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viernes, 11 de enero de 2013

La promesa del vikingo

En la isla que hoy se llama de wo­lin, por donde desemboca el Oder en el Báltico; se estableció una colonia de vikingos que llegó a reunir una podero­sa flota y se hizo temer del propio rey danés, Svend Barbadoble, cuyos domi­nios no respetaban en sus expediciones. No osando atacarlos abiertamente, me­ditaba el rey la manera de destruirlos por la astucia y, tras muchas reflexio­nes, decidió invitarlos a una gran fiesta fúnebre, que preparaba a la memoria del rey Harald, su padre. Mandó men­sajeros al duque Sigwald, que gober­naba a los vikingos, y le togó asistiese con sus guerreros al banquete que ha­bía de celebrarse en la isla de Seeland.
Llegaron los vikingos el día señala­do en sesenta naves y fueron recibidos con la mayor pompa por el rey y toda la nobleza de Dinamarca, ante las gran­des mesas que habían dispuesto, según costumbre, para el festín.
Desde la primera noche, los vikin­gos bebieron desmesuradamente los li­cores fermentados, la cerveza y el hi­dromiel, y empezaron a reír sin ton ni son, a cantar y a decir despropósitos.
Cuando el rey vio que los vapores de la bebida comenzaban a turbarles la razón, levantó la voz y dijo:
-No olvidemos que este día está consagrado al recuerdo de mi padre. Os ruego, pues, que bebáis conmigo por Harald, rey de Dinamarca.
Se llenaron los cuernos; los más grandes fueron para los vikingos, y toda la asamblea bebió por el rey Harald.
Otras dos veces el rey invitó a beber a sus convidados en cuernos de enor­me capacidad, y, cuando vio que ya no eran dueños de sus palabras, extendió los brazos para calmar el alboroto que reinaba en la sala y dijo en tono alegre:
-Es costumbre en fiestas como ésta, en que se reúnen grandes personajes, hacer promesas solemnes que dejen re­cuerdo del día para todos los reunidos. Obedeceré tan respetable costumbre, convencido de que luego lo haréis vos­otros superándome; porque siendo los vikingos superiores a todos los otros hombres del Norte, también sus pro­mesas y hazañas han de superar a todas las hazañas y promesas. Y ya que me toca hablar el primero, he aquí la mía: Me comprometo a expulsar de sus Es­tados, antes del tercer invierno, a Edel­rico, rey de Inglaterra; y digo que si no logro expulsarle, morirá a mis ma­nos en el suelo de su país, y añadiré su reino al mío en el plazo que he fijado.
Ahora te toca a ti, Sigwald -añadió el rey después de vaciar otro de los cuer­nos a la memoria del homenajeado.
El duque Sigwald dijo:
-Yo haré la guerra a Noruega con mis propias fuerzas, «ayudado por mis compañeros y guerreros. Antes de dos años, Haakon será expulsado de sus dominios y recibirá la muerte de mis manos. De lo contrario, señores, dormi­ré mi último sueño bajo el túmulo de piedras, en tierra noruega.
-He aquí -exclamó el rey- la pro­mesa que podía esperarse de un gue­rrero como éste. Pero ahí está tu her­mano Dorkel, el grande, cuya talla no cede a la de una encina adulta, impa­ciente por hacer una promesa. Me pa­rece que si abre la boca oiremos algo extraordinario.
Dorkel se volvió al rey y dijo:
-No me apartaré de mi hermano Sigwald, como la sombra no se aparta de la lanza ante el sol, ni huiré mientras vea la proa de su nave dirigida hacia el enemigo.
-Nunca he conocido a un hombre más capaz de cumplir lo que promete. ¿Y tú, Bue el Gordo? Si tu promesa está en proporción con tu corpulencia, pa­labras formidables sorprenderán nues­tros oídos -siguió diciendo el monarca danés.
Bue era enorme, como esas rocas que vencen el esfuerzo de las olas. Tres hombres hubieran cabido holgadamen­te en la cota que ceñía su grandísimo torso.
-Ahí va mi promesa, rey Svend -dijo con voz de trueno: acompa­ñaré al duque Sigwald a esa expedición y no huiré mientras no haya más gue­rreros caídos que derechos, y aun en­tonces me quedaré, si tal es la voluntad del duque Sigwald.
-No esperaba menos de ti -excla­mó el rey. Escuchemos ahora a Si­gurd, cuya intrepidez, si la fama no miente, no tiene pareja. ¿Has oído a Bue, tu hermano? ¿Qué harás tú?
-Mi promesa es corta, señor: se­guiré a mi hermano; huiré si él huye; moriré si él muere.
