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martes, 4 de septiembre de 2012

Las hijas de conaran

Fion MacUail era el general más prudente que pudiese guiar un ejército, en tanto que consigo mismo era de lo más imprudente; tanto era así, que se decía que Fion era indispensable para salvar a su ejército y que éste era necesario para cuidar a Fion. También es verdad que no se quejaban de ello, pues adoraban a su capitán, y el mismo Goll MacMorna no admitía esto en tantas palabras, pero sí en sus he­chos; tanto, que a pesar del odio que profesaba a todos los de la tribu de Fion, era capaz de dejar uno de ellos a medio matar para acudir en socorro del jefe.
Ocurrió que Fion estaba sentado con Conan y con los perros Bran y Sceolan en un montículo, des­cansando, mientras que a su alrededor los de Fianna oteaban las reses que eran la cacería del día.
El gran capitán era entonces feliz; sus ojos y sus sentidos estaban contemplando uno de los espec­táculos que más apreciaba. Ahora bien: el rey de Shi Cesh Corran, Conaran, hijo de Imidel, también es­taba al acecho. Y en la historia no se cuenta qué grave mal había hecho Fion al mencionado Rey; pero la verdad es que lo odiaba. Y viendo que el gran capitán estaba solo con Conan, se fue co­rriendo a ver a sus hijas. Las hijas de Conaran esta­ban reconocidas en toda Irlanda por ser las mujeres más feas del país. Su cabello era negro y duro como el alambre y colgaba alrededor de sus cabezas como un matorral de abrojos. Sus ojos eran opacos y de un color indefinible. Sus bocas, negras, con una línea de dientes amarillentos. Tenían cuellos flacos y largos, como los gallos, y podían torcer la cabeza en todas direcciones. Sus brazos eran velludos y musculosos, y al final de cada dedo tenían una garra dura como un cuerno, y puntiaguda como un alfiler. Sus cuerpos estaban cubiertos la mitad de pelo, la mitad de pluma, de manera que parecían mitad pe­rros, mitad pájaros. Tenían bigotes debajo de las na­rices y vellones de lana que les salían de las orejas. Y si se las miraba más de una vez, quedaba uno ex­puesto a muerte repentina. Los nombres de estas beldades eran: Caevog, Cuillen e Iaran. La cuarta hija, que no estaba presente, se llamaba Iarnach, pero de ésta no hablaremos hasta el momento opor­tuno. El padre de ellas les dijo:
-Hijas mías, nuestro enemigo está solo. Escu­chad bien: Fion está solo.
Las sonrisas de las espantosas hermanas eran ho­rribles de ver; sus caras eran en este momento mor­tales para cualquier ser humano. Ahora surgía un problema: Fion no las podía ver; lo cual las decep­cionaba y enfurecía. Mas el padre dijo:
-Esto, ioh hijas mías!, se arreglará enseguida.
Por medio de su magia, Conaran cambió la vista de los ojos de Fion, y lo mismo sucedió con Conan.
Fion se puso en pie y bajó de su prominencia, lla­mando a su compañero para descubrirle un espec­táculo extraordinario que había observado.
-¿Estoy soñando? -preguntó Fion a Conan; mas éste le respondió que no.
-¡Pero si este espectáculo no estaba aquí hace un momento!
En una gran caverna se hallaban sentadas las hijas de Conaran, tejiendo. Tenían tres palos torci­dos, sobre los cuales estaban trabajando; mas no te­jían tela, sino magia.
-Verdaderamente no se puede decir que sean beldades -dijo Conan.
-Hombre, como decir, sí se puede; pero faltaría uno a la verdad- le contestó Fion.
-Tengo que averiguar si es verdad que esos bigo­tes son verdaderos.
-Mira: deja los bigotes, que cuanto menos las veamos, mejor.
