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martes, 4 de septiembre de 2012

El alcalde ronquillo

Después de Villalar, los comuneros fueron perse­guidos sin tregua por los imperiales y acosados en sus refugios para ser entregados a la justicia. Entre los principales comuneros se encontraba el obispo de Zamora, don Antonio Acuña. Pero nadie estaba seguro de ello. Así que un alcalde llamado Ronqui­llo, deseoso de ganar las mercedes que supuso le daría el descubrimiento de uno de los principales caudillos de las Comunidades, tomó con gran inte­rés el comprobar la verdad de los rumores que co­rrían sobre el obispo de Zamora.
Hizo las averiguaciones oportunas y, cuando tuvo la seguridad de que el obispo era culpable, no quiso formar la causa y enviarla al juez, pues temía que interviniesen las autoridades eclesiásticas, librando al obispo, y perder con ello las recompensas que es­peraba tener. Un día, reunió a soldados y corchetes y fue a casa del obispo, simulando que iba a consul­tar ciertos negocios. Entró en casa de don Antonio y fue recibido por éste muy amablemente, pues no sospechaba las verdaderas intenciones de su visi­tante, a quien le ofreció asiento. Pero Ronquillo re­husó y, en pie y paseando, empezó a hablar de diversos asuntos. El obispo contestaba o comentaba con toda amabilidad. De pronto, Ronquillo se de­tuvo, y antes de que su acompañante pudiera defen­derse, le echó al cuello una soga que traía y llamó en su ayuda a los que le habían acompañado. Llegaron todos, y sujetando fuertemente al desdichado obispo, lo colgaron de una baranda de su casa, ante el terror de los que pasaban por la calle.
El crimen se comentó ampliamente en la ciudad. Pero como quiera que Ronquillo temiera nuevas averiguaciones, procuró que se echase tierra al asunto, y así la cosa no pasó de lo sucedido. Sin em­bargo, su conciencia no estaba tranquila, y su vida, desde aquel día, fue triste y amargada por numero­sas contrariedades. Hasta que enfermó y, al encon­trarse cerca de la muerte, pidió confesión. Se la dieron, y después recibió la santa comunión. Aun entonces no estaba tranquilo, y pidió que fueran cria­dos suyos a suplicar a Felipe II que viniera a visitar a un antiguo ministro de su padre que, en trance de muerte, le quería consultar sobre un gravísimo asunto. El príncipe accedió al deseo del moribundo. Éste le dijo que sentía remor-dimientos por la forma con que había quitado la vida al obispo de Zamora, excusándose con el deseo de servir a Su Majestad el César, y que suplicaba al Rey que tomase sobre su conciencia tal muerte y que lo disculpase a él, en trance de muerte, de cualquier culpa que pudiera re­caerle por aquello.
El Rey contestó que si había obrado llevado del sentimiento de justicia y con plena seguridad de que había castigado a un culpable, su conciencia podía estar tranquila, pues había cumplido como un fiel servidor de su padre; pero que si no había sido así, no tenía por qué cargar sobre la memoria del César la muerte del obispo, sino arrepentirse de ella como manda la Iglesia.
El enfermo quedó desconcertado con la contesta­ción del Rey. Y en medio de su confusión, no acertó a decidir lo que debiera hacer, y le vino la muerte sin que declarara ante el tribunal de la penitencia su culpa. Su muerte fue espantosa y causó horror a cuantos asistieron a su agonía.
Los funerales y entierro fueron suntuosos. Se en­terró al alcalde en un convento de franciscanos, en donde tenía ya dispuesto un lujoso sepulcro de már­moles ricamente labrados. Celebráronse las exe­quias, se depositó el catafalco en el monumento, se despidieron los asistentes, y la iglesia quedó sola.
El alcalde Ronquillo parecía tener el descanso ya. Pero cuando el día hubo pasado y llegó la noche, al caer las doce campanadas, unos golpes dados en la puerta principal del convento turbaron la tranquilidad de los buenos frailes. Levantóse el portero, ex­trañado de que alguien alborotase de esa manera, ya que para pedir los sacramentos había una porte­zuela abierta a otra calle. Así que, antes de abrir, miró por una ventanilla quiénes eran los que con tanta urgencia pedían que se les franquease la en­trada.
Vio a dos embozados, y al preguntar el fraile qué deseaban, contestaron:
-Abrid, Padre, que es cosa urgente.
El fraile dijo que le expusiesen sus deseos o nece­sidades, ya que era hora muy avanzada para dar en­trada a nadie en el convento.
Pero los desconocidos insistieron de nuevo, y el fraile fue a dar aviso al prior. Llegó éste a la puerta y preguntó, a su vez, qué desea-ban los desconocidos. Éstos, con voz profunda y extraña, terminaron por decir:
-Abrid, Padre, abrid, que venimos de parte de Dios a cumplir un mandato de su divina justicia.
El prior y los frailes que a su lado estaban sintie­ron gran temor de lo que decían aquellos hombres. Veían que un hecho sobrenatural se ofrecía a su vista y tuvieron miedo de que fuese por alguno de ellos. En esto, los desconocidos dieron nuevos gol­pes, tan fuertes, que parecía que iban a echar abajo las puertas, gritando al mismo tiempo:
-¡Abran, o abriremos nosotros!
El prior mandó que se revistiera un fraile y que vi­nieran los acólitos con la cruz, y una vez que llega­ron, la comunidad formó en filas al lado de la cruz, y abrieron.
Entraron los dos embozados, los cuales hicieron una reverencia ante la cruz, y dijeron al prior:
-Nada tema vuestra paternidad ni ninguno de los que aquí están. Vayamos a la iglesia, que en ella es donde tenemos que cumplir nuestra misión.
Los acompañaron hasta allí, y los desconocidos pidieron que se les mostrara el lugar en que estaba enterrado el alcalde Ronquillo. Se hizo así, y lle­gando al suntuoso monumento, dijeron a los frailes:
-Levanten la piedra de la sepultura.
Salieron dos frailes de las filas e intentaron levan­tar la losa; pero como era muy gruesa y pesaba mucho, no consiguieron ni moverla. Acudieron otros religiosos en ayuda de los primeros, pero tampoco pudieron mover la piedra. Al fin, los desconocidos se aproximaron, y sacando uno de ellos una varilla, tocó el sepulcro, y la loza se levantó sin esfuerzo alguno.
Vieron el cuerpo del alcalde, que estaba ya rene­grido y putrefacto, mientras que el rostro se mante­nía fresco y, rosado.
Los desconocidos dijeron al prior que mandase traer un cáliz, y así se hizo. Tomaron el cáliz los des­conocidos, y subiendo al sepulcro, cogieron la ca­beza del difunto alcalde y le hicieron echar la sa­grada forma, que no había pasado de su garganta. Al momento, el rostro quedó negro y con expresión de horror.
Los frailes quedaron espantados de lo sucedido y comprendieron que algún pecado había quedado sin confesar cuando el alcalde había recibido la comunión.
Los desconocidos dijeron:
-Eso que pensáis es cierto. Este hombre cometió un asesinato y no confesó su culpa. No merece ser salvado por el santo sacramento. Y en aquel mo­mento, cogiendo entre los dos el cuerpo del difunto, desaparecieron en medio de una humareda de olor de azufre que se elevó de la abierta tumba.
Cuando el apestante humo se desvaneció, nadie había en el templo sino los frailes...

003. anonimo (españa)

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