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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Lohengrin

Al fallecer el duque de Brabante, dejó a sus dos hijos, Elsa, de dieciocho años, y Godofredo, de ca­torce, bajo la tutela de Federico de Telramundo, noble arruinado, quien casi inmediatamente pidió a Elsa en matrimonio. Negóse ésta de una manera ro­tunda, por lo que el Conde le cobró antipatía y odio, jurándose a sí mismo vengarse de ella. Poco tiempo después, Federico contrajo matrimonio con Or­truda, princesa de Frieslandia.
Una tarde, Elsa y su hermano se fueron a dar un paseo por el bosque. Al atardecer, volvió ella sola, diciendo que su hermano había desaparecido. Los nobles del país salieron en busca del heredero del Duque; pero todo fue inútil. No pudieron encon­trarle.
Al dolor que por la pérdida de Godofredo sentía Elsa, tuvo que añadir el de verse acusada por Or­truda y Federico de ser ella la causante de la desapa­rición de su propio hermano, por ambición.
Por aquellos tiempos, y a causa de la discordia entre Germania y Hungría, el rey Enrique I visitó el país de Brabante. Enterado de lo que ocurría en Amberes -la desaparición del Duque heredero, se dirigió al palacio para cerciorarse de la verdad de este hecho.
Reunidos todos los nobles y damas del país frente al palacio, a la orilla del río, el Rey quiso saber qué era lo que pasaba exactamente. Entonces Federico, conde de Telramundo, y su esposa Ortruda formula­ron la acusación contra Elsa de haber asesinado a su propio hermano. El Rey, horrorizado ante seme­jante crimen, mandó llamar a la joven. Apareció ésta, acompañada de sus damas, y presentóse hu­mildemente. Al,preguntarle el Monarca si se reco­nocía culpable del asesinato de su hermano, Elsa estalló en sollozos lamentándose por la pérdida de Godofredo. El Rey le preguntó entonces qué podía decir en su defensa. La joven se encogió de hombros y dijo que nada. El Rey, sin embargo, no podía creer en la culpabilidad de aquella joven de aspecto tan candoroso y modesto, y le preguntó si se creía capaz de encontrar un campeón que defendiera su causa en lo que entonces se llamaba un juicio de Dios. Elsa recordó que en un sueño que había tenido hacía unos días, se le apareció un caballero y le dijo que estaba dispuesto a ser su campeón y a librarla de sus enemigos. Para presentarse, bastaría que, lle­gado el momento, los heraldos le llamaran.
Dio orden el Rey de que se hiciera la llamada para el juicio de Dios. Hiciéronlo así los heraldos, diciendo en su pregón que el caballero que quisiera salir a la liza como campeón de Elsa se presentase inmediatamente. Nadie aparecía, y Ortruda y Fede­rico empezaban a mofarse de la joven y de su sueño. Ésta pidió al Rey, por favor, que nuevamente lanza­ran los heraldos el pregón. Sabía que su caballero no dejaría de presentarse. Llamaron de nuevo los heraldos, y de pronto se vio aparecer al otro lado del río un cisne blanco que conducía una frágil barqui­lla, sobre la que venía un caballero vestido con una brillante cota de malla. Elsa reconoció en él al que le había prometido en sueños ser su campeón.
Al llegar frente al lugar donde estaba el Rey y los nobles, el cisne se acercó a la orilla, y el caballero desembarcó, despidiéndose del ave, que se alejó de nuevo majestuosamente. El joven saludó respetuo­samente al Rey y se dirigió luego a Elsa, ante quien se inclinó cortésmente, diciéndole si le permitiría ser su campeón, tal como le había prometido. Ella le confió por completo su vida y el destino de su país, diciéndole que le tomaba como su héroe y protector. El caballero, seducido por la dulzura y belleza de Elsa, la pidió por esposa si salía vencedor en la lucha, cosa que ni siquiera dudaba. Elsa aceptó. Pero