Un noble polaco se había
dedicado a viajar por toda Europa, y decidió ir en peregrinación al santuario
de Nuestra Señora de Guadalupe ,
encaminándose, para ello, a Lisboa. Llegó a esta ciudad ya de noche y se
hospedó en la primera posada que encontró; pero hallándola mala y sucia, no
quiso pasar allí la noche y se lanzó a la calle en busca de otra mejor donde
descansar, para proseguir al otro día su viaje. Echó a andar por una estrecha
callejuela de la ciudad portuguesa, y se cruzó con un embozado que iba muy
deprisa, y con tal brío le empujó, que le derribó en tierra. El extranjero se
levantó, ciego de coraje, y desafiando a aquel caballero, los dos echaron mano
a la espada con gran desenvoltura, oyéndose a poco, en la oscura noche, el
chocar de los aceros.
La fortuna se puso de
parte del extranjero, y guiando su espada, fue a clavarla en el pecho del
portugués, que cayó al suelo sin vida.
Desconcertado el polaco
ante su hazaña, quiso huir; pero, sin saber a dónde dirigir sus pasos, echó a
correr por la primera calle que encontró. Mas, de pronto, vio una casa con la
luz encendida y la puerta abierta, y, alocado, se metió en ella, en busca de un
sitio donde esconderse de la justicia. Atravesó un lujoso aposento ricamente
amueblado y penetró en una habitación contigua, en la que estaba una dama
echada en un suntuoso lecho. Perplejo se quedó el caballero, y ella, asustada
ante aquel hombre que tan irrespetuosamente entraba en su habitación, le
asedió preguntándole quién era y qué buscaba allí. El extranjero sólo pudo
contestar que acababa de matar a un hombre y que, perseguido por la justicia,
buscaba donde esconderse, suplicándole que no le arrojase a la calle, donde
sería detenido.
La caritativa señora,
compadecida de él, le prometió ocultarle, y le mandó que se escondiera detrás
de un tapiz de su habitación, donde, por respeto a la dama, no penetraría la
justicia, fiándose de ella.
El caballero extranjero
se escondió donde le habían indicado, y allí quedó inmóvil y conteniendo la
respiración, para no ser descubierto.
De pronto, oyó que la
casa se llenaba de agudos gritos y que las doncellas penetraban atropelladamente
en la habitación anunciando a la señora que a su hijo don Duarte le traían
atravesado por una estocada. La dama prorrumpió en desgarradores lamentos ante
la muerte de su único hijo, que era toda su vida y su ilusión, y pronto entraba
en hombros de cuatro criados el cadáver ensangrentado del caballero. La madre
saltó del lecho y, abrazada a él, lanzaba tristes gemidos, que partían el alma
de los oyentes, y besaba a su hijo, preguntando por el criminal que le había
matado. Pero nadie sabía el motivo de aquella reyerta. Y la señora se dio
cuenta de que ella había escondido, con toda seguridad, al asesino de su hijo,
y de su boca se escapaban palabras de venganza por aquel crimen; pero con voz
angustiosa pedía a Dios fuerzas para dominar aquel sentimiento que la ahogaba.
Al punto entraron en la habitación los agentes de la justicia, disculpándose
ante la señora de que la importunaran en aquellos trágicos momentos, pero un
muchacho había visto entrar en la casa a un caballero que corría y que,
probablemente, era el criminal. La dama, llevada por la piedad, respondió:
-Es posible que haya
entrado en la casa; pero no en esta habitación. Así, pues, podéis buscarle por
todas las demás.
Salió la justicia a
recorrer la casa, en busca del asesino. La abatida madre, con voz entrecortada
por los sollozos, dio orden de que se trasladara el cadáver a otro lugar y se
convirtiera en capilla ardiente, para poder velarlo hasta el momento del
entierro; pidió que durante unos momentos se la dejara sola, para poder
desahogar su dolor, y prohibió que entrara nadie en aquella habitación.
Cuando todos se habían
marchado, cerró bien las puertas y, con el rostro pálido y sin fuerzas apenas
para sostenerse en pie, levantó el tapiz tras el cual se encontraba el
caballero. Éste, horrorizado, había estado escuchando la escena, y, avanzando,
entregó la espada a la dama para que le matara. Bien a su pesar había
ocasionado aquella tragedia; pero, ante el dolor de la madre, se consideraba
reo de muerte. La piadosa dama rechazó el arma, pidiéndole sólo que se cubriera
el rostro, para no conocerle nunca, y que ocultara su nombre, para no
maldecirle en su vida. Y le suplicó que huyera. Y, haciéndole prometer que se
salvaría, le abrió una puerta por donde pudiera escapar. Él, después de
besarle, conmovido, las manos, por su caridad sublime, partió bendiciendo su
nombre.
096. anonimo (portugal)
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