El rey de Tara tenía dos
hijas: la princesa Fithir, de cabellos dorados como el cáliz de los narcisos,
prometida del príncipe de Connaught, y la pequeña Darinee, de largos y negros
rizos.
El Rey era ambicioso y
ansiaba un poder sin límites. Un día que paseaba por las orillas de los pantanos
pensando cómo lograr sus ambiciones, se le aparecieron las hadas que reinan en
ellos y le ofrecieron hacerle el monarca más poderoso de la Tie rra y Rey de todos los
reyes, si les entregaba a la rubia Fithir.
A cambio de su hija, le
darían cuatro cosas: un almohadón relleno de estambres de las blancas florecillas
de los pantanos; cualquiera que reclinara en él la cabeza se dormiría
instantáneamente y su sueño duraría todo el tiempo que el dueño del almohadón
deseara, aun después de quitárselo.
La segunda era una
botella de cuerpo llena de agqa cogida del fondo del pozo más profundo de los
dominios de las hadas. Si su dueño rociaba con ella a cualquier criatura,
hombre o animal, la tranformaría a su voluntad en cualquier cosa y por el
tiempo que desease. Y el agua de la botella nunca se agotaba, porque tan pronto
como se vaciaba se llenaba de nuevo.
La tercera era una
antorcha. Bastaba elevarla sobre la cabeza para que se encendiera y mostrase
cualquier rincón del mundo o cualquier persona que se desease ver.
La cuarta era un silbato
hecho de los juncos que crecen en las orillas de los pantanos y ahuecado por
las hadas con una de sus agujas. Producía un silbido tan penetrante, que las
hadas acudían á él desde cualquier parte del mundo para satisfacer los deseos
del que las llamase. Y poniéndolo del revés en un oído se podrían oír todas las
conversaciones que interesasen.
El Rey tendría estas
cosas en su poder mientras quisiera y, cuando las devolviese, recobraría a su
hija.
El ambicioso rey aceptó
el trato. Entregó a la bella Fithir a las hadas de los pantanos y éstas se la
llevaron a sus resplandecientes grutas.
Su hermana Darinee
sollozaba, llamándola por las orillas de los pantanos, sin temor a las hadas, a
pesar de que a éstas no les gustan las gentes de cabellos negros, a quienes no
llevan a sus brillantes mansiones, sino que las hunden en las aguas más
cenagosas y profundas de sus dominios.
Pasaban los años, y
Fithir, aunque vivía en el palacio de las hadas mimada y festejada, anhelaba
recobrar su naturaleza humana, y vivir y morir con los suyos.
El rey de Tara murió sin
devolver las cuatro cosas mágicas.
Pasaron los años,
desaparecieron su corte y su palacio, y los valiosos dones de las hadas se
esparcieron por el mundo, y yacen perdidos y olvidados nadie sabe dónde, hace
cientos y cientos de años.
Fithir aún espera su
rescate, y cuentan que algunas noches, cuando se apagan los fuegos fatuos que
encienden las hadas en los pantanos y brilla la luna, se la ve vagar por ellos
y se oyen sus gemidos llamando a su padre y a su hermana Darinee, para uue la
vuelvan a su hogar.
124. anonimo (irlanda)
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