Desde que don Suero de Bimenes había conocido a la
hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en
su corazón. La humildad y la belleza de la joven cautivaron en extremo al aguerrido
soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cronista, era la
doncella
«de faz
bellísima, vestía con halda e corpiño defino lienzo, bordado de seda e oro, y
cubierta la cabeza con toca del mismo género, lo cual hacía resaltar el apiñonado
tinte del cutis, las encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e
los ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes».
Las visitas al castillo de la amada se hicieron
frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la
joven a los dardos de Cupido. Así fue como el afortunado guerrero llegó a
aspirar los perfumes de aquella flor.
Mas partió don Suero para la guerra. Tras muchos días,
en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde
pleitesía a la hermosura de la flor deshojada que, desespe-ranzada, desde el
adarve del castillo, inútilmente, y día tras día, otea el camino por donde
debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó
a su padre la causa de sus males:
«-Padre mío -le dixo- mis penas e cuitas son inmensas
e imposibles de sobrellevallas; mis tristezas son hondas e mis melan-colías
continuas e no hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque
él me tiene embargado todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pensares son
todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante...»
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgracias
de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para
parlamentar con don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y
se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Martín Porra hizo que
la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso
Martín, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio campo
rodeado de gruesos robles. Para mayor desprecio de Suero, quiso Martín Porra
que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando sólo dos
entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la
puerta sur; en la misma forma, por la puerta opuesta, lo hace el de Bimenes.
Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al
tablado de la presidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en
ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero
los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Repuestas y enris-tradas, vuelven
a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a
las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y
se paran los ataques con las espadas y con las rodelas con destreza y con
vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal parece
que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero
una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila
derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, mas como el
combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero
que prodiga sus auxilios al que, desde entonces, llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de
«Martín Porra», que aún conserva hoy.
Leyenda historica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
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