En la isla que hoy se llama de wolin, por donde desemboca
el Oder en el Báltico; se estableció una colonia de vikingos que llegó a reunir
una poderosa flota y se hizo temer del propio rey danés, Svend Barbadoble,
cuyos dominios no respetaban en sus expediciones. No osando atacarlos
abiertamente, meditaba el rey la manera de destruirlos por la astucia y, tras
muchas reflexiones, decidió invitarlos a una gran fiesta fúnebre, que
preparaba a la memoria del rey Harald, su padre. Mandó mensajeros al duque
Sigwald, que gobernaba a los vikingos, y le togó asistiese con sus guerreros
al banquete que había de celebrarse en la isla de Seeland.
Llegaron los vikingos el día señalado en sesenta
naves y fueron recibidos con la mayor pompa por el rey y toda la nobleza de
Dinamarca, ante las grandes mesas que habían dispuesto, según costumbre, para
el festín.
Desde la primera noche, los vikingos bebieron
desmesuradamente los licores fermentados, la cerveza y el hidromiel, y
empezaron a reír sin ton ni son, a cantar y a decir despropósitos.
Cuando el rey vio que los vapores de la bebida
comenzaban a turbarles la razón, levantó la voz y dijo:
-No olvidemos que este día está consagrado al recuerdo
de mi padre. Os ruego, pues, que bebáis conmigo por Harald, rey de Dinamarca.
Se llenaron los cuernos; los más grandes fueron para
los vikingos, y toda la asamblea bebió por el rey Harald.
Otras dos veces el rey invitó a beber a sus convidados
en cuernos de enorme capacidad, y, cuando vio que ya no eran dueños de sus
palabras, extendió los brazos para calmar el alboroto que reinaba en la sala y
dijo en tono alegre:
-Es costumbre en fiestas como ésta, en que se reúnen
grandes personajes, hacer promesas solemnes que dejen recuerdo del día para
todos los reunidos. Obedeceré tan respetable costumbre, convencido de que luego
lo haréis vosotros superándome; porque siendo los vikingos superiores a todos
los otros hombres del Norte, también sus promesas y hazañas han de superar a
todas las hazañas y promesas. Y ya que me toca hablar el primero, he aquí la
mía: Me comprometo a expulsar de sus Estados, antes del tercer invierno, a
Edelrico, rey de Inglaterra; y digo que si no logro expulsarle, morirá a mis
manos en el suelo de su país, y añadiré su reino al mío en el plazo que he
fijado.
Ahora te toca a ti, Sigwald -añadió el rey después de
vaciar otro de los cuernos a la memoria del homenajeado.
El duque Sigwald dijo:
-Yo haré la guerra a Noruega con mis propias fuerzas,
«ayudado por mis compañeros y guerreros. Antes de dos años, Haakon será
expulsado de sus dominios y recibirá la muerte de mis manos. De lo contrario,
señores, dormiré mi último sueño bajo el túmulo de piedras, en tierra noruega.
-He aquí -exclamó el rey- la promesa que podía
esperarse de un guerrero como éste. Pero ahí está tu hermano Dorkel, el
grande, cuya talla no cede a la de una encina adulta, impaciente por hacer una
promesa. Me parece que si abre la boca oiremos algo extraordinario.
Dorkel se volvió al rey y dijo:
-No me apartaré de mi hermano Sigwald, como la sombra
no se aparta de la lanza ante el sol, ni huiré mientras vea la proa de su nave
dirigida hacia el enemigo.
-Nunca he conocido a un hombre más capaz de cumplir lo
que promete. ¿Y tú, Bue el Gordo? Si tu promesa está en proporción con tu
corpulencia, palabras formidables sorprenderán nuestros oídos -siguió
diciendo el monarca danés.
Bue era enorme, como esas rocas que vencen el esfuerzo
de las olas. Tres hombres hubieran cabido holgadamente en la cota que ceñía su
grandísimo torso.
-Ahí va mi promesa, rey Svend -dijo con voz de trueno:
acompañaré al duque Sigwald a esa expedición y no huiré mientras no haya más
guerreros caídos que derechos, y aun entonces me quedaré, si tal es la
voluntad del duque Sigwald.
-No esperaba menos de ti -exclamó el rey. Escuchemos
ahora a Sigurd, cuya intrepidez, si la fama no miente, no tiene pareja. ¿Has
oído a Bue, tu hermano? ¿Qué harás tú?
-Mi promesa es corta, señor: seguiré a mi hermano;
huiré si él huye; moriré si él muere.
-Lo sabía -dijo el rey. Estáis unidos no sólo por la
sangre, sino por vuestro valor. ¡Y ahora tú, Vagn! Tus tíos Bue y Sigurd te
muestran el camino, y si sólo existe un hombre capaz de cumplir su palabra,
sabemos que eres tú.
