El Schalksberg, entre Ettenbüttel
y Wilsche, cerca de Gilde, junto al Aller, es ahora sólo una colina de topos,
pero en otros tiempos fue un monte alto y hermoso, en el cuál habitaba el
pueblo de los enanos. En aquel tiempo no vivía allí ningún hombre, lo cual era
muy del agrado de los hombrecillos, pues podían ir y venir sin ser estorbados y
andar por encima o por debajo de la tierra como les viniera en gana.
Los gnomos se daban muy
buena vida; hacían todos los días domingo y, en medio de la semana, un día de
fiesta. Comían, jugaban y bailaban. Sin embargo, de vez en cuando forjaban, y
aún hoy en día se encuentran a menudo por allí escorias y restos del carbón
que empleaban en su trabajo.
Cuando por primera vez
llegó un pastor a esa región no había en derredor del monte más que campos de
guisantes, y dentro de la tierra se oía continuamente una música maravillosa.
Sin embargo, cuando los corderos del pastor se acercaban a esos campos de
guisantes, se sobresaltaban, como si se les hubiera pellizcado interiormente, y
también varias veces empezó el perro a ladrar y a aullar y no quiso acercarse.
A pesar de esto, poco a
poco fueron viniendo más gentes a la región, construyeron pueblos y trabajaron
en sus oficios. A menudo se pusieron en contacto con los enanos, unas veces
amablemente y otras como enemigos, según las circunstancias. Los gnomos se quejaban,
sobre todo, del ruido que formaban los hombres, y éstos, de los muchos robos
que cometían aquéllos; de modo que estaban en continuas riñas. Pero, a pesar de
esto, en otras ocasiones se prestaron ayuda mutua, y cada vez que los hombres
se habían mostrado amables con los enanos, eran pagados por éstos con oro rojo.
He aquí el motivo de que
los hombrecillos se marcharan de aqitellos lugares. En los campos de los alrededores
vivían muchos gigantes y, si no se entendían bien con los hombres, con los
enanos andaban siempre como perro y gato. Una vez, los gnomos molestaron a un
ogro que dormía, poniéndole en los agujeros de las narices dos grandes rocas.
El dragón empezó a respirar mal, y se despertó; y aún pudo ver cómo los
hombrecillos desaparecían en el Schalksberg. En un dos por tres se encontró
allí, pero no pudo entrar porque era demasiado grande para los pequeños
agujeros de los enanos. Entonces el monstruo sopló las piedras de las narices
contra el monte, hasta el punto de que éste estalló y voló pulverizado. Siguió
soplando el gigante, hasta que desapareció el monte. Y hubiese exterminado a
todos los enanos de no haber sobrevenido una gran tormenta. Un rayo cayó encima
del ogro y lo mató.
A la noche siguiente,
estaba un pescador plegando sus redes a la orilla del Aller, cuando se le
acercó un hombrecillo gris y le preguntó si estaba dispuesto a hacer algunos
viajes a través del río, junto al Schalksberg; le prometió que nada perdería en
ello. El pescador se extrañó, pero por fin accedió y fue con su barca
puntualmente al sitio designado y a la hora justa, a la noche siguiente. El
hombrecillo gris le esperaba y saltó al bote ágilmente, y con él otros, a los
que el pescador no veía, que fueron llenando el bote hasta casi hacerlo
hundir. Entonces mandaron al pescador que pasase el río. Cuando llegaron a la
otra orilla, saltaron a tierra e indicaron al pescador que debía volver de
nuevo al mismo sitio. Como decíamos, el pescador no veía sino al primer
hombrecillo gris, y así continuó hasta el crepúsculo matutino. Continuamente
se llenaba la barca, pero él no veía a nadie, sino que oía unos cuchicheos y
siseos, y sentía la barca medio hundirse. Cuando el sol iba a salir, el
hombrecillo, que era el rey de los enanos en persona, dijo:
-Ahora, basta. Tu premio
se encuentra en el fondo del bote. Si tienes curiosidad por saber lo que has
llevado en tu barca, mira por encima de mi hombro izquierdo.
