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martes, 4 de septiembre de 2012

Rhonawvy sueña

Ocurrió una vez que el rey de Powys, llamado Madawc, hijo de Maredudd, tenía un hermano pe­queño llamado Iorwerth, quien, como es natural, no tenía las mismas prerrogativas que él. Esto enfure­ció de tal manera a Iorwerth, que reunió a los conse­jeros y les preguntó qué es lo que tenía que hacer. Los sabios de la corte le aconsejaron que aceptase el cargo que le daba su hermano como jefe de la casa, mas el díscolo, comido por la envidia, no quiso aceptar y partió iracundo de la corte. Iorwerth entró a sangre y fuego en el condado de Loegria, quemando las casas y matando a sus habitantes. El rey Ma­dawc reunió a sus jefes y les ordenó que persiguie­ran a su hermano como a un malhechor. Entre los nobles que acudieron fue Rhonawby. Éste se dedi­caba a capturar rebeldes, y en sus correrías por las provincias del reino se encontró con un castillo medio derruido por el tiempo y del cual salía un humo negro y espeso. Rhonawby, seguido de los suyos, entró en la primera sala, para ver qué ocurría en la fortaleza. El suelo estaba sembrado de aguje­ros, llenos de agua y barro, y era difícil poder man­tenerse en pie, por lo resbaladizo del piso.
En una esquina había una vieja sentada delante de un fuego; cuando sentía frío, echaba un montón de basura en él, y esto causaba el humo negro y pes­tífero que llenaba la sala, haciendo dificultosa la respiración. Al otro lado del fuego había una piel de ternera echada en el suelo; era lo único limpio que se veía en aquel lugar tan cochambroso. Rhonawby trató de entablar conversación con la vieja, pero ésta no hablaba más que en murmullos, y lo único que pudo entender era que la piel de ternera tenía la propiedad mágica de que todo aquel que descen­diese de linaje noble y durmiese en ella tendría los sueños más fantásticos del mundo.
Rhonawby se acostó en la piel de ternera, por ser el sitio más limpio. No había hecho más que dor­mirse, cuando soñó que él y sus compañeros viaja­ban por la llanura de Argyngroeg. Creyó que iba en dirección a Rhyd Groes, en Severn. Mientras iban avanzando, oyeron detrás de ellos un ruido es­truendoso y vieron a un joven rubio, magnífica­mente ataviado, sobre un caballo alazán, .que tenía las manos y las piernas grises. Tan fiero era el as­pecto del noble, que el miedo, se apoderó de ellos y trataron de huir. Pero ocurría que cuando el caballo inspiraba, se sentían atraídos hacia él: tal era su fuerza, y cuando respiraba, eran lanzados como fle­chas. Pronto les alcanzó el jinete, y Rhonawby im­ploró al joven de continente fiero que no les matase, por no haber hecho nada malo. El noble le concedió a él y a los suyos la vida. Preguntándole entonces Rhonawby quién era, éste contestó:
-No tengo por qué esconder mi linaje; me llamo Iddawc Cordd Prydain, y me llamo así porque, en otros tiempos, el Rey me mandó como embajador a estipular la paz con Medrawd. Mas como era muy joven y lleno de fuego, mis palabras no fueron com­prendidas y se declaró la guerra por mi culpa. Tres noches antes de que la batalla terminase, me fui a Llech Las, y allí me quedé durante siete años, ha­ciendo penitencia; después de eso fui perdonado.
Al terminar de decir esto, oyeron otro ruido más fuerte aún que el primero, y apareció un joven caba­llero perfectamente afeitado, montado sobre un ca­ballo medio bayo y medio blanco. Si el primero iba vestido con elegancia, el segundo iba cuajado de piedras preciosas y su montura era de oro, así como la brida y el bocado del caballo. Iba vestido de rojo, con una capa que relucía al sol, y se dirigió al pri­mero, diciéndole:
-Dadme una parte de estos hombrecitos para que me los pueda llevar.
Iddawc le contestó:
-Aquello que sea mío, mío es, aunque algunos te podré dar, si quieren irse contigo. Mas serás para ellos un amigo, como he sido yo.
Entonces el segundo caballero desapareció. Rho­nawby preguntó a Iddawc quién era aquel caballero, a lo cual fue contestado que se llamaba Rhuvawn Pebry y que era el hijo del príncipe Deorthach.