-Lo sabía -dijo el rey. Estáis unidos no sólo por la sangre, sino por vuestro valor. ¡Y ahora tú, Vagn! Tus tíos Bue y Sigurd te muestran el cami­no, y si sólo existe un hombre capaz de cumplir su palabra, sabemos que eres tú.
Vagn avanzó al centro de la sala. Era alto y hermoso; toda su persona respiraba juventud y fuerza; llevaba una armadura deslum-brante, un collar de oro y un casco que brillaba como el creciente de la Luna.
-Rey Svend -dijo, oye mi pro­mesa. También yo acompañaré a No­ruega al duque Sigwald, combatiré al lado de mi tío Bue, a quien aprecio más que a nadie de este mundo, y mientras Bue viva verá resplandecer mi espada. Pero aún me faltan otras dos prome­sas: la primera es no volver a Dinamar­ca sin haber tomado antes por esposa a Ingeborg, la hija del noruego Darkel Lera, la doncella más hermosa del Nor­te, y eso sin el consentimiento y hasta contra la voluntad de su padre y de toda su familia; la segunda es no vol­ver a Dinamarca antes de haber matado a Darkel Lera, el primero entre todos los hombres de Noruega.
Vagn calló, y el rey exclamó enton­ces:
-No me sorprende que sea la tuya la promesa más grata y temeraria, Vagn; porque tu arrojo y tu tenacidad te ponen por encima de los héroes de este país y de los que viven en otras tierras.
El rey bebió a la salud de Vagn, y la asamblea prorrumpió en grandes aclamaciones.

Un viejo poeta cantó la batalla li­brada por los vikingos contra el duque Haakon, en las costas de Noruega, en la ensenada de Hiorungeveag.
El horizonte se cubre de naves im­pacientes. El viento impele a los vi­kingos hacia el Norte. La rapidez es su alegría, el azote del aire su placer. So­bre las montañas espumosas galopan los corceles marinos, hendiendo con sus petrales las azules ondas.
Hasta la tierra de Noruega han con­ducido a sus dueños los corceles del mar, y pronto el estrépito de las bata­llas llena los aires. Se encuentran y se acometen innumerables navíos, los es­cudos resuenan al choque de las espa­das; un inmenso botín se prepara para los cuervos.
El duque Haakan ha escogido sus hombres más valientes, sus guerreros más atrevidos, para hacer frente a las acometidas de Sigwald; ha puesto en orden de batalla sus mejores naves...
Delante de los vikingos van tres je­fes de nombradía: Sigwald el duque, que es fuerte y buen capitán; Bue el Gordo, el del brazo terrible, y Vagn, el más bizarro de los jóvenes. Una flota manda cada uno de ellos, y una flota recibe de ellos la orden de vencer.
Las naves danesas, blancas y, puras como las vírgenes del Océano, se des­lizan a lo largo de las riberas; algunas ya están vacías de marineros; muchos corceles van errantes por el agua, y ya no llevan más que cadáveres. En lo más alto de los palos se agitan las banderas. El viento de las espadas afiladas rasga las camisas de hierro. Sobre los escu­dos cantan las espadas desnudas.
Manos y cabezas saltan por la bor­da. El vikingo parte los cascos de bron­ce, hunde en las espadas las cotas más sólidas. Quien al vikingo hace frente va a una muerte segura.
Ningún arma está inactiva: las es­padas giran airadas, las hachas buscan los cráneos con avidez; las flechas vue­lan en espesa nube y los cascos rotos no guardan de la muerte.
Crece el ruido del combate; en mar y en tierra se oye de lejos; caen los héroes intrépidos, y he aquí que ante el furor de los vikingos, bajo una tem­pestad de proyectiles, de quejas y de gritos, retroceden los hombres de No­ruega.
Con el corazón lleno de cólera y desesperación, el duque de Haakon ha de retirarse; gana la orilla y desem­barca en la playa. Se arma de un cu­chillo afilado, manda que le traigan a su hijo menor, Erling, un hermoso ni­ño, y le sacrifica a los dioses.
Entretanto, Bue ha deshecho la lí­nea enemiga; su nave vuela a través de las filas y siembra la muerte a su paso; el canto de las espadas ahoga el bramido del mar.
Y de pronto viene del Norte la tem­pestad contra los vikingos; un huracán espantoso se abate sobre los guerreros de Dinamarca; el pedrisco resuena con­tra los cascos; las nubes arrojan pie­dras de hielo, el viento ciega a los héroes; las heridas se abren; la sangre se vierte por doquier.
Las saetas y los dardos se confunden con la lluvia, y de pronto las nubes se animan; entre la niebla galopa y carga el ejército de las valkirias.
Un ardor nuevo inflama al duque de Noruega, que impele su nave al agua. Y en la proa de esta nave se yergue una mujer: los vikingos ven con es­panto cómo extiende sus brazos; cómo arroja llamas de fuego por sus ojos, cómo salen flechas de sus dedos, tan numerosas como las gotas de la lluvia. Ante la horrible hechicera caen los más nobles guerreros; nada puede salvarlos de la muerte.
