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martes, 4 de septiembre de 2012

Los ojos malditos

A orillas de un río se alzaba un castillo magnífico, de color rojo. Quien habitaba en él no vivía más que con su viejo criado, porque tenía la gran desdicha de tener los ojos hechizados, de tal manera que todo lo que miraba caía muerto al instante. Tal era su in­fortunio, que aun las cosas inanimadas padecían de su maleficio; por ejemplo: si miraba una bella mansión, a los pocos días un huracán la desolaba, y así todo. Este hombre, que estaba en la plenitud de su vida, se encerró en su castillo y decidió no ver nada ni a nadie. Toda su servidumbre le había abandonado, pues ninguno podía escapar a los efec­tos de aquellos ojos malditos; no le quedaba más que su viejo servidor, que le había mecido en la cuna, al cual el hechizo de sus ojos no le producía efecto alguno. A tal punto había llegado su desgra­cia, que ni siquiera podía mirar su propia finca. Una vez, que observó sus graneros, un incendio se de­claró en ellos.
Los navegantes del río que transportaban su ma­dera en barcazas evitaban mirar al castillo, y malde­cían al dueño de tan fúnebre mansión.
Este castillo sólo tenía ventanas por el lado que daba al río, para evitar que su señor pudiese hacer daño a ningún transeúnte.
Un día, un batelero que se sintió más valiente que los demás, dijo a sus compañeros:
-Quiero ver al señor de los ojos malditos.
Éstos le aconsejaron que no lo hiciera. Mas el hombre, empeñado en demostrar que todo era men­tira, se fue al castillo y llamó a la puerta. El viejo Es­tanislao trató de convencerle de lo contrario; mas el hombre insistió en voz alta. A los gritos, salió el dueño del castillo, a quien le molestaba mucho que le perturbasen después de comer; arrojó sobre el in­feliz batelero una mirada de enojo, acordándose de­masiado tarde su influjo sobre la gente. El infeliz rodó por tierra, exánime.
Desde entonces, los bateleros, al nombre de Trud­nowski, hacían la señal de la cruz, mirando en otra dirección cuando pasaban por delante del castillo maldito.
Un día, le dijo su señor a Estanislao:
-Hace mucho tiempo que vivimos solos.
-Sí, señor, mucho -contestó el criado.
-Sí -murmuró el potentado; como un ermi­taño sin vocación, como un leproso sin lepra.
-¿Qué queréis, señor? Hay que resignarse -ase­guró Estanislao.
Aquel día se oyeron los lamentos de un viejo ante la puerta del castillo, que decía
-¡Socorro! Mi mujer ha muerto y mi hija tam­bién.
Los dos salieron corriendo para auxiliar a los in­felices y encontraron un trineo volcado. Desemba­razaron a la mujer, y de debajo salió una melena rubia, que pertenecía a una niña muy asustada y medio muerta de frío.
Los llevaron al comedor, junto al fuego de la chi­menea, y poco a poco los entumecidos miembros de los caminantes reaccionaron.
Esa noche, Trudnowski durmió poco; por la ma­ñana temprano estaba ya en el salón principal, di­ciéndole a su criado, con alegre sonrisa:
-No hagas ruido, que vas a despertar a mis huéspedes.
Estanislao también se sonrió al ver a su amo feliz y contento.
El buen caballero se enamoró de la chiquilla que el destino había llevado a su casa, y un buen día le pidió su mano al padre. Éste se atusó el bigote, contestándole:
-Me lo estaba esperando; es usted de mi agrado.
Meses más tarde contrajeron matrimonio, y Trud­nowski llevaba los ojos vendados para no ver a nadie.
La mujer, que era muy delicada, terminó por en­fermar. Estando en el lecho, le dijo llorando:
-Por Dios, mírame.
Mas él contestó:
-Tú sabes que eso es imposible; pero te diré lo que voy a hacer: me los arrancaré, y, de esta manera, no haré daño a nadie.
Ella, horrorizada, escondió la cabeza bajo las sá­banas, y esa noche nació el primer hijo. Por la noche, se oyeron dos gritos: en aquel momento veía el sol por primera vez un niño y Trudnowski veía el múndo por última vez. Por el suelo rodaban dos ojos azules, inmensos.
Los lobos aullaron toda la noche, sin descanso. Mas ¿qué hacer con los ojos? Al río no los podían tirar; quemarlos, tampoco. Entonces, el fiel servidor dijo:
-Señor, yo me encargaré de eso.
Cogió los ojos, los envolvió bien, como si tuviese miedo de que se le escapasen, y salió del castillo. El buen viejo caminó toda la noche y, cuando creyó que se encontraba a bastante distancia del castillo, sacó una azada que había llevado consigo y se puso a cavar. Estanislao era viejo y tuvo que parar mu­chas veces. Pero por fin hizo un hoyo bastante pro­fundo para su gusto; ahí depositó los dos terribles. ojos ensangrentados y tapó el agujero. Por fin, el viejo sonreía. Se tumbó en la tierra, porque estaba muy cansado; cerro los ojos y se quedó dormido. Llegó la noche y.Estanislao no se movía; cayó el hielo del cielo y todavía Estanislao no se movía. Así entregó su alma el que había entregado su vida por salvar a su señor.
Largo tiempo le estuvo esperando Trudnowski. Dándose cuenta, por fin, de que algo le habría pa­sado, mandó celebrar varias misas por su fiel servi­dor y le lloró muchos años.
Largo tiempo ha pasado. En el castillo todo es fe­licidad. Los campos están labrados; los colonos ya no tienen miedo de saludar a su señor. El mismo Trudnowski parece más joven y las cuencas de sus ojos se han cicatrizado y ahora la luz de sus ojos va­cíos son su mujer y su hijo.

125. anonimo (polonia)

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