Aino, la joven hermana de
Youkahainen, fue al bosque, en busca de cierta clase de madera con la cual
construir arcos para su padre y su hermano; a su madre le traía las flores
silvestres que crecían entre los robles de las selvas.
Ya lo había recogido
todo, y alegre como un ruiseñor se dirigía hacia el pueblo, cuando se encontró
con Vainamoinen, que le dijo:
-Tú, ¡oh preciosísima
virgen!, no estás destinada para otros; la naturaleza te ha hecho para mí solamente,
y para nadie más. Ésa es la razón por la cual llevas piedras preciosas en los
dedos, cruz de plata en el cuello y perlas en el cabello. También son para mí
las trenzas que posees; son tan largas y tan hermosas, que su brillo oscurece
el sol.
La doncella le miró un
instante con expresión de tristeza, y le contestó de la manera siguiente:
-No es para ti, ni para
otros, por lo que llevo estos trajes de seda finísima, y tampoco estas piedras
preciosas, como tú dices. El collar de perlas que llevo enredado en el cabello
no se ha puesto ahí para solaz de ningún hombre. Prefiero los trajes sencillos;
más me gustaría una corteza de pan duro en la cabaña más mísera de mi pueblo,
con tal de estar acompañada por mi buen padre y mi madre.
Diciendo esto, se arrancó
la cruz de plata, las piedras preciosas de los dedos, las perlas del cabello.
La caída de esto hizo que con los últimos rayos del sol brillara como una
cascada de oro. Todo se lo tiró a los pies del anciano sabio y, llorando
amargamente, se dirigió hacia su pueblo.
Cuentan que su padre
estaba sentado a la puerta de su casa, tallando una figura de madera, cuando
vio llegar a su hija deshecha en lágrimas. Como es muy natural, le preguntó qué
le acontecía. Aino le explicó las razones que tenía para llorar así:
-¡Oh, padre querido!,
mire el motivo por el cual me abraso en lágrimas: la cruz de mi pecho se ha
caído; lo mismo ha ocurrido con las perlas que llevaba en el cabello, y mi
cinturón de cobre tallado. Ésa, ioh, padre!, es la razón de mis llantos
amargos.
El padre trató de
consolarla, no comprendiendo el doble sentido de las frases de su hija.
Siguió la moza caminando
y se encontró con su hermano, que venía de la cantera. Le contó lo mismo y él
también trató de consolarla. Pero fue en vano; tampoco comprendía lo que le
ocurría; sus instintos no eran bastante finos para poder captar la oculta
intención de la bella Aino, que lloraba su libertad perdida. Después de
caminar un rato, se encontró con su madre y le habló así:
-¡Ay, madre querida!, soy
la doncella más desgraciada del mundo; yo te explicaré la razón de mis
lágrimas, abrasadoras como el propio infierno. Al bosque fui a buscar la madera
especial para hacerles un arco a mi padre y a mi hermano; a ti te traía
hermosas flores silvestres. Me dirigía ya hacia la casa, atravesaba los últimos
linderos del bosque, cuando vi la figura de Vainamoinen, y él, en persona, me
dirigió la palabra, diciéndome que estaba destinada sólo a él; que los anillos
y perlas, así como todo lo que llevaba encima; le pertenecían. Entonces yo,
comprendiendo el significado de sus palabras, me arranqué todo lo que llevaba
encima y se lo arrojé a los pies, para que sirviese de alimento a la madre
Tierra, y después le dije estas palabras: «No es para ti, ni para otros, la
razón por la cual llevo el cabello sujeto con perlas, ni joyas de valor incalculable
en mis manos, ni trajes de las sedas más finas, ni una cruz de plata al cuello;
prefiero renunciar a todo esto para poder vivir con mi padre y mi madre,
comiendo sólo una corteza de pan, a la puerta de la cabaña más mísera».
La madre colmó de
consejos a su hija y le dijo que, si su dolor se debia a haberse quedado sin
alhajas, que se dirigiese a Kuutar, a quien ella había dejado encargado de la
guarda de sus joyas, ya que no se las había vuelto a poner desde el día en que
se había casado.
Le explicó a su hija cómo
había llegado a tener unas joyas tan preciadas y que sería de su gusto que
ahora Aino las llevase. Pero, a pesar de las cosas que la madre contaba a la
preciosa Aino, ésta no hacía más que llorar. Por fin, dijo a su madre que la
tristeza que ella tenía no se debía a la pérdida de sus joyas, sino al
encogimiento del alma. No comprendía lo que le pasaba a su hija, y cuando la
vio llorar un día; y dos, y hasta una semana entera, le volvió a preguntar qué
le sucedía.
