Era en el tiempo en que
el Emperador dominaba sobre los cantones. El de Uri era uno de los cantones
más bellos, y sus habitantes eran conocidos por su inquieto espíritu de
independencia. Sucedió que a ese cantón llegó el gobernador Grissler, o
Gessler. Quiso hacer ver a los habitantes de Uri que eran realmente vasallos, y
en medio de un claro, bajo los tilos, mandó clavar un palo muy alto, con un sombrero
colocado en la punta. E hizo un llamamiento para que todos pasasen por delante
del palo, al lado del cual había colocado un guardián. Y al pasar, todos debían
hacer un saludo, como si se tratase del propio señor, y aquel que no lo hiciere
sería objeto de un terrible castigo.
Vivía allí un buen
hombre, llamado Guillermo Tell; que pasó delante del palo y no hizo el saludo
ordenado. Y el soldado que montaba la guardia delante del palo fue al
gobernador y le dijo:
-Señor: hoy, todos los
habitantes del cantón que pasaban delante del palo mandado alzar por vuestra
excelencia saludaban al sombrero, tal como ha sido ordenado. Mas ha habido uno
que no lo ha hecho. Yo, creyendo que estaba distraído, le advertí que cumpliera
las órdenes; pero él me miró tranquilamente, no dijo nada y pasó sin saludar.
El Gobernador se enfureció
terriblemente. ¡Que un campesino pudiera burlarse así de las órdenes de quien
le representaba! ¡Caro iba a pagar su atrevimiento! Y ordenó a su guardia que
prendiese a Tell.
Los guardias llegaron a
la casa de Tell y gritaron:
-De orden del Gobernador,
que se entregue el llamado Tell.
Y Guillermo salió y dijo
tranquilamente:
-Yo soy Tell. Vamos a ver
qué quiere de mí vuestro señor.
La mujer del cazador
-pues cazador era Guillermo, y el mejor de todos- rompió a sollozar:
-¡Ahora llega nuestra
ruina y nuestra desgracia!
Guillermo, volviéndose a
ella, le dijo:
-No llores, mujer, y
cuida a nuestros hijos. Honrada ha sido mi vida y he cumplido con la ley. Nada
se me puede hacer sino justicia.
Y salió entre los
soldados, siendo conducido por éstos al palacio del Gobernador.
El Gobernador lo hizo
pasar a su presencia y le preguntó:
-¿Por qué has pasado
delante del palo que mandé alzar con un sombrero en la punta, como símbolo de
la autoridad imperial, y no lo has saludado, como era mi orden? ¿No sabes que con
ello te has expuesto a severos castigos?
Guillermo Tell contestó
tranquilamente:
-¡Oh señor!, esto ha
sucedido por casualidad, y no creí que vuestra excelencia lo tomara tan a pecho,
ni que le diera a este acto de un pobre cazador tanta importancia. Y esto que
os digo es verdad, y no ha sido mi propósito hacer burla de vuestras órdenes.
Si yo fuera un hombre chancero, no me llamaría Tell.
El Gobernador quedó
sorprendido de la serenidad del preso. Y le preguntó:
-¿Quién eres tú y en qué
te ocupas?
-Me llamo Guillermo Tell
y mi oficio es cazador. Desde muy rüño, he recorrido las elevadas montañas de
nuestros cantones. He subido a las más altas cumbres, en donde el aire es más
puro, adonde los hombres no han llegado. Allí vuelan las águilas, mientras,
abajo, el agua tranquila del lago escucha la canción de las lavanderas. He
recorrido solo los senderos sombríos de los bosques, persiguiendo a los
jabalíes, haciéndoles caer bajo mis venablos, bajo las flechas de mi ballesta.
He caminado largas horas para rastrear las pisadas de los ciervos, y sé lo que
dicen los pájaros. Estaba yo solo; en lo alto, las águilas; sobre las águilas,
Dios. Y Dios me ha dado la destreza de que podréis oír hablar si preguntáis a
mis vecinos.
El Gobernador preguntó a
los soldados, y éstos le dijeron:
-Es verdad que Tell es el
mejor tirador de esta región. Nunca se supo que fallara un disparo de su ballesta.
Tal es su fama, que nadie discute con él: se le obedece, y sus determinaciones
se aprueban.
El Gobernador meditó
entonces una diabólica treta para des-prestigiar a Tell ante sus convecinos. De
nuevo se dirigió al cazador, después de haber dicho unas palabras al jefe de su
escolta:
-Es cierto que todos
dicen que eres el mejor tirador de los cantones; que las aves más montesinas
caen traspasadas por tus ballestas; que regresas siempre triunfante de tus
cacerías y que en los certámenes eres el indiscutible ganador. Mas yo quiero
probar el valor de tu corazón, la certeza de tu ojo, la fuerza de tu pulso. Voy
a ponerte un blanco digno de ti. ¡Ven!
Se levantó Gessler del
sillón y ordenó a los soldados que le siguieran, llevando con ellos a
Guillermo Tell. Salieron a la plaza, en donde se había juntado todo el pueblo.