Siguieron por la llanura, hasta que llegaron al Se­vern, y allí estaba sentado el rey Arthur con el obis­po Bedwini a su derecha, y Gwarthegyd, hijo de Kaw, un joven de estatura gigantesca, estaba de pie ante él, con un mandoble en la mano y un traje de raso negro. Su cara era blanca como el marfil y lo que podía ver de su muñeca entre su guante y la manga era más blanco que un nardo y de grueso como el tobillo de un guerrero.
Iddawc pasó delante del Rey con Rhonawby y sa­ludó al Monarca. Éste le preguntó:
-¿De dónde has sacado ese hombrecito? -Lo encontré más arriba, en la carretera. El Rey se sonrió.
-¿De qué te sonríes? -preguntó Iddawc.
-No me sonrío -le contestó; me entristezco al saber que unos hombrecitos tan pequeños sean los que ahora guardan esta isla.
Iddawc dijo a Rhonawby:
-¿Ves ese precioso anillo que lleva en el dedo el Emperador? Pues gracias a él podrás recordar todo lo que en esta noche vieses; de lo contrario, se te olvidaría.
Tendieron delante del Rey una preciosa alfom­bra; en cada punta tenía una manzana de oro y sobre ella colocaron el trono del Monarca: tan gran­de era, que hubiese servido para sentarse en él tres hombres.
Se sentó el Soberano y le trajeron un tablero de ajedrez, cuyas fichas eran de plata labrada. Owain se le acercó y se puso a jugar con él. Estaban en la primera partida, cuando un joven cubierto de arma­dura y con una tizona de tres filos en la mano se acercó y saludó a Owain.
-Señor, ¿es que con su permiso los pajes y nobles del Emperador matan a vuestras águilas? Si no es así, pedidle al Monarca que suspenda la matanza.
Owain dijo al Emperador:
-¡Oh Rey!, ¿habéis oído al joven? Prohibid que maten a mis águilas.
-Seguid jugando -respondió el Rey.
Terminaron ese juego y empezaron otro. Durante la segunda partida, se acercó un cortesano vestido de raso amarillo, con una capa negra cogida con bro­ches de oro y en la mano una preciosa espada con hoja de plata y empuñadura de diamantes y esme­raldas. Se dirigió a Owain, diciéndole:
-Señor, los nobles del Emperador están ma­tando a vuestras águilas; pedid al Rey que lo pro­híba.
Éste contestó:
-Owain, proseguid el juego.
Terminaron la partida y empezaron la tercera. Poco tiempo había pasado, cuando se acercó un guerrero vestido con una cota de malla de oro puro y en la mano una gran lanza de plata maciza. Se di­rigió a Owain de la misma manera. Mas el Rey le interrumpió:
-Juega, si te place.
Entonces Owain dijo al guerrero:
-Vuelve, y donde la lucha sea más sangrienta, le­vanta mi banderín, y sea lo que quiera el cielo.
El guerrero partió y a los pocos momentos un fra­gor ensordecedor irrumpió sobre el campamento y las águilas elevaban por los aires a los que antes les habían hecho daño y los dejaban caer en tierra, des­pedazados. A los pocos momentos, un noble de la corte se acercó al Rey, vestido de encarnado y con un yelmo de oro en la cabeza; en la mano sostenía una lanza de ébano, cuya punta estaba teñida de sangre de las águilas. Saludó al Monarca, y le dijo que las águilas estaban matando a sus guerreros. El Rey se dirigió a Owain, diciéndole:
-¡Prohíbelo!
Y Owain repuso:
-Prosigue tu juego.
El rumor del vuelo de las águilas aumentaba a cada momento, y entonces un guerrero sobre un corcel gris dijo al Soberano que estaban matando a sus cortesanos. Esto sucedió tres veces. En la última fue tal el furor del Rey, que cogió las piezas del aje­drez y las estrujó hasta que se convirtieron en polvo.
Owain creyó llegado el momento, y ordenó a Gwres, hijo de Rheged, que bajase el banderín, y vino la paz. Más y más cosas vio Rhónawby, hasta que por fin las huestes del Monarca levantaron el campamento y prosiguieron la marcha. Tal fue el chocar de armas, el piafar de caballos, el estruendo de las voces de mando y los gritos de despedida, que Rhonawby despertó. Y cuando abrió los ojos, se halló sobre la piel de ternera, habiendo dormido tres días y tres noches. Éste fue el sueño de Rho­nawby.

132. anonimo (suecia)

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