Vivían una vez en Peniche
dos hombres ricos y poderosos, que se tenían un odio mortal. Y sucedió que el
hijo de uno de ellos, Rodrigo, y la hija del otro, Leonor, se amaron con la
misma furia con que sus familias se odiaban.
Semejante idilio
repugnaba igualmente a los padres de los dos enamorados, y Rodrigo fue
obligado por el suyo a profesar en el monasterio jerónimo de Berlenga.
Estaba este monasterio
separado del cabo Carboeiro solamente por un pequeño estrecho. Durante un
siglo los monjes lo habitaron; pero los asaltos de los ingleses y de los
corsarios argelinos los obligaron a trasladarse a Val-Bem-Feito, donde
construyeron un nuevo edificio.
Rodrigo acató las órdenes
de sus padres, y tomó los hábitos con el corazón destrozado. Una vaga esperanza
de que el tiempo suavizase el odio que separaba a las dos familias, e hiciera
posible su unión con Leonor, le servía como único consuelo. Pero he aquí que
pronto encontró una manera de sobrellevar su encierro y de hacer menos cruel
la separación. Muchas noches, cuando los demás frailes se habían recogido,
abandonaba el monasterio silenciosamente y, acompañado de un viejo pescador,
cruzaba el estrecho que separa Berlenga del cabo Carboeiro en una pequeña
embarcación.
Desembarcaba al sur de la
península de Peniche, en un pequeño puerto, que hoy se llama Carreiro de
Joanna. Allí, en una gruta socabada en la roca, le esperaba Leonor, quien
hacía notar su presencia encendiendo una lucecilla, cuanto divisaba la embarcación.
Una noche, al acercarse
al lugar acostumbrado, Rodrigo no vio la luz. Llamó a Leonor; pero solamente
le respondió el eco de su propia voz. De pronto, observó que algo flotaba junto
a la barca: era la capa de su amante. Sin un momento de reflexión, y antes de
que su acompañante pudiera evitarlo, se arrojó al agua, hundiéndose en la
profundidad del mar.
Rodrigo había adivinado
la trágica suerte de Leonor.
Ella le había esperado en
la gruta, como otras noches; pero se había visto sorprendida por la llegada de
su padre y de sus hermanos. Al oír sus voces, quiso ocultarse, y huyó, saltando
de roca en roca; pero calculó mal un paso y cayó al agua. El mar arrastró su
cuerpo.
Al día siguiente, se
encontraron los cadáveres de los dos enamorados. El de ella yacía entre los
peñascos que bordean la orilla de aquel lugar hoy llamado Los Pasos de Doña
Leonor, y el de él, en un banco de rocas situado al este de Los Remedios, conocido
hoy con el nombre de El Sitio de Don Rodrigo.
096. anonimo (portugal)
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