Cuentan los viejos que
durante muchos años los iquitos habían vivido tranquilos a las orillas del río
Pintoyacu. Sin embargo, pronto comenzó a rondar por ahí un tigre pequeño que,
según decían, era el espíritu de un hombre muerto. El tigre, mientras fue
pequeño, se alimentaba de carne de animales que cazaba sin problemas. Pero
cuando creció y se hizo grande, esta carne no le bastó, y comenzó a comerse a
los niños de los iquitos.
Más tarde, no solo se
comió a los niños, sino a cualquier persona
que encontraba. Y pronto, los iquitos comenzaron a ser cada vez menos.
que encontraba. Y pronto, los iquitos comenzaron a ser cada vez menos.
Un día, los que todavía
quedaban vivos acordaron huir, pues no podían dar caza al tigre, que seguía
matándolos. Huyeron río abajo con sus frágiles canoas.
Solo quedó en el poblado
una vieja con sus dos nietos pequeños que se negó a abandonar el lugar donde
había vivido siempre. Se escondieron en una cueva, y la vieja, cuando salía de
ella, se embadurnaba el cuerpo con barro y fango para que el tigre no la oliera
y la devorara. El tigre se acercaba a ella y la husmeaba, pero su olor a
podrido le hacía desistir y se alejaba.
Así pasó el tiempo, hasta
que un día andaba el tigre buscando comida cuando encontró a la viejecita que
estaba cocinando brea en una gran olla. La olla estaba rebosante de brea ya
derretida. El tigre, curioso, se acercó y le preguntó:
-Abuela, ¿para qué
cocinas brea?
-Para curarme los ojos y
poder así ver mejor -le respondió.
-Ay, abuela, cúrame a mí
también. Cada día veo peor y me cuesta más trabajo matar a mis presas para
alimentarme.
A la vieja se le ocurrió,
en ese momento, aprovechar la ocasión.
-Bien -le dijo-, te
ayudaré. La brea ya está cocinada, así que acércate para que te curemos a ti
primero.
Con una soga le amarró
fuertemente a un árbol. El tigre protestó:
-No me aprietes tanto la
soga, vieja. Vas a conseguir que me enfade.
-No te preocupes, hijo,
te estoy amarrando bien para curarte mejor.
Y le ató tan fuerte que
al tigre hasta le costaba respirar. La vieja le ordenó que abriera los ojos y
mirara al cielo. Entonces, cogió la olla y derramó sobre él la brea ardiendo.
El tigre dio un gran alarido y, rugiendo de dolor, se desplomó muerto.
Esta vieja tenía en su
cueva un loro muy listo. Así que ató a su cuello las dos garras del tigre y le
pidió que fuera con ellas hasta donde estaban los iquitos viviendo, en la
desembocadura del río Pintoyacu, junto al Amazonas. El loro voló hasta donde
estaba la gente, y cuando pasó por encima de las chozas, los iquitos le
preguntaron:
-¿Eres el loro de la
vieja?
Y el loro repetía una y
otra vez:
-¡Garras, garras, garras
del tigre!
Entonces bajó a tierra, y
todos lo reconocieron. Y se alegraron mucho al saber que la vieja, a pesar de
sus muchos años, había conseguido matar al tigre.
Algunos decidieron
entonces regresar a la tierra donde habían vivido antes, pero la mayor parte,
como ya se habían acostumbrado a aquel lugar, decidieron permanecer allí y
organizar un gran pueblo.
Y allí estuvieron hasta
que años después, cuando llegó el hombre blanco, llamaron a ese sitio Iquitos,
como los hombres que lo habitaban.
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