En muy lejanos tiempos habitaba el castillo de Priorio
un severo y orgulloso noble, llamado don Rodrigo, con su única hija, Irene.
Era ésta una bellísima joven de dulce y bondadoso carácter. Cuantos la
trataban, quedábanse prendados de su hermosura y suavidad de carácter y no
eran pocos los nobles asturianos que la hubieran deseado para esposa de sus
hijos.
Ocurrió lo propio con un encumbrado conde ovetense,
cuyos deseos de verla convertida en nuera eran muy grandes. Mas, ninguno de
todos ellos fue complacido, toda vez que la joven había entregado su corazón a
Pablo, gallardo paje del infante don Alfonso e hijo de un pobre peón que
trabajaba a las órdenes del padre de Irene.
Aquellos dos jóvenes que tanto amor se profesaban habían
vivido desde niños en la mayor camaradería, de tal manera que el cariño que
sentía el uno por el otro fue aumentando con el transcurso del tiempo.
Más de una vez, Pablo que, a pesar de su juventud, había
ya dado sobradas muestras de su valor y esperaba que pronto le hicieran el
honox de armarle caballero, había decidido resueltamente visitar a don Rodrigo
para pedirle la mano de su hija Irene. Pero como conocía el desmedido orgullo
del señor de Priorio, considerando, por otra parte, las grandes influencias de
éste en la Corte ,
no se atrevió a dar el paso, permaneciendo así secretos sus amores.
Una tarde, que creyeron ausente a don Rodrigo, conversaban
amorosamente los jóvenes, al lado de una fuente, en un claro del pequeño bosque
que se extendía a los pies del castillo. El agua producía una dulce música,
cuyos variados sonidos, en conjunto, parecían afinados como cuerdas de un suave
instrumento. Era, por así decirlo, una armonía acuática, cuyos acordes se
unían a la dulzura de aquella atardecida primaveral. Al parecer, le decía las
más hermosas frases, ya que Irene se ruborizaba complacida una y otra vez.
Se oyeron unos pasos a sus espaldas. Era el señor de
Priorio que, con enojo, había escuchado la confesión de su hija. Como si algo
le atara a la tierra, el paje permaneció donde estaba, en tanto el castellano
le vociferaba palabras injuriosas; ni siquiera desenvainó la espada cuando don
Rodrigo le arrinconó con la suya.
Al ver a Pablo cubierto de sangre, Irenc se desmayó;
corrió el joven a socorrerla, pero don Rodrigo se lo impidió, levantando la
espada con ambas manos y profiriendo:
-¡Miserable, no se te ocurra mancillarla con tu sangre
bastarda!
Aquellas palabras, como ramalazo de furia, cayeron sobre
el paje que, no pudiendo frenar su ímpetu, ciego de ira, se abalanzó sobre don
Rodrigo y le clavó la espada en el pecho.
Al ruido de las armas corrieron los sirvientes que, al
ver a su señor tendido en tierra, se aprestaron a acorralar al joven. Ya se
cruzaban las espadas cuando Irene volvió de su desmayo. Con fuerza increíble en
su voz ordenó el cese de la lucha, yendo en aquel mismo instante sus ojos a
topar con el cadáver de su padre; instintivamente se arrodilló ante él y con
voz segura ordenó de nuevo:
-¡Detengan al asesino!
Al tiempo que con sus ojos suplicaba el perdón de su
amada, Pablo arrojó su espada y se entregó a la servidumbre del castillo. Los
dos se sintieron irremediablemente separados por aquella muerte. Creyéndose el
paje el más desdichado de los mortales, mascullando un lastimero adiós, se
arrojó al río Nalón. Nadie había osado detenerle...
En la margen izquierda del Nalón, no muy lejos de Las
Caldas, hay una roca enhiesta, salpicada de manchas rojizas; es la peña a la
que Pablo se arrojó desde el castillo antes de acoger su cuerpo las aguas del
río. Todavía conserva hoy las señales de sus pies manchados con la sangre del
castellano de Priorio.
Leyenda naturalista
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
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