Vagn avanzó al centro de la sala. Era alto y hermoso;
toda su persona respiraba juventud y fuerza; llevaba una armadura deslum-brante,
un collar de oro y un casco que brillaba como el creciente de la Luna.
-Rey Svend -dijo, oye mi promesa. También yo
acompañaré a Noruega al duque Sigwald, combatiré al lado de mi tío Bue, a
quien aprecio más que a nadie de este mundo, y mientras Bue viva verá
resplandecer mi espada. Pero aún me faltan otras dos promesas: la primera es
no volver a Dinamarca sin haber tomado antes por esposa a Ingeborg, la hija
del noruego Darkel Lera, la doncella más hermosa del Norte, y eso sin el
consentimiento y hasta contra la voluntad de su padre y de toda su familia; la
segunda es no volver a Dinamarca antes de haber matado a Darkel Lera, el
primero entre todos los hombres de Noruega.
Vagn calló, y el rey exclamó entonces:
-No me sorprende que sea la tuya la promesa más grata
y temeraria, Vagn; porque tu arrojo y tu tenacidad te ponen por encima de los
héroes de este país y de los que viven en otras tierras.
El rey bebió a la salud de Vagn, y la asamblea
prorrumpió en grandes aclamaciones.
Un viejo poeta cantó la batalla librada por los
vikingos contra el duque Haakon, en las costas de Noruega, en la ensenada de
Hiorungeveag.
El horizonte se cubre de naves impacientes. El viento
impele a los vikingos hacia el Norte. La rapidez es su alegría, el azote del
aire su placer. Sobre las montañas espumosas galopan los corceles marinos,
hendiendo con sus petrales las azules ondas.
Hasta la tierra de Noruega han conducido a sus dueños
los corceles del mar, y pronto el estrépito de las batallas llena los aires.
Se encuentran y se acometen innumerables navíos, los escudos resuenan al
choque de las espadas; un inmenso botín se prepara para los cuervos.
El duque Haakan ha escogido sus hombres más valientes,
sus guerreros más atrevidos, para hacer frente a las acometidas de Sigwald; ha
puesto en orden de batalla sus mejores naves...
Delante de los vikingos van tres jefes de nombradía:
Sigwald el duque, que es fuerte y buen capitán; Bue el Gordo, el del brazo
terrible, y Vagn, el más bizarro de los jóvenes. Una flota manda cada uno de
ellos, y una flota recibe de ellos la orden de vencer.
Las naves danesas, blancas y, puras como las vírgenes
del Océano, se deslizan a lo largo de las riberas; algunas ya están vacías de
marineros; muchos corceles van errantes por el agua, y ya no llevan más que
cadáveres. En lo más alto de los palos se agitan las banderas. El viento de las
espadas afiladas rasga las camisas de hierro. Sobre los escudos cantan las
espadas desnudas.
Manos y cabezas saltan por la borda. El vikingo parte
los cascos de bronce, hunde en las espadas las cotas más sólidas. Quien al
vikingo hace frente va a una muerte segura.
Ningún arma está inactiva: las espadas giran airadas,
las hachas buscan los cráneos con avidez; las flechas vuelan en espesa nube y
los cascos rotos no guardan de la muerte.
Crece el ruido del combate; en mar y en tierra se oye
de lejos; caen los héroes intrépidos, y he aquí que ante el furor de los
vikingos, bajo una tempestad de proyectiles, de quejas y de gritos, retroceden
los hombres de Noruega.
Con el corazón lleno de cólera y desesperación, el
duque de Haakon ha de retirarse; gana la orilla y desembarca en la playa. Se
arma de un cuchillo afilado, manda que le traigan a su hijo menor, Erling, un
hermoso niño, y le sacrifica a los dioses.
Entretanto, Bue ha deshecho la línea enemiga; su nave
vuela a través de las filas y siembra la muerte a su paso; el canto de las
espadas ahoga el bramido del mar.
Y de pronto viene del Norte la tempestad contra los
vikingos; un huracán espantoso se abate sobre los guerreros de Dinamarca; el
pedrisco resuena contra los cascos; las nubes arrojan piedras de hielo, el
viento ciega a los héroes; las heridas se abren; la sangre se vierte por
doquier.
Las saetas y los dardos se confunden con la lluvia, y
de pronto las nubes se animan; entre la niebla galopa y carga el ejército de
las valkirias.
Un ardor nuevo inflama al duque de Noruega, que impele
su nave al agua. Y en la proa de esta nave se yergue una mujer: los vikingos
ven con espanto cómo extiende sus brazos; cómo arroja llamas de fuego por sus
ojos, cómo salen flechas de sus dedos, tan numerosas como las gotas de la
lluvia. Ante la horrible hechicera caen los más nobles guerreros; nada puede
salvarlos de la muerte.