El miedo se apodera del duque Sigwald. Aparta sus naves del combate, se izan las velas, el viento hincha las blancas alas y hacia el horizonte huye Sigwald el cobarde.
Pero Bue y Vagn no han huido y sus hombres permanecen animosos en sus naves. Quien se les acerca es re­chazado, quien los ataca va de cabe­za al agua.
Bue, el héroe poderoso, recibe una grave herida; su casco cae a trozos; tiene partidos los labios, las mejillas hundidas, cortada la barba; pero no se dejará coger. En el fondo de la nave hay dos arcas llenas de tesoros. Bue las toma en sus brazos y se arroja al agua; el mar se traga al héroe.
Vagn ha combatido como un águila contra los más fuertes, los más arro­jados, abatiéndolos bajo su espada, y dando a los pájaros de presa pasto en abundancia. Pero el número le aplasta, le fatiga, le vence; las heridas le mo­lestan; su sangre abrasa como el fuego. Y los noruegos le apresan con treinta de los suyos.
Los vencedores vuelven a la costa con sus prisioneros a quienes entregan atados a la vigilancia de los esclavos. Luego los noruegos encienden hogue­ras, matan ganado y preparan un festín que dura hasta la caída de la tarde. Cuando estuvieron hartos fueron a ver a los cautivos, y el duque Haakon dijo satisfecho:
-Señores, para alegraros después de beber, he resuelto que todos estos vikingos sean decapitados antes de la noche, y he decidido también que el más digno y glorioso de nosotros, Darkel Lera, el primer guerrero de éste y demás países, cumpla la nueva proeza.
-No es cosa para espantar a nadie -dijo Darkel Lera, y que pierda vuestro aprecio, señores, si me mues­tro débil o torpe. Poneos en fila y ved si trabaja la espada de Darkel Lera.
Fueron desatados algunos vikingos de entre los heridos más graves, y tres de ellos arrastrados ante el guerrero noruego. Darkel levantó la espada y murieron uno tras otro. Después, vol­viéndose él duque dijo con orgullo a todos los presentes:
-Pretende una vieja leyenda que no puede uno cortar tres cabezas se­guidas sin cambiar de color. ¿Es cier­to, duque Haakon?
A lo que replicó el duque:
-Tú no has cambiado de color, Darkel, durante la tarea; pero me pa­rece que has palidecido antes de em­pezar.
Hicieron avanzar otro vikingo que apenas podía moverse de tan herido que estaba. Darkel le preguntó:
-Estás muy cerca de la muerte, amigo. ¿Qué piensas?
-Pienso -contestó tranquilamente el vikingo- que esto mismo le ocurrió a mi padre, a mi abuelo y a todos mis antepasados, y es lo más natural que ahora me ocurra a mí.
Los esclavos le obligaron a arrodi­llarse, le cogieron por la cabellera, y Darkel le mató.
Al quinto vikingo le preguntó Dar­kel Lera:
-¿No te parece desagradable mo­rir?
-Has de saber -le contestó el hombre- que las leyes de Lomsborg no enseñan el miedo ni la queja.
A la sexta víctima Darkel le repitió la pregunta y obtuvo esta respuesta:
-Es preferible morir honradamen­te como yo, que vivir vergonzosa-mente como el que hace el oficio de verdugo.
El séptimo vikingo se acercó em­puñando un cuchillo que no habían po­dido arrancarle, y, cuando Darkel le preguntó, dijo:
-Estoy contento de morir de este modo y sólo deseo que tu golpe sea seguro y rápido. En Lomsborg se dis­cute con frecuencia si un hombre deca­pitado conserva algún conocimiento después de cortarle la cabeza. Quisiera hacer la experiencia con este cuchillo. Te ruego que me observes bien en el momento en que me hayas decapitado: si conservo el conocimiento blandiré el cuchillo; de lo contrario, lo dejarán caer mis dedos.
Darkel le cortó la cabeza de un golpe más rápido que el rayo: el vi­kingo rodó por tierra y el cuchillo le cayó de la mano.
Luego, los esclavos empujaron a un mancebo que tenía una magnífica cabellera rubia y suave.
-¿No estás triste -le preguntó Darkel Lera- de dejarnos tan pronto?
-¿Por qué habría de estarlo? -con­testó. Lo mejor de mi vida ya ha pasado, y acabo de ver morir tan gran­des guerreros, que me avergonzaría de sobrevivirles. Pero me repugna ser lle­vado a la muerte por esclavos. Te rue­go que un hombre libre me aguante los cabellos y tenga cuidado de que la sangre no le moje.
