fuerzas para incorporarse. Beowulf remató a su enemiga de un poderoso tajo en
el cuello y le cortó la cabeza. Lo mismo hizo después con el hijo.
Cuando tuvo reunidas las dos cabezas exploró la
cueva, que era poco espaciosa, y allí encontró lo que ya esperaba: el cadáver
del infeliz Aeschere.
Aquella noche el rey le hizo objeto de un recibimiento
principesco y se celebró una nueva cena en la fatídica sala. Pero esta vez
nadie tuvo miedo y se quedaron a dormir en ella los guerreros daneses
confundidos con los geatas.
No fue necesario dejar ninguna guardia, pues ya
Grendel y su madre habían muerto. Sus cráneos enormes quedaron como adorno en
la sala, donde había otros trofeos de caza.
Al día siguiente Beowulf, rechazando gentilmente los
ruegos de los soberanos de Dinamarca, decidió regresar a su patria. Llevaba
su nave cargada de regios presentes en testimonio de gratitud de aquel pueblo
que él había liberado de la más horrible de las amenazas.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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