El miedo se apodera del duque Sigwald. Aparta sus
naves del combate, se izan las velas, el viento hincha las blancas alas y hacia
el horizonte huye Sigwald el cobarde.
Pero Bue y Vagn no han huido y sus hombres permanecen
animosos en sus naves. Quien se les acerca es rechazado, quien los ataca va de
cabeza al agua.
Bue, el héroe poderoso, recibe una grave herida; su
casco cae a trozos; tiene partidos los labios, las mejillas hundidas, cortada
la barba; pero no se dejará coger. En el fondo de la nave hay dos arcas llenas
de tesoros. Bue las toma en sus brazos y se arroja al agua; el mar se traga al
héroe.
Vagn ha combatido como un águila contra los más
fuertes, los más arrojados, abatiéndolos bajo su espada, y dando a los pájaros
de presa pasto en abundancia. Pero el número le aplasta, le fatiga, le vence;
las heridas le molestan; su sangre abrasa como el fuego. Y los noruegos le
apresan con treinta de los suyos.
Los vencedores vuelven a la costa con sus prisioneros
a quienes entregan atados a la vigilancia de los esclavos. Luego los noruegos
encienden hogueras, matan ganado y preparan un festín que dura hasta la caída
de la tarde. Cuando estuvieron hartos fueron a ver a los cautivos, y el duque
Haakon dijo satisfecho:
-Señores, para alegraros después de beber, he resuelto
que todos estos vikingos sean decapitados antes de la noche, y he decidido
también que el más digno y glorioso de nosotros, Darkel Lera, el primer
guerrero de éste y demás países, cumpla la nueva proeza.
-No es cosa para espantar a nadie -dijo Darkel Lera, y
que pierda vuestro aprecio, señores, si me muestro débil o torpe. Poneos en
fila y ved si trabaja la espada de Darkel Lera.
Fueron desatados algunos vikingos de entre los heridos
más graves, y tres de ellos arrastrados ante el guerrero noruego. Darkel
levantó la espada y murieron uno tras otro. Después, volviéndose él duque dijo
con orgullo a todos los presentes:
-Pretende una vieja leyenda que no puede uno cortar
tres cabezas seguidas sin cambiar de color. ¿Es cierto, duque Haakon?
A lo que replicó el duque:
-Tú no has cambiado de color, Darkel, durante la
tarea; pero me parece que has palidecido antes de empezar.
Hicieron avanzar otro vikingo que apenas podía moverse
de tan herido que estaba. Darkel le preguntó:
-Estás muy cerca de la muerte, amigo. ¿Qué piensas?
-Pienso -contestó tranquilamente el vikingo- que esto
mismo le ocurrió a mi padre, a mi abuelo y a todos mis antepasados, y es lo más
natural que ahora me ocurra a mí.
Los esclavos le obligaron a arrodillarse, le cogieron
por la cabellera, y Darkel le mató.
Al quinto vikingo le preguntó Darkel Lera:
-¿No te parece desagradable morir?
-Has de saber -le contestó el hombre- que las leyes de
Lomsborg no enseñan el miedo ni la queja.
A la sexta víctima Darkel le repitió la pregunta y
obtuvo esta respuesta:
-Es preferible morir honradamente como yo, que vivir
vergonzosa-mente como el que hace el oficio de verdugo.
El séptimo vikingo se acercó empuñando un cuchillo
que no habían podido arrancarle, y, cuando Darkel le preguntó, dijo:
-Estoy contento de morir de este modo y sólo deseo que
tu golpe sea seguro y rápido. En Lomsborg se discute con frecuencia si un
hombre decapitado conserva algún conocimiento después de cortarle la cabeza.
Quisiera hacer la experiencia con este cuchillo. Te ruego que me observes bien
en el momento en que me hayas decapitado: si conservo el conocimiento blandiré
el cuchillo; de lo contrario, lo dejarán caer mis dedos.
Darkel le cortó la cabeza de un golpe más rápido que
el rayo: el vikingo rodó por tierra y el cuchillo le cayó de la mano.
Luego, los esclavos empujaron a un mancebo que tenía
una magnífica cabellera rubia y suave.
-¿No estás triste -le preguntó Darkel Lera- de
dejarnos tan pronto?
-¿Por qué habría de estarlo? -contestó. Lo mejor de
mi vida ya ha pasado, y acabo de ver morir tan grandes guerreros, que me
avergonzaría de sobrevivirles. Pero me repugna ser llevado a la muerte por
esclavos. Te ruego que un hombre libre me aguante los cabellos y tenga cuidado
de que la sangre no le moje.