Guillermo creyó soñar una
terrible pesadilla. Enfrente de él, rodeado de soldados que lo sujetaban, uno
de los cuales le tenía tapada la boca con su mano enguantada en fuerte manopla,
estaba el preferido de sus hijos. Se volvió al Gobernador y le dijo con voz
débil y ronca:
-Señor, ¿qué significa
esto?
-Ya te he dicho que te
preparaba un blanco digno de ti. Vas a disparar sobre una manzana colocada en
la cabeza de tu hijo. Si aciertas a clavar en ella una de tus flechas, te
consideraré como el mejor tirador del Imperio. ¡Esto es un blanco, y no las
aves o las bestias del bosque!
El desdichado Tell
suplicó al Gobernador que no le obligase a una prueba tal.
-¡Cualquier otra cosa que
me mandéis la haré, señor; mas esto es imposible! ¡Ningún hombre puede tener
dominio sobre sí pensando que puede ser la causa de la muerte de su propio
hijo!
Pero el Gobernador
permanecía mudo. De nuevo, Tell pidió gracia, y la única respuesta que tuvo fue
la orden del Gobernador a los soldados para que atasen al hijo de Tell a un
árbol y le colocasen la manzana encima de la cabeza.
Entonces Guillermo
comprendió que no podía rehuir la orden. Tomó una flecha y la colocó en el carcaj,
y después una segunda que puso en la ballesta. Se dirigió al centro del claro.
La gente guardaba un silencio absoluto. Se echó a la cara la ballesta. Todas
las miradas de los vecinos iban del cazador al árbol en donde estaba atado el
muchachillo con la manzana encima de la tierna cabeza...
-¡La manzana cayó!
-gritaron todos cuando vieron el fruto partido por la flecha.
El Gobernador exclamó:
-¡Tiro maestro! ¡Jamás he
visto otro igual!
Pero preguntó a Tell por
qué había colocado la primera flecha en el carcaj. Tell contestó:
-Tal es la costumbre de
los cazadores.
El Gobernador no se
contentó con esta respuesta, sino que quiso saber más, y dijo a Tell que de
nuevo le aseguraba la vida y que podía decir tranquilamente la verdad.
Entonces, el cazador añadió:
-Puesto que me habéis
asegurado la vida, voy a decir la verdad.
Puso la ballesta junto a
él y habló así:
-Cogí la primera flecha y
la puse en el carcaj: con la segunda tiré sobre la manzana. Si esta segunda no
hubiese acertado y hubiese matado a mi hijito, la primera habría estado
destinada a vos, y ¡en verdad que no me hubiera fallado!
El Gobernador, entonces,
se llenó de ira y dijo a Tell:
-Tu vida está asegurada;
pero vas a pasarla entera en un lugar en donde jamás has de ver ya el Sol ni la Luna.
Y ordenó a los soldados
que atasen al cazador, y en el mismo barco en que él volvía a Schwitz, ordenó
que colocaran al preso.
Comenzaron a navegar, y
de pronto estalló una terrible tempestad. El viento huracanado elevaba terribles
olas que amenazaban volcar la embarcación; nadie podía gobernar el barco y
temían naufragar. Los soldados dijeron al Gobernador:
-Señor, ordenad que se
suelten las ligaduras a Tell. Él es un hombre fuerte y valeroso; conoce bien el
lago y sus tempestades, y nos puede salvar.
El Gobernador ordenó que
así se hiciera, diciendo a Guillermo:
-Si nos salvas, te
prometo perdonarte.
Guillermo accedió y
empuñó el timón. Dominó el barco y tomó el rumbo conveniente; pero pensando
también en aprovechar la ocasión para librarse del tirano, cuyas promesas sabía
ya que eran vanas. Al fin, llegaron cerca de la orilla, junto a una gran plataforma
rocosa, que desde entonces se llama la
Roca de Tell.
No perdía de vista la
costa ni su arco, que estaba a sus pies. Y cuando se acercaron a la roca,
ordenó que bogasen hacia allá, si no querían perecer. Una vez casi en la
orilla, tomó rápidamente la ballesta y saltó a tierra, dejando que el barco se
perdiera aguas adentro.
Después caminó por los
sombríos bosques del Schwitz, hasta que llegó a Küssnach, en los altos
desfiladeros. Allí esperó al Gobernador, pues sabía que habrían podido
desembarcar no muy lejos de allí.
Efectivamente, no mucho
después oyó que se aproximaba el Gobernador, rodeado de su escolta; venían
hablando de él, y el tirano aseguraba que esta vez Tell tendría un terrible
castigo.
Pero el cazador colocó
una flecha en la ballesta, y cuando divisó al Gobernador, tiró contra él, derribándolo
con el corazón traspasado.
Después, el cazador
regresó a Uri, siendo aclamado por todos como el libertador del pueblo contra
la tiranía.
039. anonimo (inglaterra)
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