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viernes, 11 de enero de 2013

La espada encantada

Los nobles daneses, convencidos de que ya no tenían nada que temer, se hablan acostado tranquilamente so­bre las pieles abrigadas y blandas. Se durmieron, pues, sin recelar peligro alguno; pero cuando hacía una hora que todos reposaban profundamente volvió a abrirse la fatídica puerta y al vago resplandor de la luna se vio penetrar en la sala una sombra cor­pulenta y agigantada, que avanzaba hacia el centro sin hacer el menor ruido. Sólo uno de los daneses, de sueño más ligero que sus compañe­ros de,armas, pudo percibir la sombra y dio un grito para despertarlos a to­dos, incorporándose y tirando de su espada. Pero el misterioso enemigo, orientado por la voz, se dirigió hacia él y, sin darle tiempo a defenderse, le tapó la boca con su poderosa garra y desapareció llevándoselo. Todo había ocurrido con gran rapidez.
Cundió el pánico. Muchos que ha­bían despertado pudieron presenciar el rapto del guerrero, aunque incapa­ces de hacer nada para auxiliarle. To­dos estaban convencidos de que era de nuevo el mismo Grendel. Inmedia­tamente se formó un grupo de hom­bres para correr en persecución del monstruo. No sabían, de momento, quién fuese el desaparecido; pero cuan­do pasaron revista a los presentes vie­ron que el único que faltaba era el noble Aeschere, principal consejero del rey Hrotgar.
Deliberaron los nobles acerca de la conveniencia de comunicar aquel su­ceso al soberano y acordaron decír­selo después de esperar a que ama­neciese.
Fue un triste despertar para el rey, que sentía vivo afecto por su con­sejero. Decidió llamar a Beowulf y, después de hacerle saber lo sucedido, le pidió venganza contra el raptor de Aeschere.
El nuevo atacante al huir había dejado tras sí un rastro de sangre de su víctima. Aquello serviría sin duda a los vikingos para encaminarse al mismo antro que podía servir de gua­rida a la fiera. Sin permitir que pasase demasiado tiempo, Beowulf y sus com­pañeros siguieron las sangrientas hue­llas y anduvieron largo rato por la llanura gris, sobre el rastro, que pa­recía rodearlos de siniestros presa­gios. La hemorragia debió de ser es­pantosa, y se veía clara-mente, en de­terminado lugar, que el monstruo se había detenido para descansar o re­poner fuerzas. Veíanse dos rastros pa­ralelos: uno más ennegrecido y abun­dante, que era sin duda el de Grendel, y otro que parecía de sangre humana, y era el de la víctima, la sangre del infortunado Aeschere, que se había llevado el segundo monstruo. No era posible dudar más.
De este modo, y sin que les faltase nunca la trágica pista que seguían, llegaron a la misma orilla de un lago muy extenso, sombreado por frondo­sos árboles. El lugar tenía un aspecto sombrío, a lo que contribuía sobre­manera el color del agua, que era casi negro.
Se hallaba este estanque a corta distancia del mar y en sus orillas ter­minaban las huellas de sangre, como si Grendel se hubiese lanzado al agua. Pero ¿cómo habría podido nadar con un solo brazo?
Ya sabemos que Beowulf era un nadador extraordinario, fuera de se­rie, y por tanto era lógico que aquel obstáculo no le arredrase. Se quitó la ropa y se dispuso a zambullirse. Y desechando los consejos de sus ami­gos, que le aconsejaban paciencia y se emboscara en los alrededores del estanque, les respondió:
-Es inútil que me roguéis: he decidido llevar esta aventura hasta el fin. Si dentro de una hora no aparez­co, los mejores nadadores que haya entre vosotros podrán buscarme en el fondo del lago.
Y dejando a un lado la espada y el escudo, que le estorbaban, se lanzó a las aguas del lago cubierto sólo con un coselete de bronce, que apenas le tapaba el pecho y la cintura.
Las negras aguas recibieron a Beo­wulf y se cerraron sobre su cuerpo en círculos concéntricos, que con una calma siniestra fueron ensanchándose hasta perderse en las orillas. Después reinó el silencio. Los vikingos geatas se quedaron pensativos, mirándose unos a otros. No sabían si volverían a ver más a su príncipe.
Cuando Beowulf se hubo sumer­gido miró a todas partes para tratar de orientarse, y lo logró al fin, aun­que el negro color de las aguas es­torbaba y hacía difícil la visibilidad. Hacia la derecha, junto a la roca, en­contró una mancha negra, a la cual se dirigió rápidamente y la tanteó es­perando encontrar un muro de piedra o de tierra. Pero su sorpresa fue gran­de al descubrir que era en realidad un paso, la boca de una misteriosa gale­ría por la que se podía penetrar en busca de lo desconocido.
