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martes, 4 de septiembre de 2012

El roble

El tiempo pasó y Vainamoinen, siempre sumido en contemplaciones, se hizo viejo. Por fin posó los pies sobre el suelo de la Tierra, la única que enton­ces existía, una isla surgida en el centro de las aguas. Al mirar su continente desierto, Vainamoinen pensó que había que adornar un poco esta tierra que él había creado y se puso a reflexionar sobre la ma­nera cómo había de esparcir las semillas para que fructificasen y se reprodujesen. Meditando sobre ello, empezó a sembrar la tierra, con la espalda en­corvada sembró todo el mundo conocido, hasta las zonas más rocosas.
Fue él quien plantó los pinos en las colinas; es­parció la niebla en los valles y sembró el jengibre cerca de las rocas, para que estuviese protegido. Las semillas fueron creciendo, y al poco tiempo los ár­boles extendían al cielo sus mil formas diferentes.
Vainamoinen, una vez que acabó su obra, se sen­tó para contem-plarla y ordenó a Sampsa que se cui­dase de la Tierra y a Pellerve que continuase la siembra por los campos del mundo.
Todo progresaba, a excepción del roble; éste no crecía, no tenía apenas tronco, las raíces no pren­dían en el terreno. Vainamoinen le abandonó a su suerte, aunque continuó su inspección. Tres días, con sus noches, esperó, y entonces volvió a ver el roble, el árbol divino; pero éste seguía igual que lo había dejado. De pronto, miró hacia el mar y vio que en la costa, en un verde prado, tres vírgenes ma­rinas estaban jugando y encendían un fuego con las hierbas que él había sembrado. Vainamoinen se acercó sin ser visto. Así, mirando y meditando, supo cómo había de salvar al árbol sin raíces, al roble. Se volvió raudo, temiendo llegar tarde, y con un fuego cien veces poderoso calcinó una parte del prado. Una vez consumida, recogió las cenizas, y con esa tierra cien veces fértil cubrió la semilla del roble tardío. Pasados unos momentos, de repente, surgió de la tierra un tallo verdoso que pugnaba por asir el Sol. A cada segundo, el roble se remontaba más hacia las nubes, hasta que sus fuertes ramas impedían el paso de la luz solar. Cambió el sem­blante la faz de Vainamoinen al ver lo que estaba ocurriendo. El resplandor del Sol ya no llegaba a la Tierra, ni tampoco los suaves rayos de la Luna; el poderoso roble lo había cubierto todo bajo sus in­mensas ramas.
«¡Quién -pensaba Vainamoinen- será capaz de talar este coloso que amenaza la existencia del mun­do! El hombre no puede vivir sin luz; el pájaro mo­rirá, el pez se volverá tenebroso, y a todo esto, no hay un hombre con suficiente vigor que rompa, corte o tale este roble.»
Entonces, viendo que el mundo era inepto para cuidar de sí mismo, habló de la siguiente manera:
-Luonnotar, divina madre: tú que me trajiste al mundo, envíame uno de tus héroes; tú, que tantos tienes, para abatir a este roble gigante; que derribe esta planta funesta que impide la llegada del Sol, que tapa el rielar de la Luna.
Un hombre salió del mar, un héroe pisó las on­das. En verdad que no era muy alto; más bien dimi­nuto. Largo como un dedo pulgar. Llevaba un casco de cobre; guantes del mismo material; fuerte cintu­rón de fino cuero le rodeaba el talle; colgada traía un hicha. El gnomo era como una pulga; el trin­chante como un uña.
El hacedor, al verlo, se expresó así:
-Este hombre, por su aspecto, tiene mirada y ges­tos de héroe; pero no es más grande que una pulga. ¿Qué rango tienes entre los hombres? ¿Qué haces entre ellos que estás pálido como un difunto?
Así hablo Vainamoinen. El minúsculo ser con­testó al creador del mundo:
-Soy un hombre como los demás; mas soy un héroe del mar y vengo para talar el árbol, ese roble rebelde que tapa la luz del Sol.
Vainamoinen le replicó:
-¿Tú crees, oh pequeño ser, que podrás cumplir tal misión?
Al decir esto, el maestro observó cómo el enano se iba transformando. Los pies bien es verdad que los tenía en la tierra; pero la cabeza daba ya en las nubes; larga y fuerte barba le cubría hasta las rodi­llas. El nuevo gigante cogió su hacha colosal, que afiló con ayuda de ocho piedras, para poder recorrer todo el filo. Se dirigió hacia el punto donde estaba el roble. Al primer paso, llegó a las arenas de la playa y las doró; al segundo, tocó la tierra y brotaron-las es­pigas de trigo; al tercero se plantó delante del roble gigante, enarboló el hacha, la hizo silbar en el aire, dio un golpe, dos, tres, y el monstruoso árbol cayó de sus alturas y yace ahora en la tierra, con su orgu­llo perdido para siempre. Cuentan que la copa cayó hasta el este; la mitad alta, hacia el occidente; las ramas, al mediodía, y que trozos de él se vieron al norte. Por fin, el Sol volvió a iluminar el mundo; la Luna, a alumbrar a los enamorados, y el arco iris pudo demostrar cuán bellos colores poseía.
Los ruiseñores fueron los primeros en cantar ala­banzas para festejar tan fausto suceso; los demás seres y aves siguieron a tono, llenando los aires de gracias por haber sido salvados de morir.
El anciano Vainamoinen, viendo que todo estaba otra vez en orden, se puso a pasear a orillas de su mar azul, tan querido. Sobre las arenas doradas en­contró seis semillas; con mucho tiento las recogió y las guardó en un cofrecito de oro incrustado de pie­dras preciosas.
Entonces, el Señor de señores se forjó un hacha de doble filo y taló todos los árboles frondosos; no dejó más que uno, para que los pájaros pudiesen des­cansar, para que las golondrinas pudiesen anidar tras sus largas peregrinaciones. El águila real, al ver tan soberbio ejemplar, se regocijó y se posó sobre una rama.
Vainamoinen sacó las seis semillas y, encorván­dose sobre la tierra, las sembró e imploró al dios su­premo Ukko, padre de todos los cielos, que prote­giese su nueva obra.
Pasó el tiempo, y Vainamoinen volvió para obser­var cómo iba su nueva creación, y vio que las seis se­millas habían germinado y que la floresta había crecido más bella que nunca, más frondosa.
El roble había vuelto a crecer, y así le nombró rey de los árboles, protector de la especie humana. El árbol se hizo milenario y cuentan que todavía exis­te, para proteger a los pájaros, para ocultar sus nidos y esparcir la sombra sobre el caminante que huye de los rayos abrasadores del Sol.

002. anonimo (finlandia)

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