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martes, 4 de septiembre de 2012

Juan sin miedo

Juan Sin Miedo le llamaban, y con razón. Era ex­tremadamente pobre, y tal vez aquella ligereza de su bolsa fuera la verdadera causa de su extraordinario valor. Era de ver, cuando moría en el lugar alguno de quien se rumoreaba que era amigo del diablo, cómo acudía Juan a velar al abandonado cadáver, sin temor a apariciones ni a demonios.
En las proximidades del pueblo había una cons­trucción similar a un palacio, al que nadie osaba acercarse. Se sabía que todas las noches acudía a él una multitud de diablos y almas infernales que allí celebraban furiosos aquelarres. Y era también opi­nión muy aceptada que en el misterioso castillo se ocultaba un magnífico tesoro. La ambición y el deseo de aventuras impulsaron a muchos a probar fortuna, desvelando el misterio tenebroso de aquel recinto y conquistando, al mismo tiempo, las rique­zas que allí yacían sin provecho para nadie. Mas ni uno solo de los que intentaron la audaz empresa volvió de ella.
Una noche de invierno, Juan Sin Miedo contem­plaba el palacio, y repentinamente decidió entrar en él. Traspuso la puerta y atravesó varias salas amue­bladas e iluminadas con deslumbrante esplendor. Vio, al fin, una mesa artísticamente preparada; so­bre ella, los más variados y apetecibles manjares se ofrecían a la extasiada contemplación del visitante. Abandonando su platónica actitud, Juan se acercó, tomó asiento y comió en abundancia de cuanto allí había. En una chimenea chisporroteaban gruesos leños, y un alegre fuego caldeaba la estancia. Cuan­do hubo acabado de cenar, nuestro hombre se apro­ximó a las llamas y templó sus pies ateridos. Póco a poco comenzó a invadirle el sueño. Estaba ya a pun­to de dormirse, cuando desde lo alto de la chimenea se dejó oír una profunda y estremecedora voz:
-¡Que me tiro! ¡Que me tiro!
-¡Tira la cabeza, si quieres! -respondió Juan, de mala gana. Al momento cayó a sus pies una espe­luznante cabeza de muerto. Juan ni siquiera se mo­vió. Otra vez se dejó oír la voz:
-¡Que me tiro!
-¡Venga un brazo ahora! -dijo el valeroso vi­sitante.
Y cayó un brazo, y luego otro, y más tarde las pier­nas. Y, finalmente, se recompusieron los miembros y constituyeron un fantasma de aspecto poco grato. Al verlo, Juan se echó a reír sonoramente y le pre­guntó qué quería. El fantasma no respondió, sino que, con grave seriedad, le entregó una antorcha y le hizo señas de que le siguiese. Pero Juan, que era un grandísimo pícaro, antes de ponerse en marcha, ató a la pata de la mesa la extremidad de una larga cuerda y sujetó con la mano el otro cabo. Bajaron por unas escaleras, y, tras un largo descenso, llega­ron a una caverna, en la que, a la luz de innumera­bles antorchas, se veía un horrible conjunto de dia­blos y espíritus infernales, que le acogieron con muecas y gritos de desprecio.
Juan adoptó una actitud altanera, y, sin arre­drarse lo más mínimo, preguntó al fantasma por qué razón le había conducido hasta aquella gruta.
-Si quieres desvelar todo el secreto de este pala­cio, toca, si te atreves, con el dedo sobre esa piedra que se ve en el centro de la caverna. Debajo de ella se encuentra el tesoro.
Se acercó Juan a la piedra y la tocó. Se apagaron las antorchas; una gran oscuridad cercó al valiente intruso. Y un impresionante silencio le permitió comprender que la horrible corte de diablos y el fantasma habían desa-parecido. Sirviéndose de la cuerda que conservaba fuertemente sujeta en su mano, regresó por el mismo complicado camino que le había llevado hasta allí.
Al día siguiente, la compañía de la muerte pene­tró en la tenebrosa mansión para recoger -esperaban ellos- el cadáver de Juan Sin Miedo. Grande fue su sorpresa cuando le vieron vivo, tranquilo y victorioso, descansando en una de las salas. Y Juan Sin Miedo fue en adelante muy rico y vivió siempre en el palacio, cuyo misterio ya no existía.
Su muerte fue tan sorprendente como su vida. Una noche paseaba por el espléndido jardín del pa­lacio. A la luz de la luna, se proyectaba sobre el suelo la sombra movible del paseante. Y el inaltera­ble Juan Sin Miedo sintió, de repente, un inexplica­ble terror. Echóse a correr; tras él, su sombra se agitaba descompuesta. Lanzóse precipitadamente hacia el interior del palacio. No había llegado a la puerta, cuando la agitación y el pánico le derribaron por tierra, y allí concluyó la vida de Juan Sin Miedo, que murió de miedo.

112 anonimo (italia)

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