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miércoles, 5 de septiembre de 2012

La flor de granado

Allá por los años en que don Fernando y doña Isa­bel se disponían a expulsar a los moros del reino de Granada, vivía en tierra cordobesa el noble caballero don Juan de Sotomayor, señor de Belalcázar. Toda­vía se conserva su castillo, no lejos de la confluencia del Guadamatilla con el Júcar.
Don Juan era un joven generoso y valiente. El úni­co defecto que tenía era el ser excesivamente enamo­radizo. Su madre, doña Elvira de Zúñiga, le adoraba, y cuando los reyes hicieron un llamamiento a la noble­za para poner fin a la Reconquista, consiguió que don Juan se quedase a su lado.
Don Gutierre, el hermano menor, cumplió este de­ber en nombre de los condes de Belalcázar y marchó a la guerra al frente de sus huestes.
Don Juan, mientras tanto, pasaba alegremente en Córdoba los años de su mocedad. Su madre, viéndole mariposear de continuo entre damas y doncellas, in­tentó casarle, con la esperanza de que el matrimonio pusiera fin a sus devaneos. No consiguió convencerle; el joven conde rechazaba todos los partidos que doña Elvira le proponía.
Sólo una vez, contra lo esperado, don Juan dio prue­bas de constancia tenaz: había encontrado el verdade­ro amor de su vida.
Todos los años, por Navidad, los campesinos del se­ñorío ofrecían regalos a doña Elvira, en agradecimiento a los favores que de ella recibían. Un año acudieron a Belalcázar, entre los donantes, una viuda muy pobre y su hija. La muchacha era muy hermosa y llevaba co­mo ofrenda un cesto de jugosas granadas. Don Juan, sorprendido al verla, le habló en tono que revelaba su admiración. La muchacha se retiró con las mejillas en­cendidas, y doña Elvira reprochó a su hijo el haber em­pleado un lenguaje tan galante con una muchacha tan pobre como honrada. Y observando que se había que­dado realmente impresionado, le hizo prometer que no trataría de buscar de nuevo a la muchacha.
Sin embargo, el primer día que don Juan salió de su casa dirigió su caballo al huerto donde trabajaban la bella aldeana María y su madre.
Pasó a su lado y las saludó cortésmente, emprendien­do después el regreso. Aquella noche no pudo dormir.
Al día siguiente se dirigió de nuevo al huerto, y esta vez saltó la valla. Y así, con un pretexto o con otro, repitió sus visitas cada vez con más frecuencia.
Una tarde, el conde halló a María sola entre la espe­sura de los granados. Era primavera. El ambiente y la ocasión se presentaban de lo más propicios. Don Juan le declaró su amor con encendidas frases. Ella, que le amaba también desde el primer día, apenas supo qué contestarle. Antes de retirarse, don Juan le pidió una de las hermosas flores de granado cogida por su ma­no, y en el momento en que ella levantó el brazo para atender a tan sencilla petición, se acercó y, ciñéndola por la cintura, le dio un beso.
María le rechazó, turbada, y el joven conde compren­dió, por la emoción que se reflejaba en el rostro de la doncella, que era correspondido. Profundamente con­movido, le pidió perdón. Recogió la flor de granado, que se le había caído al suelo, y se despidió, diciendo:
-Adiós, María; nunca podré olvidarte.
Desde aquel día don Juan se sintió muy desgracia­do. Confesó a su madre que amaba a María como no había amado nunca a ninguna mujer y que el único re­medio para su pasión era casarse con ella. Doña Elvi­ra recibió un disgusto tan grande con estas palabras, que cayó en los brazos de su hijo presa de grave acci­dente. Para aliviarla fue preciso que éste prometiera renunciar a aquel matrimonio.
Don Juan, desolado, decidió marchar a la guerra. Obtuvo el consentimiento de su madre, que esperaba que la ausencia le curase, y partió sin despedirse de Ma­ría: temía que al verla, flaquease su resolución.
Antes de abandonar Belalcázar, le mandó por su paje un relicario de oro que contenía la flor de granado que ella le había dado, y este sencillo mensaje: «Nunca te olvidaré». María recibió el regalo al mismo tiempo que la noticia de que su señor partía. Aquel día acabaron todas sus ilusiones y esperanzas.
Transcurrió un año, y el conde de Belalcázar regre­só ileso de la guerra y cubierto de gloria. María, en cam­bio, yacía enferma. El médico no conocía su enferme­dad, pero sabía que era mortal. La melancolía que se había apoderado de ella había extinguido sus fuerzas y había marchitado su belleza.
Un día se enteró de que se iba a celebrar una gran fiesta para conmemorar el regreso de su señor.
Al oír que don Juan había vuelto, sus colores rea­parecieron momentáneamente y su emoción fue tan vi­va, que la madre adivinó la causa del mal que la consumía.
Pasados los primeros días que siguieron a las fies­tas, la tristeza volvió a apoderarse de la joven. Su pos­tración y abatimiento fueron tales, que la desesperada madre tomó una atrevida resolución: se dirigió al al­cázar y solicitó ver al conde.
Don Juan la recibió afectuosamente y la pobre viu­da le contó, entre sollozos, que su hija estaba a punto de morir. Momentos después, el conde, profundamente conmovido, se presentaba en la humilde casa de Ma­ría. Al enterarse ésta por su madre de que el señor se acercaba, vistió sus modestas galas de fiesta y salió a recibirle a una salita oreada por el aire del campo, desde la que podía verse el huerto de los granados.
Don Juan no pudo ocultar la penosa impresión que María le produjo. Su belleza se había marchitado y su cuerpo se arqueaba como el de una vieja. ¡Y él había sido la causa de la ruina de aquella maravillosa her­mosura! Grande-mente emocionado, y sintiendo que su amor se elevaba y se ennoblecía, cayó a los pies de Ma­ría y, confesándole la cobardía que le había hecho ce­der a los ruegos de su madre, y que le había llevado a la guerra, le prometió que ya nada podría cambiar su decisión. Si era necesario, renunciaría a sus rique­zas y a su título, pero sería su esposo.
María, que no hubiera admitido nunca tal sacrifi­cio, al escuchar estas palabras se puso intensamente pá­lida por la emoción. Por unos momentos sus ojos bri­llaron, como antaño, radiantes de felicidad y la vida animó su rostro demacrado; pero, instantes después, dejó caer la cabeza sobre el pecho: la emoción que ha­bía sentido le produjo la muerte.
Pocos días después, don Juan de Sotomayor hacía renuncia de todos sus derechos y de su fortuna en su hermano menor don Gutierre y tomaba el hábito de franciscano bajo el nombre de fray Juan de la Puebla.
La tierra que vio su bulliciosa juventud conoció tam­bién su humildad y su caridad.

099. anonimo (andalucia)

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