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lunes, 7 de abril de 2014

Como nacio la ciudad de Iquitos

Cuentan los viejos que durante muchos años los iquitos habían vivido tranquilos a las orillas del río Pintoyacu. Sin embargo, pronto comenzó a rondar por ahí un tigre pequeño que, según decían, era el espíritu de un hombre muerto. El tigre, mientras fue pequeño, se alimentaba de carne de animales que cazaba sin problemas. Pero cuando creció y se hizo grande, esta carne no le bastó, y comenzó a comerse a los niños de los iquitos.
Más tarde, no solo se comió a los niños, sino a cualquier persona
que encontraba. Y pronto, los iquitos comenzaron a ser cada vez menos.
Un día, los que todavía quedaban vivos acordaron huir, pues no podían dar caza al tigre, que seguía matándolos. Huyeron río abajo con sus frágiles canoas.
Solo quedó en el poblado una vieja con sus dos nietos pequeños que se negó a abandonar el lugar donde había vivido siempre. Se escondieron en una cueva, y la vieja, cuando salía de ella, se embadurnaba el cuerpo con barro y fango para que el tigre no la oliera y la devorara. El tigre se acercaba a ella y la husmeaba, pero su olor a podrido le hacía desistir y se alejaba.
Así pasó el tiempo, hasta que un día andaba el tigre buscando comida cuando encontró a la viejecita que estaba cocinando brea en una gran olla. La olla estaba rebosante de brea ya derretida. El tigre, curioso, se acercó y le preguntó:
-Abuela, ¿para qué cocinas brea?
-Para curarme los ojos y poder así ver mejor -le respondió.
-Ay, abuela, cúrame a mí también. Cada día veo peor y me cuesta más trabajo matar a mis presas para alimentarme.
A la vieja se le ocurrió, en ese momento, aprovechar la ocasión.
-Bien -le dijo-, te ayudaré. La brea ya está cocinada, así que acércate para que te curemos a ti primero.
Con una soga le amarró fuertemente a un árbol. El tigre protestó:
-No me aprietes tanto la soga, vieja. Vas a conseguir que me enfade.
-No te preocupes, hijo, te estoy amarrando bien para curarte mejor.
Y le ató tan fuerte que al tigre hasta le costaba respirar. La vieja le ordenó que abriera los ojos y mirara al cielo. Entonces, cogió la olla y derramó sobre él la brea ardiendo. El tigre dio un gran alarido y, rugiendo de dolor, se desplomó muerto.
Esta vieja tenía en su cueva un loro muy listo. Así que ató a su cuello las dos garras del tigre y le pidió que fuera con ellas hasta donde estaban los iquitos viviendo, en la desembocadura del río Pintoyacu, junto al Amazonas. El loro voló hasta donde estaba la gente, y cuando pasó por encima de las chozas, los iquitos le preguntaron:
-¿Eres el loro de la vieja?
Y el loro repetía una y otra vez:
-¡Garras, garras, garras del tigre!
Entonces bajó a tierra, y todos lo reconocieron. Y se alegraron mucho al saber que la vieja, a pesar de sus muchos años, había conseguido matar al tigre.
Algunos decidieron entonces regresar a la tierra donde habían vivido antes, pero la mayor parte, como ya se habían acostumbrado a aquel lugar, decidieron permanecer allí y organizar un gran pueblo.
Y allí estuvieron hasta que años después, cuando llegó el hombre blanco, llamaron a ese sitio Iquitos, como los hombres que lo habitaban.

0.072.3 anonimo (peru-amazonas-iquitos)-040

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