El pescador así lo hizo y
vio una extensa pradera llena de hombrecillos cargados con toda clase de
bultos, que se dirigían hacia el Wohldenberg, a unas dos horas de distancia de
allí. pero en ese momento salió el sol y el pescador, de repente, no vio nada
más. No había ya enanos y su rey había desaparecido también. Cuando el
pescador volvió a subir a su barca, vio en el fondo un gran montón de bosta.
Irritado por la miseria del pago, lo echó en el Aller, y, vuelto a su casa,
contó a su mujer toda la historia. Pero ésta, más lista que él, le contestó:
-No hubieras debido
tirarlo; todo era oro.
Corrieron al bote, y, en
efecto, lo que aún quedaba se había convertido en oro brillante, y pudieron
recoger lo bastante para llenar su sombrero de tres picos, y de lo que había
tirado el pescador encontraron después algunas monedas con la red.
Desde aquel tiempo vivían
los enanos en el Wohldenberg. Esta colina, que se eleva en una llanura casi
sin fin y que se extiende de norte a este, entre Leiferde y Daldorf, muy cerca
del camino que va de este último pueblo a Meinersen, domina, a pesar de ser muy
pequeña, toda la región. Ésta es tan estéril como el monte mismo. Por el oeste
y el norte linda con dunas de arena, en las cuales no hay casi más que brezos y
abetos torcidos. Hacia el sur y el este hay algunos campos cultivados, pero
producen más amapolas, rojas como el fuego, que trigo. El pie mismo de la
colina está rodeado por un círculo de abedules, de abetos y de algunos robles
secos, y la cima se encuentra cubierta de brezo y de retama. El mismo aspecto
triste tenía antes de la llegada de los enanos, quizá más triste aún, ya que la
región no estaba habitada por los hombres, por lo que no se veían tierras
cultivadas. Los enanos se dispusieron a cambiar este estado de cosas. En pocos
días hicieron canales subterráneos, que trajeron el agua desde el río Ocker.
Uno de estos canales fluye todavía hoy y se llama Twargborn; los demás se han
secado. Por otra parte, calentaron el suelo con hogueras encendidas debajo de
tierra, y este calor, unido a la humedad producida por los canales, hizo que
la tierra se convirtiera de muy estéril en fertilísima. Esto lo vio por primera
vez un cazador que se había perdido por esas regiones, y cuando lo contó y se
extendió la noticia, pastores y labradores se dirigieron allá y se asentaron.
De aquellos primeros
tiempos se habla aún hoy con entusiasmo. Los sembrados habían crecido tan
prietos, que se podía pasar por encima de ellos con un carro sin doblar las
plantas; los pastos y praderas no tenían igual y toda la región parecía un
verdadero paraíso.
Durante mucho tiempo
vivieron los hombres y los enanos en paz, como buenos vecinos; se ayudaron
fielmente en todas las necesidades, se prestaron instrumentos de trabajo y se
invitaban a fiestas y banquetes. Los que salían ganando con esto eran, sobre
todo, los labradores. Después de arar por la mañana durante unas cuantas horas,
se encontraban con el desayuno preparado en un puchero; al mediodía, una mano
invisible les proporcionaba la comida, y en cuanto una azada o cualquier otra
herramienta se rompía, lo arreglaban los enanos, sin querer aceptar nada en
pago. También protegían esta región de las inundaciones y del granizo y eran
infatigables cuando el trigo se llevaba a los graneros; de modo que a menudo,
al despertar los trabajadores de la siesta, no tenían ya nada que hacer.
