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jueves, 20 de diciembre de 2012

Martín porra

Desde que don Suero de Bimenes había conocido a la hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en su corazón. La humildad y la belle­za de la joven cautivaron en extremo al aguerrido soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cronista, era la doncella

«de faz bellísima, vestía con halda e corpiño defino lienzo, bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mismo género, lo cual hacía resaltar el apiñonado tinte del cutis, las encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e los ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes».

Las visitas al castillo de la amada se hicieron frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la joven a los dardos de Cupido. Así fue como el afortu­nado guerrero llegó a aspirar los perfumes de aquella flor.
Mas partió don Suero para la guerra. Tras muchos días, en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor des­hojada que, desespe-ranzada, desde el adarve del castillo, inútilmente, y día tras día, otea el camino por donde debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó a su padre la causa de sus males:
«-Padre mío -le dixo- mis penas e cuitas son inmen­sas e imposibles de sobrellevallas; mis tristezas son hondas e mis melan-colías continuas e no hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque él me tiene embarga­do todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pensares son todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante...»
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgra­cias de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para parlamentar con don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Mar­tín Porra hizo que la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso Martín, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio cam­po rodeado de gruesos robles. Para mayor desprecio de Sue­ro, quiso Martín Porra que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando sólo dos entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la puerta sur; en la misma forma, por la puerta opuesta, lo hace el de Bimenes. Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al tablado de la pre­sidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Repuestas y enris-tradas, vuelven a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espa­das y con las rodelas con destreza y con vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal pare­ce que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, mas como el combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero que prodiga sus auxilios al que, desde entonces, llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de «Martín Porra», que aún conserva hoy.

Leyenda historica

0.100.3 anonimo (asturias) - 010

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