La hija, que ya no podía
más con las preguntas de su familia, decidió explicar lo que la atormentaba, y
habló de esta manera:
-Sí, yo soy la pobre
virgen que llora. Escuchadme, querida familia: mi dolor se debe a que vosotros
me habéis dado en nupcias a un anciano, que, aunque sea el creador del mundo,
como decís, y aunque él sea tres veces sabio y haya vencido a mi hermano en la
absurda apuesta que celebró contra él, me parece injusto que éste, por salvar
su vida, venda la mía. Soy yo la que habéis destinado a proteger durante el
resto de mis días a un anciano tembloroso; a él, que le gusta vivir en los
rincones más apartados. Mejor hubiese sido mandarme a las profundidas del
océano para vivir con los peces; mejor sería, digo, vivir bajo las olas, ser
hermana de los peces, que servir de báculo a un anciano tembloroso.
Dicho esto, se fue a la
colina donde estaban escondidas las alhajas de su madre; penetró en su interior,
abrió el cofre más grande y encontró seis cinturones de oro, joyas esparcidas
por el suelo dentro de la habitación subterránea, los vestidos más preciosos
que ojo humano haya podido admirar, lazos de seda para sujetar el cabello...
Aino se puso todo lo que encontró; se sujetó los cinturones áureos en el talle,
las sedas sobre el cabello y se calzó chapines centelleantes en sus diminutos
pies. Habiéndose vestido como la reina de los cielos, se puso a recorrer los
campos y a vagar por los bosques, atravesó los ríos, y, mientras caminaba, cantaba
en alta voz.
La virgen Aino lloraba
durante el día y se lamentaba toda la noche. Una vez que estaba al lado del
mar, vio cómo cuatro vírgenes se bañaban, y ella quiso ser la quinta. Aino dejó
sus sortijas y sus collares de perlas sobre la fina arena, su traje sobre la
gravilla, y avanzó hacia donde estaban las otras vírgenes, en un punto un poco
distante de la costa, al lado de una gran roca, que se levantaba entre las
olas.
Cuando hubo llegado, tomó
asiento sobre la roca basculante; de repente, la piedra dio un vuelco y se
perdió en el líquido elemento. Con la roca, desapareció la virgen más bella
que ha existido. Así murió la que, por verse destinada a ser la esposa de un anciano,
abandonó su hogar. Los pájaros que vieron cómo había desaparecido, se
dedicaron a contárselo a las demás aves y éstas a los otros animales.
El oso fue el primero que
se puso a cavilar en la manera de comunicárselo a los parientes de la finada,
y partió hacia el palacio de sus padres. Pero, antes de llegar, se encontró con
un rebaño de vacas y, saltando sobre ellas, se puso a devorarlas, y ésta es la
razón por la cual no fue el oso el que comunicó la triste nueva. Después probó
el lobo, y el zorro; pero también fracasaron.
Los animales de la selva
se reunieron, para ver quién era capaz de transmitir el mensaje, y eligieron a
la liebre, por no ser animal carnívoro. Ésta, una vez comisionada, partió veloz
como el viento y llegó al pueblo al atardecer. Delante del palacio del padre de
la joven virgen estaban en corro las mujeres de la casa; ante ellas se paró la
liebre. Todas se quedaron mirando y le preguntaron si quería que la matasen
para servir de alimento a su señor; pero la liebre respondió que eso, para
ella, sería un alto honor, pero que había llegado hasta allí como embajadora y
llevaba un mensaje que les sería de gran interés. Las mujeres escucharon y se
enteraron del triste fin de la virgen.
Cuando la madre oyó la
infeliz nueva, se puso a llorar con fuerte congoja, y no había quien la pudiese
consolar. Lágrima tras lágrima, cayeron tantas de sus ojos, que se formaron
tres ríos con las lágrimas que la afligida madre vertió en memoria de su hija
querida, desaparecida bajo las aguas del mar. En cada uno de estos ríos se
formaron tres saltos de agua; en cada salto surgió una piedra coronada por una
punta de oro, y en cada bola de oro se posó un cucú del mismo metal. El primero
dijo «amor»; el segundo, «amante», y el tercero, «alegría». El primero, que es
el que había pronunciado la palabra «amor», cantó durante cuatro meses en honor
de la pobre virgen, que había muerto sin conocerlo. El segundo, que había
pronunciado la palabra «amante», cantó en honor de la virgen, que en su vida
había tenido un ser que la amase. Y el último, que había dicho «alegría»,
cantó durante tres meses, en honor de la madre desconsolada que había perdido a
su hija querida por ofrecérsela a un anciano que la doncella no quería.
Mientras cantaba el tercero, la madre dijo:
-Guardaos, desgraciadas
madres, de escuchar a este cucú, ya que, una vez que se le escucha, el corazón
palpita y las lágrimas acuden a los ojos. Tantas y tan espesas serán, que se
asemejarán a un granero lleno. El cuerpo envejece de repente y el espíritu languidece
al oír el canto de este cucú.
002. anonimo (finlandia)
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