Se adelantó un noruego y cogió la cabellera del joven,
y era tan larga y abundante, que hubo de arrollársela en el puño. Luego tiró
con fuerza, pero en el preciso momento en que Darkel dejaba caer la espada, el
vikingo dio un tirón hacia atrás, de manera que el golpe cogió de lleno al que
aguantaba los cabellos y le cortó el brazo a la altura del hombro. El joven dio
un salto y gritó riendo:
-¿Quién de vosotros, señores, ha olvidado su mano
entre mis espesos cabellos?
El duque Haakon advirtió a los que le rodeaban:
-Realmente son unos terribles adversarios. No he
conocido jamás otros hombres que puedan comparárseles en valor y en astucia.
Y dirigiéndose a Darkel Lera, le dijo:
-Date prisa en matar a los que aún viven, porque este
negocio podría acabar mal.
Entonces su hijó, el duque Erik, que estaba a su lado,
hizo a Darkel señal de esperar y dijo:
-¿Para qué ha de continuar esta matanza? La audacia y
el genio de estos hombres no me llenan de espanto, sino de admiración; sería
más conveniente atraerse a estos valientes que exterminarlos como a unos
malhechores. Informémonos al menos de su linaje; la mayor parte no pueden ser
de raza vil.
Y preguntó al joven vikingo cómo se llamaba.
-Me llamo Swend, soy hijo de Bue el Gordo y de nobleza
danesa.
-¿Qué edad tienes?
-Dieciocho años hubiera cumplido el próximo invierno,
de haber vivido hasta entonces.
-Vivirás -dijo Erik; te doy mi palabra.
Y le admitió en su séquito. El duque Haakon frunció
las cejas; una cólera sorda agitaba su pecho; pero se contenía, por miedo a
Erik, que era muy estimado en Noruega y no sufría la autoridad paterna.
-Bueno -dijo el duque Haakon. Éste te pertenece. ¡Y
ahora que Darkel Lera acabe con todos los prisioneros! Erik intervino de nuevo:
-Aún no. Quiero hablar con esta gente y decidir la
suerte de cada uno. El duque Haakon calló. Trajeron otro prisionero, que era
alto, de agradable aspecto y de constitución vigorosa. Darkel le dijo:
-¿Y tú, vikingo, no sientes nada ahora que vas a
morir?
-Nada, salvo no haber podido cumplir una promesa que
hice.
El duque Erik preguntó:
-¿Cómo te llamas y qué promesa hiciste?
El vikingo contestó:
-Soy Vagn, hijo de Aage.
-¿Y la promesa?
-Prometí que si desembarcaba en tierra noruega mataría
a Darkel Lera, después de haberme casado, contra su voluntad y la de los suyos,
con su hija Ingeborg, que es la doncella más seductora del Norte. Y afirmo,
señor, que moriré de pena y consideraré frustrada mi vida si no puedo cumplir
mi promesa.
-¡Yo te lo impediré! -rugió Darkel Lera enfurecido al
oír aquellas palabras.
Y se arrojó contra Vagn, descargando su espada. Pero
su enemigo, rápido como el rayo, evitó el golpe. Darkel dio en el vacío y,
arrastrado por el peso del arma, cayó pesadamente, soltando la espada. Vagn se
apoderó de ella y antes que nadie pudiera impedirlo dio un golpe formidable en
la nuca de Darkel diciendo:
-Al menos habré cumplido la mitad de mi promesa y
moriré contento a medias.
El duque Haakon se levantó muy agitado y azuzó a sus
hombres para que matasen a Vagn. Pero el duque Erik se adelantó a los noruegos
y les dijo:
-Si no se me permite hablar, os juro que pasaréis por
encima de mi cuerpo antes de herir a este vikingo.
El duque Haakon palideció y se mordió los labios, pero
al ver a su hijo tan decidido, y que sus hombres, vacilantes, retrocedían
bajando las lanzas, tendió su mano en señal de paz.
-No reñiremos por tan poca cosa, hijo mío. Que se
cumpla tu deseo, ya que ahora hablas como amo.
-Señor -contestó Erik, algún día me haréis justicia
por haberos conservado la vida de este hombre. En cuando a Darkel Lera, no os
sorprenda su muerte imprevista. Vos mismo, padre mío, la anunciasteis hace
poco al decir: «Has palidecido al empezar la tarea». Y nadie ignora que la
palidez en el rostro de quien va a dar muerte a otros es presagio seguro de un
próximo fin.
Poco después el ejército noruego levantó el campo para
volver a las ciudades. Vagn se colocó al lado del duque Erik y cabalgó hasta
que, entrada la noche, llegaron a la ciudad de Vigen. Y aquella misma noche
Vagn se casó con Ingeborg, la más hermosa doncella del Norte.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015
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