el caballero le impuso entonces una extraña condición: él sería su protector y el de su país, y per­mane-cería fielmente a su lado; pero ella no debía preguntarle nunca quién era, cómo se llamaba, ni de dónde había venido. Conformóse Elsa con esta condición, y él retó entonces a Federico de Telra­mundo, quien, de momento, se negaba a luchar con un desconocido. Al declarar el Rey que si no pe­leaba con el campeón de Elsa ésta sería considerada inocente del crimen que se le imputaba, salió al campo, donde el caballero le venció fácilmente, res­petando su vida «para que tuviera tiempo de en­mendar sus errores y corregir sus muchas faltas».
Federico de Telramundo y su mujer Ortruda que­daron deshon-rados ante toda la corte. La ambiciosa princesa no podía resignarse al alejamiento de la corte, y, excitando la piedad de Elsa, se acercó a ella de nuevo. Empezó a sembrar la duda en su corazón inocente y sencillo, hablando de lo misterioso de la llegada del caballero, de lo raro que parecía que no quisiera decir quién era, cómo se llamaba ni de dónde venía, y de la posibilidad de que fuera un brujo o simplemente un aventurero. La joven pro­testó, defendiendo a su héroe; pero Ortruda conocía el corazón humano y sabía que Elsa no dejaría de hacer las tres preguntas prohibidas. Así, en la noche de bodas, el conde de Telramundo y uno de sus ami­gos, traidores y enemigos de Elsa, se escondieron tras las cortinas de la cámara nupcial, dispuestos a escuchar la conversación de los jóvenes esposos, no dudando de que la joven no podría resistir la tenta­ción de querer saber con quién se había casado. Efectiva-mente. En medio de las protestas de amor del caballero, Elsa, cuyo espíritu atormentado por la duda no podía ya soportarlo por más tiempo, hizo a su esposo las tres preguntas que, de una manera contundente, éste le había prohibido hacer.
El caballero comprendió que había sido víctima de un engaño. Perdonó a su joven esposa la curiosi­dad; pero no pudo romper su promesa de alejarse de ella en el mismo momento en que perdiera la fe en él. Además, se dio cuenta de que alguien estaba escondido detrás de las cortinas y, tomando su es­pada, atravesó con ella a Telramundo, que se des­plomó a sus pies.
Al día siguiente, de nuevo los nobles y damas fue­ron convocados para reunirse a la orilla del río, pre­sididos por el rey de Germania, Enrique I. El caba­llero quiso declarar quién era y de dónde había ve­nido, y despedirse al mismo tiempo de todos. No pudo permanecer ni un solo día en un lugar donde ya conocían su procedencia.
Cuando estaban todos reunidos junto al Rey, a cuyo lado se sentó Elsa, el caballero declaró que venía de Montsalvat, la montaña santa donde se conserva y guarda el santo Grial, el divino cáliz donde Jesucristo consagró su propia sangre para ofrecerla a los pecadores. Su padre, Parsifal, era quien conservaba el divino tesoro. Él era su ayu­dante. Se llamaba Lohengrin.
Dicho esto, el caballero se despidió de Elsa, la cual en vano le pidió que se quedase junto a ella y le perdonase su curiosidad. Lentamente, como se fue, apareció de nuevo el cisne que lo condujo hasta ella. Cuando llegó junto a la orilla, Lohengrin soltó las cadenas que le sujetaban a la barquilla. El cisne se sumergió en el agua y apareció en su lugar Godo­fredo, el hermano de Elsa y heredero del ducado de Brabante.
El muchacho, entre las aclamaciones de todos, se precipitó en brazos de su hermana, que lloró de ale­gría por el retorno del hermano, y de dolor por la pérdida de su héroe, quien se alejó triste en su bar­quilla, mirando apenado a Elsa, a quien tanto amaba y tenía que abandonar por no haber tenido con­fianza en él.

161. anonimo (belgica)

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