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martes, 4 de septiembre de 2012

Las lavanderas nocturnas

En una pequeña aldea de la montaña alemana se celebraban con gran brillantez las fiestas de Pente­costés. Todos los vecinos engalanaban la noche de vísperas sus balcones con colgaduras y guirnaldas de flores, y al amanecer de aquel día aparecía la aldea radiante de flores, animación y alegría.
Habitaba en el pueblo un pobre anciano con dos hijas mozas, muy bellas, pero que vivían tan estre­chamente que no tenían siquiera una tela con que adornar la sola ventana de su humilde choza. Las muchachas estaban apenadas de que fuera su casa la única del pueblo que no se sumase a la fiesta reli­giosa, y, entristecidas, se acostaron, pensando en el despertar del día siguiente. Ya en la cama, las dos hermanas idearon que podían lavar aquella noche la única sábana que tenían y adornar con ella, cu­briéndola de flores, su ventana. Callandito, se levan­taron, para no hacer ruido, para que el padre no se enterara de que se iban.
Tenían que atravesar un espeso monte para llegar al río, y las dos hermanas iban muy cogidas del brazo, con gran miedo, sobresaltándolas todas las sombras que veían. La noche estaba envuelta en ti­niebla, un viento huracanado movía los árboles, ha­ciendo crujir las ramas, que se inclinaban amena­zadoras sobre las muchachas, que temblaban de es­panto. El viento aullaba como manadas de lobos hambrientos.
Las jóvenes, con el miedo, se perdieron y tardaron en encontrar el río. Por fin, vieron relucir el agua y se arrodillaron a la orilla para lavar con gran prisa entre las dos. Una de ellas dijo:
-¿Qué hora será? Porque desde las doce de la noche es fiesta y es pecado trabajar.
Su hermana la tranquilizó diciendo que faltaba mucho para la medianoche, y, afanosas continua­ron su tarea, para acabar pronto, antes de que su padre despertara y viera que habían salido. Tan preocupadas estaban lavando, que no se dieron cuenta de que en el lejano reloj de la iglesia daban las doce, ni de que el cielo se encapotaba y amena­zaba una tormenta. De repente, hinchándose la co­rriente del río con sordo ruido, y revolviéndose el agua en torbellinos de espuma, se desbordó el río, arrastrando a las infelices muchachas, que, envuel­tas en la sábana que les servía de mortaja, fueron llevadas por el agua río abajo.
Al día siguiente amaneció despejado y luminoso. La aldea hervía de animación y alegría, con la nota riente de sus floridos balcones.
El viejo despertó con la algazara y bullicio calle­jero, y las músicas y canciones populares que reso­naban en la aldea. Buscó a sus hijas por la casa y, al no verlas, pensando que habían ido por flores y plantas para enramar la ventana, salió en su busca. Al llegar al bosque, preguntó a un arriero si había visto a dos jóvenes rubias y muy bellas. Pero el arriero a nadie había encontrado.
Siguió andando, y preguntó a unos labriegos si habían visto por allí a dos jóvenes rubias y muy her­mosas, pero ellos con nadie se habían cruzado en el camino.
Más allá vio a un pobre viejo y, acercándose a él, le hizo la misma pregunta. Le respondió que las había visto la noche anterior, que, con un lío de ropa en la mano, se dirigían hacia el río. Sintió el padre un golpe en el corazón ante la noticia, pues habían pasado muchas horas y le alarmaba que no estuviesen ya de vuelta.
Con ansiedad, se dirigió al arroyo y encontró a un pastor con su rebaño, y le preguntó si había visto por allí a sus hijas. El pastor le contó cómo había visto que el río, desbordado, arrastraba con su impe­tuosa corriente los cadáveres de dos muchachas ru­bias envueltas en un sudario blanco.
El anciano padre, loco de dolor, corrió gritando por la orilla del río, y preguntando por sus hijas a todos los que veía. Todos le contestaban:
-¡Más abajo!
Continuó corriendo siempre y llamándolas con tristes gemidos, que todavía se escuchan por las no­ches en las márgenes del río, sin que hasta el pre­sente haya logrado el pobre anciano dar con el paradero de sus hijas.
Dicen las gentes del país que en los aniversarios del trágico suceso se oye desde la orilla del río el gol­pear de la ropa de unas invisibles lavanderas noc­turnas, que muchos han pretendido sorprender, y al ir a cogerlas, el ruido se oye en la orilla opuesta.

012. anonimo (alemania)

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