Pero Fion no le hizo caso y con paso resuelto pe­netró en la cueva. No había hecho más que pasar el umbral, cuando sintió que una gran debilidad se apoderaba de él. Sus brazos se convirtieron en plomo y su cabeza, como si tuviese paja dentro. Al poco rato cayó al suelo y con él su buen amigo Conan.
-Son bigotes -susurró Fion, y cerró los ojos para no ver a las arpías.
Todos los perros de la jauría de Fion se reunieron delante de la cueva mas ninguno pasaba; eran demasiado inteligentes y olfateaban la magia. Los de­más miembros de la Fianna fueron entrando y su­frieron la misma suerte que su jefe. El último que llegó fue el campeón de Fianná, Goll MacMorna; éste se quedó maravillado ante el extraño espec­táculo de ver la jauría en la parte exterior de la cueva con todo el pelo erizado y sin penetrar en ella.
En ese momento, las tres hermanas, que estaban dentro, viendo que era uno solo, salieron corriendo con los sables enarbolados, para acabar con la vida del último. Pero se habían equivocado con Goll.
Éste las vio venir, las reconoció y todo lo compren­dió en un instante. Desenvainando su sable, en diez saltos gigantescos estaba sobre ellas y tuvo la gran suerte de que a las dos primeras las cercenó por la mitad, de manera que a la derecha estaban las ho­rribles cabezas y brazos y al otro lado los pies y las manos. Entretanto, la otra hermana se había colo­cado en la retaguardia, y dando un formidable salto, se sentó a horcajadas sobre la espalda de Goll, pero éste, con un poderoso movimiento de caderas, la tiró por tierra, e iba a matarla, cuando la horrible mujer, implorando por su vida, le prometió que si la perdo­naba, libertaría a todos los de la tribu de Fianna.
Goll aceptó, y en breve estaban todos fuera de la cueva, con Fion a la cabeza. Todos le estaban felici­tando cuando apareció una sombra horrible.
Fion miró y vio que era la cuarta hermana. Y si las otras habían sido feas y terribles, ésta era mucho peor. Iba armada de arriba abajo y llevaba una es­pada de dimensiones poco comunes. Al ver a sus hermanas decapitadas, lloró lágrimas de fuego y se volvió contra los presentes, con los que ella deseaba combatir hasta la muerte. .
Fion le contestó que estaba en su derecho y pidió a su hijo, el temerario Oisin, que luchase; mas cuál sería el asombro del padre cuando el hijo le respon­dió que no se sentía bien.
Entonces se dirigió a Oscar; mas tuvo la misma contestación. Luego, Fion, ahogado de amargura, cogió su espada y ya se iba a lanzar contra el mons­truo, cuando una gran voz le paró; era Goll, que le pedía permiso: puesto que él había iniciado la lucha, debía terminarla.
Fion no tuvo más remedio que callar y Goll entró en un mortal cuerpo a cuerpo con el monstruo. Las nubes se pararon; los hombres no respiraban y hasta los mismo pájaros se escondieron. Los ruidos de los golpes contra los escudos amenazaban con volver a todos sordos; mas cuando uno de los dos tuvo que romper, fue Iarnach, la hija de Conaran. Un gran grito de júbilo subió de todas las gargantas; mas la fiera, dando un rugido de rabia, cayó sobre Goll, y éste, que la había visto venir, la recibió sobre la punta de su espada, expirando allí mismo.
Entonces, Fion le dijo:
-Tú sabes que tengo una hija.
-Sí -respondió Goll; tan bonita como los li­rios de los valles...
-Pues bien: la tomas por mujer.
Goll aceptó tal honor, encantado. Mas esto no im­pidió que más tarde matase al hermano de Fion, Cairell, así como que Fion, en su día, matase a Goll. Y lo mejor de todo fue que éste sacó a los Fianna­Finn del infierno, a donde habían sido condenados; porque en esta vida, sin duda alguna, todo está en el arte de dar y recibir.

124. anonimo (irlanda)

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