Se adelantó un noruego y cogió la cabellera del joven, y era tan larga y abundante, que hubo de arrollársela en el puño. Luego tiró con fuerza, pero en el preciso momento en que Darkel dejaba caer la espada, el vikingo dio un tirón hacia atrás, de manera que el golpe cogió de lleno al que aguantaba los cabellos y le cortó el brazo a la altura del hombro. El joven dio un salto y gritó riendo:
-¿Quién de vosotros, señores, ha olvidado su mano entre mis espesos cabellos?
El duque Haakon advirtió a los que le rodeaban:
-Realmente son unos terribles ad­versarios. No he conocido jamás otros hombres que puedan comparárseles en valor y en astucia.
Y dirigiéndose a Darkel Lera, le dijo:
-Date prisa en matar a los que aún viven, porque este negocio podría acabar mal.
Entonces su hijó, el duque Erik, que estaba a su lado, hizo a Darkel señal de esperar y dijo:
-¿Para qué ha de continuar esta matanza? La audacia y el genio de es­tos hombres no me llenan de espanto, sino de admiración; sería más conve­niente atraerse a estos valientes que exterminarlos como a unos malhecho­res. Informémonos al menos de su li­naje; la mayor parte no pueden ser de raza vil.
Y preguntó al joven vikingo cómo se llamaba.
-Me llamo Swend, soy hijo de Bue el Gordo y de nobleza danesa.
-¿Qué edad tienes?
-Dieciocho años hubiera cumplido el próximo invierno, de haber vivido hasta entonces.
-Vivirás -dijo Erik; te doy mi palabra.
Y le admitió en su séquito. El duque Haakon frunció las cejas; una cólera sorda agitaba su pecho; pero se conte­nía, por miedo a Erik, que era muy estimado en Noruega y no sufría la autoridad paterna.
-Bueno -dijo el duque Haakon. Éste te pertenece. ¡Y ahora que Darkel Lera acabe con todos los prisioneros! Erik intervino de nuevo:
-Aún no. Quiero hablar con esta gente y decidir la suerte de cada uno. El duque Haakon calló. Trajeron otro prisionero, que era alto, de agra­dable aspecto y de constitución vigo­rosa. Darkel le dijo:
-¿Y tú, vikingo, no sientes nada ahora que vas a morir?
-Nada, salvo no haber podido cum­plir una promesa que hice.
El duque Erik preguntó:
-¿Cómo te llamas y qué promesa hiciste?
El vikingo contestó:
-Soy Vagn, hijo de Aage.
-¿Y la promesa?
-Prometí que si desembarcaba en tierra noruega mataría a Darkel Lera, después de haberme casado, contra su voluntad y la de los suyos, con su hija Ingeborg, que es la doncella más seduc­tora del Norte. Y afirmo, señor, que moriré de pena y consideraré frustrada mi vida si no puedo cumplir mi pro­mesa.
-¡Yo te lo impediré! -rugió Dar­kel Lera enfurecido al oír aquellas pa­labras.
Y se arrojó contra Vagn, descar­gando su espada. Pero su enemigo, rá­pido como el rayo, evitó el golpe. Darkel dio en el vacío y, arrastrado por el peso del arma, cayó pesadamen­te, soltando la espada. Vagn se apoderó de ella y antes que nadie pudiera im­pedirlo dio un golpe formidable en la nuca de Darkel diciendo:
-Al menos habré cumplido la mi­tad de mi promesa y moriré contento a medias.
El duque Haakon se levantó muy agitado y azuzó a sus hombres para que matasen a Vagn. Pero el duque Erik se adelantó a los noruegos y les dijo:
-Si no se me permite hablar, os juro que pasaréis por encima de mi cuerpo antes de herir a este vikingo.
El duque Haakon palideció y se mordió los labios, pero al ver a su hijo tan decidido, y que sus hombres, vaci­lantes, retrocedían bajando las lanzas, tendió su mano en señal de paz.
-No reñiremos por tan poca cosa, hijo mío. Que se cumpla tu deseo, ya que ahora hablas como amo.
-Señor -contestó Erik, algún día me haréis justicia por haberos con­servado la vida de este hombre. En cuando a Darkel Lera, no os sorprenda su muerte imprevista. Vos mismo, pa­dre mío, la anunciasteis hace poco al decir: «Has palidecido al empezar la tarea». Y nadie ignora que la palidez en el rostro de quien va a dar muerte a otros es presagio seguro de un pró­ximo fin.
Poco después el ejército noruego levantó el campo para volver a las ciu­dades. Vagn se colocó al lado del du­que Erik y cabalgó hasta que, entrada la noche, llegaron a la ciudad de Vigen. Y aquella misma noche Vagn se casó con Ingeborg, la más hermosa doncella del Norte.

Fuente: Antonio Urrutia

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