A cambio de todo esto
sólo pedían una cosa con mucha insistencia: que hubiera silencio en las cercanías
del monte, que no se restallase con el látigo ni se gritara al ganado. Durante
mucho tiempo, los hombres cumplieron este ruego de los enanos concienzudamente,
y así hubo alegría y paz durante muchos años. En esto, ocurrió que las gentes
de Leiferde trajeron una gran campana para la nueva torre de la iglesia, y eso
fue la primera piedra de la discordia, pues los enanos no podían soportar el
ruido de la campana y tenían que taparse continuamente los oídos. Primero
rogaron que no se tocase la campana, y cuando no se les hizo caso y se volvió a
tocarla, se dirigieron en masa hacia la iglesia, tirando piedras para echar
abajo la campana o a la torre. Tampoco esto les dio resultado. Entonces empezaron
los disgustos. Los enanos mezclaban el trigo con la paja y lo pisoteaban,
asustaban a los caballos y a los rebaños que estaban pastando, cegaban los
pozos, amedrentaban a los caminantes, a las mujeres y a los niños. Pero, sobre
todo, robaban lo que se les ponía al alcance: hasta niños pequeños. Los hombres
no se portaban mejor. Cuando los enanos jugaban y bailaban, se acercaban
silenciosamente los mozos del pueblo y restallaban de repente de tal modo sus
látigos, que a los enanos se les turbaba la vista, les parecía que iban a
reventárseles los oídos y escapaban chillando. Y cuando estos mozos cazaban a
alguno de los enanos, se divertían de tal modo con él, que el pobre diablo
creía morir de miedo. Sin embargo, otras veces se trataban amigablemente. O
sea, que las relaciones se convirtieron en lo que habían sido en el Schalksberg.
Unas veces, como enemigos, otras, como amigos. Mas la situación empeoró.
El labrador más rico de
Leiferde había conseguido ganar para sí todos los campos más fértiles del
Wohldenberg, y era muy feliz por ello, pues allí donde hoy todo es un yermo, en
aquel tiempo crecía la mejor cosecha.
Él vivía en paz con los
enanos, ya que se daba cuenta de que le convenía, pero tenía un hijo único, que
era un bruto. Cuando creció, apenó de tal forma con su conducta a su viejo
padre, que éste murió y el joven quedó dueño de los ricos campos. No tardó
mucho tiempo en enemistarse con todo el mundo, porque era tan poco amable y
servicial como orgulloso.
Cuando se había ganado un
nuevo enemigo, se burlaba de él y a la vez de todos los demás hombres; se
burlaba hasta del mismo Dios e insultaba a sus colonos, los enanos. Es más
fácil enemistarse con un enano que con un hombre; esto lo había de experimentar
el mal joven, para su perdición y daño.
Un día, estaba arando y
los gnomos le trajeron, como de costumbre, un abundante desayuno. Cuando hubo
probado el primer bocado, le pareció caprichosamente que estaba malo; tiró lo
que le quedaba, y gritó:
-¡Ya que me traéis comida
de cerdos, os la devuelvo! ¡Traedme mejor comida, so granujas!
Y al mismo tiempo
restalló con el látigo, de modo que el silbido atravesó todo el monte. Viendo
que los enanos no volvían a llenar el puchero, restalló el látigo y gritó como
un salvaje. Con tanto ruido, se encabritaron los caballos, y cuando agarró las
riendas para sujetarlos, se le rompieron y los caballos huyeron. Empezaba la
venganza de los enanos. Cuando al mediodía y a la mañana siguiente siguió sin
aparecer la comida, el labrador se enfureció aún más y gritó:
-¡Traedme mi comida,
perros de cabezas gordas y patas tuertas! ¡Y que sea buena, o que os lleve el
diablo! ¡Tengo derecho a exigíroslo, pues sois mis colonos, y solamente por
favor os permito que viváis en vuestro montón de tierra!
Pero la comida no
apareció, y cuando cansado de tanto gritar, se había echado bajo un arbusto, salieron
miles de hormigas amarillas, que le picaron en todo el cuerpo, hasta en la
nariz y en la boca. Esto era obra de los enanos irritados.
A la tercera mañana, el
campesino cogió una carraca y se dirigió con dos criados al Wohldenberg.
Después de haber pedido
la comida, siguió ésta sin aparecer. Entonces rodearon entre los tres el monte.
Uno iba silbando tan agudamente como podía; otro restallaba con todas sus
fuerzas con un larguísimo látigo, y el tercero hacía sonar la carraca ensordecedoramente.
