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jueves, 20 de diciembre de 2012

La roca de la sangre

En muy lejanos tiempos habitaba el castillo de Priorio un severo y orgulloso noble, llamado don Rodrigo, con su úni­ca hija, Irene. Era ésta una bellísima joven de dulce y bon­dadoso carácter. Cuantos la trataban, quedábanse prenda­dos de su hermosura y suavidad de carácter y no eran pocos los nobles asturianos que la hubieran deseado para esposa de sus hijos.
Ocurrió lo propio con un encumbrado conde ovetense, cuyos deseos de verla convertida en nuera eran muy gran­des. Mas, ninguno de todos ellos fue complacido, toda vez que la joven había entregado su corazón a Pablo, gallardo paje del infante don Alfonso e hijo de un pobre peón que trabajaba a las órdenes del padre de Irene.
Aquellos dos jóvenes que tanto amor se profesaban ha­bían vivido desde niños en la mayor camaradería, de tal manera que el cariño que sentía el uno por el otro fue au­mentando con el transcurso del tiempo.
Más de una vez, Pablo que, a pesar de su juventud, ha­bía ya dado sobradas muestras de su valor y esperaba que pronto le hicieran el honox de armarle caballero, había de­cidido resueltamente visitar a don Rodrigo para pedirle la mano de su hija Irene. Pero como conocía el desmedido orgullo del señor de Priorio, considerando, por otra parte, las grandes influencias de éste en la Corte, no se atrevió a dar el paso, permaneciendo así secretos sus amores.
Una tarde, que creyeron ausente a don Rodrigo, conver­saban amorosamente los jóvenes, al lado de una fuente, en un claro del pequeño bosque que se extendía a los pies del castillo. El agua producía una dulce música, cuyos variados sonidos, en conjunto, parecían afinados como cuerdas de un suave instrumento. Era, por así decirlo, una armonía acuá­tica, cuyos acordes se unían a la dulzura de aquella atarde­cida primaveral. Al parecer, le decía las más hermosas fra­ses, ya que Irene se ruborizaba complacida una y otra vez.
Se oyeron unos pasos a sus espaldas. Era el señor de Priorio que, con enojo, había escuchado la confesión de su hija. Como si algo le atara a la tierra, el paje permaneció donde estaba, en tanto el castellano le vociferaba palabras injuriosas; ni siquiera desenvainó la espada cuando don Rodrigo le arrinconó con la suya.
Al ver a Pablo cubierto de sangre, Irenc se desmayó; co­rrió el joven a socorrerla, pero don Rodrigo se lo impidió, levantando la espada con ambas manos y profiriendo:
-¡Miserable, no se te ocurra mancillarla con tu sangre bastarda!
Aquellas palabras, como ramalazo de furia, cayeron so­bre el paje que, no pudiendo frenar su ímpetu, ciego de ira, se abalanzó sobre don Rodrigo y le clavó la espada en el pecho.
Al ruido de las armas corrieron los sirvientes que, al ver a su señor tendido en tierra, se aprestaron a acorralar al jo­ven. Ya se cruzaban las espadas cuando Irene volvió de su desmayo. Con fuerza increíble en su voz ordenó el cese de la lucha, yendo en aquel mismo instante sus ojos a topar con el cadáver de su padre; instintivamente se arrodilló an­te él y con voz segura ordenó de nuevo:
-¡Detengan al asesino!
Al tiempo que con sus ojos suplicaba el perdón de su amada, Pablo arrojó su espada y se entregó a la servidum­bre del castillo. Los dos se sintieron irremediablemente se­parados por aquella muerte. Creyéndose el paje el más des­dichado de los mortales, mascullando un lastimero adiós, se arrojó al río Nalón. Nadie había osado detenerle...
En la margen izquierda del Nalón, no muy lejos de Las Caldas, hay una roca enhiesta, salpicada de manchas roji­zas; es la peña a la que Pablo se arrojó desde el castillo antes de acoger su cuerpo las aguas del río. Todavía conser­va hoy las señales de sus pies manchados con la sangre del castellano de Priorio.

Leyenda naturalista

0.100.3 anonimo (asturias) - 010

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