Con una audacia inaudita, sin de­tenerse a pensar si le sería posible salir pronto de allí y encontrar aire para respirar, Beowulf se lanzó hacia la galería que, afortunadamente para él, tenía la forma de un tubo con los dos extremos vueltos hacia arriba, es decir, hacia la superficie del agua. En breve tiempo, antes que acabase su resistencia, pudo salir de nuevo a la superficie del agua y vio que se halla­ba en la base líquida de una enorme bóveda semejante a un pozo. Mirando hacia arriba divisó un débil resplan­dor que se proyectaba sobre el techo de roca. Para llegar al borde del pozo le fue preciso encaramarse por sus paredes, que estaban cortadas casi a pico. No le fue fácil hacerlo; pero una vez hubo logrado salir del agua en­contró junto a un hueco de la pared el principio de una tosca escalera por la que pudo ascender apoyándose en la pared opuesta.
Cuando ya había sacado casi todo el cuerpo fuera del agua, llegaron a su oído voces rudas que hablaban un idioma ignorado y percibió también claramente algunos gemidos roncos, que la extraña voz trataba de calmar con palabras.
Aquél debía ser el antro de Gren­del. El monstruo era, sin duda, el que se quejaba, y su compañero, el raptor del infeliz Aeschere.
Beowulf asomó poco a poco la ca­beza y procuró no hacer ni el menor ruido, y pudo vér que la boca del pozo terminaba en una espaciosa cueva en la que había aire puro. Debía de es­tar en comunicación con el mar por alguna abertura invisible.
La escena de horror que se ofreció a sus ojos no le permitió al valiente vikingo seguir en sus conjeturas. Vuel­tos de espalda a la boca del pozo, de manera que no pudieron verle, había dos seres horribles, macho y hembra. Uno de ellos estaba tendido en el suelo, ensangrentado y lanzaba sor­dos gruñidos. El otro, la mujer, de tanta corpulencia como el herido, tra­taba de calmar sus dolores; pero era tarde: Grendel moría, sin duda por­ que la tremenda herida del brazo arrancado de cuajo se le había gan­grenado.
A Beowulf le repugnaba tener que entablar combate con una hembra, aunque fuese la madre de un mons­truo; pero no le quedaba más reme­dio. Había jurado, costase lo que cos­tase, llevar a término aquella difícil aventura.
De pronto, Beowulf se estremeció de gozo: apoyada en la pared, detrás de los horribles seres, había una mag­nífica espada que parecía invitarle a apoderarse de ella y dar rápido fin a su empresa. Sin pensarlo un momen­to más, Beowulf tomó impulso, hizo flexión con las aceradas piernas, y se plantó de un salto en el rincón donde estaba la espada apoyada en la pared, apoderándose de ella en un instante.
El ruido que hizo al dar el salto obligó a la feroz hembra que acom­pañaba a Grendel a volver el rostro. Hasta entonces el héroe no había po­dido ver las facciones de aquella mu­jer espantosa, porque estaba vuelta de espaldas, pero al volverse le pare­ció aún mucho más horrible que su hijo.
Dejando al herido, la madre de Grendel se puso en pie. Su corpulen­cia igualaba a la de éste, aunque en la fealdad del rostro lo aventajaba extraordinariamente. Tenía una boca grande y sanguinolenta semejante a la de las hienas, con dientes largos y bien afilados. Sus ojos, hundidos y crueles, se fijaron en Beowulf, y lan­zó un rugido espantoso. Él aguardó la acometida, y cuando la hembra lle­gó a una distancia que le pareció con­veniente descargó la espada contra el brazo izquierdo del monstruo. Su asombro fue grande al ver que, con el simple contacto de la espada, el brazo de su enemiga se desprendía y caía al suelo, sin que ello le hubiese costado cl menor esfuerzo. Aquella espada que tenía entre las manos es­taba, por tanto, encantada, y Beowulf exhaló im grito de triunfo. El sangui­nario animal lanzó un gruñido terro­rífico, que hizo estremecer los muros de la cueva. Grendel se dio cuenta, levantó la cabeza y lanzó también un débil gemido; pero ya no tenía fuer­zas para incorporarse. Beowulf rema­tó a su enemiga de un poderoso tajo en el cuello y le cortó la cabeza. Lo mismo hizo después con el hijo.
Cuando tuvo reunidas las dos ca­bezas exploró la cueva, que era poco espaciosa, y allí encontró lo que ya esperaba: el cadáver del infeliz Aes­chere.
Aquella noche el rey le hizo objeto de un recibimiento principesco y se celebró una nueva cena en la fatídi­ca sala. Pero esta vez nadie tuvo miedo y se quedaron a dormir en ella los guerreros daneses confundidos con los geatas.
No fue necesario dejar ninguna guardia, pues ya Grendel y su madre habían muerto. Sus cráneos enormes quedaron como adorno en la sala, donde había otros trofeos de caza.
Al día siguiente Beowulf, rechazan­do gentilmente los ruegos de los so­beranos de Dinamarca, decidió regre­sar a su patria. Llevaba su nave car­gada de regios presentes en testimo­nio de gratitud de aquel pueblo que él había liberado de la más horrible de las amenazas.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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