A orillas de un río se
alzaba un castillo magnífico, de color rojo. Quien habitaba en él no vivía más
que con su viejo criado, porque tenía la gran desdicha de tener los ojos
hechizados, de tal manera que todo lo que miraba caía muerto al instante. Tal
era su infortunio, que aun las cosas inanimadas padecían de su maleficio; por
ejemplo: si miraba una bella mansión, a los pocos días un huracán la desolaba,
y así todo. Este hombre, que estaba en la plenitud de su vida, se encerró en su
castillo y decidió no ver nada ni a nadie. Toda su servidumbre le había
abandonado, pues ninguno podía escapar a los efectos de aquellos ojos
malditos; no le quedaba más que su viejo servidor, que le había mecido en la
cuna, al cual el hechizo de sus ojos no le producía efecto alguno. A tal punto
había llegado su desgracia, que ni siquiera podía mirar su propia finca. Una
vez, que observó sus graneros, un incendio se declaró en ellos.
Los navegantes del río
que transportaban su madera en barcazas evitaban mirar al castillo, y maldecían
al dueño de tan fúnebre mansión.
Este castillo sólo tenía
ventanas por el lado que daba al río, para evitar que su señor pudiese hacer
daño a ningún transeúnte.
Un día, un batelero que
se sintió más valiente que los demás, dijo a sus compañeros:
-Quiero ver al señor de
los ojos malditos.
Éstos le aconsejaron que
no lo hiciera. Mas el hombre, empeñado en demostrar que todo era mentira, se
fue al castillo y llamó a la puerta. El viejo Estanislao trató de convencerle
de lo contrario; mas el hombre insistió en voz alta. A los gritos, salió el
dueño del castillo, a quien le molestaba mucho que le perturbasen después de
comer; arrojó sobre el infeliz batelero una mirada de enojo, acordándose demasiado
tarde su influjo sobre la gente. El infeliz rodó por tierra, exánime.
Desde entonces, los
bateleros, al nombre de Trudnowski, hacían la señal de la cruz, mirando en
otra dirección cuando pasaban por delante del castillo maldito.
Un día, le dijo su señor a
Estanislao:
-Hace mucho tiempo que
vivimos solos.
-Sí, señor, mucho
-contestó el criado.
-Sí -murmuró el potentado;
como un ermitaño sin vocación, como un leproso sin lepra.
-¿Qué queréis, señor? Hay
que resignarse -aseguró Estanislao.
Aquel día se oyeron los
lamentos de un viejo ante la puerta del castillo, que decía
-¡Socorro! Mi mujer ha
muerto y mi hija también.
Los dos salieron
corriendo para auxiliar a los infelices y encontraron un trineo volcado.
Desembarazaron a la mujer, y de debajo salió una melena rubia, que pertenecía
a una niña muy asustada y medio muerta de frío.
Los llevaron al comedor,
junto al fuego de la chimenea, y poco a poco los entumecidos miembros de los
caminantes reaccionaron.
Esa noche, Trudnowski
durmió poco; por la mañana temprano estaba ya en el salón principal, diciéndole
a su criado, con alegre sonrisa:
-No hagas ruido, que vas
a despertar a mis huéspedes.
Estanislao también se
sonrió al ver a su amo feliz y contento.
El buen caballero se
enamoró de la chiquilla que el destino había llevado a su casa, y un buen día
le pidió su mano al padre. Éste se atusó el bigote, contestándole:
-Me lo estaba esperando;
es usted de mi agrado.
Meses más tarde
contrajeron matrimonio, y Trudnowski llevaba los ojos vendados para no ver a
nadie.
La mujer, que era muy
delicada, terminó por enfermar. Estando en el lecho, le dijo llorando:
-Por Dios, mírame.
Mas él contestó:
-Tú sabes que eso es
imposible; pero te diré lo que voy a hacer: me los arrancaré, y, de esta
manera, no haré daño a nadie.
Ella, horrorizada,
escondió la cabeza bajo las sábanas, y esa noche nació el primer hijo. Por la
noche, se oyeron dos gritos: en aquel momento veía el sol por primera vez un
niño y Trudnowski veía el múndo por última vez. Por el suelo rodaban dos ojos
azules, inmensos.
Los lobos aullaron toda
la noche, sin descanso. Mas ¿qué hacer con los ojos? Al río no los podían
tirar; quemarlos, tampoco. Entonces, el fiel servidor dijo:
-Señor, yo me encargaré
de eso.
Cogió los ojos, los
envolvió bien, como si tuviese miedo de que se le escapasen, y salió del
castillo. El buen viejo caminó toda la noche y, cuando creyó que se encontraba
a bastante distancia del castillo, sacó una azada que había llevado consigo y
se puso a cavar. Estanislao era viejo y tuvo que parar muchas veces. Pero por
fin hizo un hoyo bastante profundo para su gusto; ahí depositó los dos
terribles. ojos ensangrentados y tapó el agujero. Por fin, el viejo sonreía. Se
tumbó en la tierra, porque estaba muy cansado; cerro los ojos y se quedó
dormido. Llegó la noche y.Estanislao no se movía; cayó el hielo del cielo y
todavía Estanislao no se movía. Así entregó su alma el que había entregado su
vida por salvar a su señor.
Largo tiempo le estuvo
esperando Trudnowski. Dándose cuenta, por fin, de que algo le habría pasado,
mandó celebrar varias misas por su fiel servidor y le lloró muchos años.
Largo tiempo ha pasado.
En el castillo todo es felicidad. Los campos están labrados; los colonos ya no
tienen miedo de saludar a su señor. El mismo Trudnowski parece más joven y las
cuencas de sus ojos se han cicatrizado y ahora la luz de sus ojos vacíos son
su mujer y su hijo.
125. anonimo (polonia)
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