Allá por los años en que
don Fernando y doña Isabel se disponían a expulsar a los moros del reino de
Granada, vivía en tierra cordobesa el noble caballero don Juan de Sotomayor,
señor de Belalcázar. Todavía se conserva su castillo, no lejos de la
confluencia del Guadamatilla con el Júcar.
Don Juan era un joven
generoso y valiente. El único defecto que tenía era el ser excesivamente enamoradizo.
Su madre, doña Elvira de Zúñiga, le adoraba, y cuando los reyes hicieron un
llamamiento a la nobleza para poner fin a la Reconquista , consiguió
que don Juan se quedase a su lado.
Don Gutierre, el hermano
menor, cumplió este deber en nombre de los condes de Belalcázar y marchó a la
guerra al frente de sus huestes.
Don Juan, mientras tanto,
pasaba alegremente en Córdoba los años de su mocedad. Su madre, viéndole
mariposear de continuo entre damas y doncellas, intentó casarle, con la
esperanza de que el matrimonio pusiera fin a sus devaneos. No consiguió
convencerle; el joven conde rechazaba todos los partidos que doña Elvira le
proponía.
Sólo una vez, contra lo
esperado, don Juan dio pruebas de constancia tenaz: había encontrado el
verdadero amor de su vida.
Todos los años, por
Navidad, los campesinos del señorío ofrecían regalos a doña Elvira, en
agradecimiento a los favores que de ella recibían. Un año acudieron a
Belalcázar, entre los donantes, una viuda muy pobre y su hija. La muchacha era
muy hermosa y llevaba como ofrenda un cesto de jugosas granadas. Don Juan,
sorprendido al verla, le habló en tono que revelaba su admiración. La muchacha
se retiró con las mejillas encendidas, y doña Elvira reprochó a su hijo el
haber empleado un lenguaje tan galante con una muchacha tan pobre como
honrada. Y observando que se había quedado realmente impresionado, le hizo
prometer que no trataría de buscar de nuevo a la muchacha.
Sin embargo, el primer
día que don Juan salió de su casa dirigió su caballo al huerto donde trabajaban
la bella aldeana María y su madre.
Pasó a su lado y las
saludó cortésmente, emprendiendo después el regreso. Aquella noche no pudo
dormir.
Al día siguiente se
dirigió de nuevo al huerto, y esta vez saltó la valla. Y así, con un pretexto o
con otro, repitió sus visitas cada vez con más frecuencia.
Una tarde, el conde halló
a María sola entre la espesura de los granados. Era primavera. El ambiente y
la ocasión se presentaban de lo más propicios. Don Juan le declaró su amor con
encendidas frases. Ella, que le amaba también desde el primer día, apenas supo
qué contestarle. Antes de retirarse, don Juan le pidió una de las hermosas
flores de granado cogida por su mano, y en el momento en que ella levantó el
brazo para atender a tan sencilla petición, se acercó y, ciñéndola por la
cintura, le dio un beso.
María le rechazó,
turbada, y el joven conde comprendió, por la emoción que se reflejaba en el
rostro de la doncella, que era correspondido. Profundamente conmovido, le
pidió perdón. Recogió la flor de granado, que se le había caído al suelo, y se
despidió, diciendo:
-Adiós, María; nunca podré
olvidarte.
Desde aquel día don Juan
se sintió muy desgraciado. Confesó a su madre que amaba a María como no había
amado nunca a ninguna mujer y que el único remedio para su pasión era casarse
con ella. Doña Elvira recibió un disgusto tan grande con estas palabras, que
cayó en los brazos de su hijo presa de grave accidente. Para aliviarla fue
preciso que éste prometiera renunciar a aquel matrimonio.
Don Juan, desolado,
decidió marchar a la guerra. Obtuvo el consentimiento de su madre, que esperaba
que la ausencia le curase, y partió sin despedirse de María: temía que al
verla, flaquease su resolución.
Antes de abandonar
Belalcázar, le mandó por su paje un relicario de oro que contenía la flor de
granado que ella le había dado, y este sencillo mensaje: «Nunca te olvidaré».
María recibió el regalo al mismo tiempo que la noticia de que su señor partía.
Aquel día acabaron todas sus ilusiones y esperanzas.
Transcurrió un año, y el
conde de Belalcázar regresó ileso de la guerra y cubierto de gloria. María, en
cambio, yacía enferma. El médico no conocía su enfermedad, pero sabía que era
mortal. La melancolía que se había apoderado de ella había extinguido sus
fuerzas y había marchitado su belleza.
Un día se enteró de que
se iba a celebrar una gran fiesta para conmemorar el regreso de su señor.
Al oír que don Juan había
vuelto, sus colores reaparecieron momentáneamente y su emoción fue tan viva,
que la madre adivinó la causa del mal que la consumía.
Pasados los primeros días
que siguieron a las fiestas, la tristeza volvió a apoderarse de la joven. Su
postración y abatimiento fueron tales, que la desesperada madre tomó una
atrevida resolución: se dirigió al alcázar y solicitó ver al conde.
Don Juan la recibió
afectuosamente y la pobre viuda le contó, entre sollozos, que su hija estaba a
punto de morir. Momentos después, el conde, profundamente conmovido, se
presentaba en la humilde casa de María. Al enterarse ésta por su madre de que
el señor se acercaba, vistió sus modestas galas de fiesta y salió a recibirle a
una salita oreada por el aire del campo, desde la que podía verse el huerto de
los granados.
Don Juan no pudo ocultar
la penosa impresión que María le produjo. Su belleza se había marchitado y su
cuerpo se arqueaba como el de una vieja. ¡Y él había sido la causa de la ruina
de aquella maravillosa hermosura! Grande-mente emocionado, y sintiendo que su
amor se elevaba y se ennoblecía, cayó a los pies de María y, confesándole la
cobardía que le había hecho ceder a los ruegos de su madre, y que le había
llevado a la guerra, le prometió que ya nada podría cambiar su decisión. Si era
necesario, renunciaría a sus riquezas y a su título, pero sería su esposo.
María, que no hubiera
admitido nunca tal sacrificio, al escuchar estas palabras se puso intensamente
pálida por la emoción. Por unos momentos sus ojos brillaron, como antaño,
radiantes de felicidad y la vida animó su rostro demacrado; pero, instantes
después, dejó caer la cabeza sobre el pecho: la emoción que había sentido le
produjo la muerte.
Pocos días después, don
Juan de Sotomayor hacía renuncia de todos sus derechos y de su fortuna en su
hermano menor don Gutierre y tomaba el hábito de franciscano bajo el nombre de
fray Juan de la Puebla.
La tierra que vio su
bulliciosa juventud conoció también su humildad y su caridad.
099. anonimo (andalucia)
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