Tanto ruido hicieron, que se originó un estrépito infernal. Los enanos, en el
interior del monte, creían volverse locos; sin embargo, ninguno apareció.
Estaban combinando un nuevo plan de venganza. Por la noche se levantó una
tremenda tempestad y a la mañana siguiente se extrañó la servidumbre de que el
campesino no se levantara. Por fin entraron en su habitación y lo encontraron
tendido en su lecho, como muerto. Cuando después de sacudirle y de frotarle
las sienes lo hicieron volver en sí, contó que se había despertado a
medianoche, sintiéndose como paralizado.
-Con horror -dijo- me di
cuenta de que cantidades de gordos y fríos sapos se arrastraban por mi cuerpo
y mi cara, y de que yo, entretanto, no me podía mover.
Aún estaba hablando,
cuando entró una sirvienta para dar cuenta de que también la mayoría del ganado
estaba paralizado y cegado, y al momento surgió el mayordomo, añadiendo:
-Tus campos han sido
apisonados y asolados durante la noche; los manantiales, secados. El monte, en
fin, está devastado.
Todos se dieron cuenta de
que lo sucedido era obra de los enanos.
En el vecino pueblo de
Volkse, a orillas del río Ocker, cerca del lugar en donde aún hoy una barca
atiende al pasaje por falta de puente, vivía un pescador que llevaba a la
orilla opuesta a los caminantes que lo deseaban. Hacia el mediodía de aquel día
en que el campesino había asustado a los enanos, se le acercó un hom-brecito
gris, que le rogó tristemente:
-¿Me prestas tu barca por
esta noche, pescador?
-¿Por qué no lo había de
hacer? -contestó el barquero. Si me pagas bien el servicio y me la devuelves
mañana honradamente...
Así se lo prometió el
hombrecillo, y en prueba de ello le entregó una escudilla llena de oro, y le
dijo:
-Sobre todo, no sientas
curiosidad por ver lo que pasa, pues podría sucederte algún daño.
Dicho esto, desapareció.
En cuanto cayó la noche,
sobrevino una tormenta tan terrible como ni los más ancianos recordaban haber
visto otra igual: el cielo parecía arder en un gigantesco incendio y el viento
soplaba con imponente furia. El honrado pescador no cesaba de rezar y pedía
también por el hombrecillo gris. «¡Ojalá que no se haya atrevido a pasar el
río!», pensaba. Olvidó su promesa y miró a través de un agujero en las ramas de
la cabaña que por casualidad había delante de él. ¡Cielos, lo que vio! En
medio de las espumosas olas del río se deslizaba su barca; un cantidad
innumerable de enanos iba en ella, y las orillas hormigueaban de hombrecillos
grises. Todo esto lo vio a la luz de un terrible relámpago; pero no pudo ver
más: el mismo rayo cayó cerca de su cabaña y un trueno fortísimo lo ensordeció
para todo el resto de la noche y le hizo perder el sentido. Cuando volvió en
sí, el sol había salido y alumbraba en el cielo claro; el río estaba tranquilo
y su barca se encontraba a la orilla, como si nada hubiera pasado, y sólo el
oro rojo que encontró en el fondo del bote le convenció de que no había soñado.
Pero aún le convenció más de la triste realidad una sola mirada que dirigiera
al vecino Wohldenberg: todas las encimas estaban destrozadas, todos los lugares
alegres deshechos y todos los alrededores tan desiertos como están hoy.
Solamente había permanecido, a pesar de la destrucción, un camino por el lado
del este, que aún se llama el Twargstieg (twarg
= zwerg, enano; stieg, escala,
camino); una sola fuente quedó sin cegar, la «Twargborn», como aún hoy se
llama, y tiene la mejor agua de todo el contorno.
Los enanos
desaparecieron; nadie sabe adónde se marcharon. Otros narradores añaden que
aquella misma mañana el cruel campesino, que con su brutalidad fue la causa de
la tragedia, había sido encontrado en el campo, carbonizado por un rayo y con
el látigo roto encima de él.
012. anonimo (alemania)
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