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martes, 4 de septiembre de 2012

Los pasos de doña leonor

Vivían una vez en Peniche dos hombres ricos y poderosos, que se tenían un odio mortal. Y sucedió que el hijo de uno de ellos, Rodrigo, y la hija del otro, Leonor, se amaron con la misma furia con que sus familias se odiaban.
Semejante idilio repugnaba igualmente a los pa­dres de los dos enamorados, y Rodrigo fue obligado por el suyo a profesar en el monasterio jerónimo de Berlenga.
Estaba este monasterio separado del cabo Car­boeiro solamente por un pequeño estrecho. Durante un siglo los monjes lo habitaron; pero los asaltos de los ingleses y de los corsarios argelinos los obliga­ron a trasladarse a Val-Bem-Feito, donde construye­ron un nuevo edificio.
Rodrigo acató las órdenes de sus padres, y tomó los hábitos con el corazón destrozado. Una vaga es­peranza de que el tiempo suavizase el odio que se­paraba a las dos familias, e hiciera posible su unión con Leonor, le servía como único consuelo. Pero he aquí que pronto encontró una manera de sobrelle­var su encierro y de hacer menos cruel la separa­ción. Muchas noches, cuando los demás frailes se habían recogido, abandonaba el monasterio silen­ciosamente y, acompañado de un viejo pescador, cruzaba el estrecho que separa Berlenga del cabo Carboeiro en una pequeña embarcación.
Desembarcaba al sur de la península de Peniche, en un pequeño puerto, que hoy se llama Carreiro de Joanna. Allí, en una gruta socabada en la roca, le es­peraba Leonor, quien hacía notar su presencia en­cendiendo una lucecilla, cuanto divisaba la embar­cación.
Una noche, al acercarse al lugar acostumbrado, Rodrigo no vio la luz. Llamó a Leonor; pero sola­mente le respondió el eco de su propia voz. De pronto, observó que algo flotaba junto a la barca: era la capa de su amante. Sin un momento de refle­xión, y antes de que su acompañante pudiera evi­tarlo, se arrojó al agua, hundiéndose en la profun­didad del mar.
Rodrigo había adivinado la trágica suerte de Leonor.
Ella le había esperado en la gruta, como otras no­ches; pero se había visto sorprendida por la llegada de su padre y de sus hermanos. Al oír sus voces, quiso ocultarse, y huyó, saltando de roca en roca; pero calculó mal un paso y cayó al agua. El mar arrastró su cuerpo.
Al día siguiente, se encontraron los cadáveres de los dos enamorados. El de ella yacía entre los peñas­cos que bordean la orilla de aquel lugar hoy lla­mado Los Pasos de Doña Leonor, y el de él, en un banco de rocas situado al este de Los Remedios, co­nocido hoy con el nombre de El Sitio de Don Ro­drigo.

096. anonimo (portugal)




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