Juan Sin Miedo le
llamaban, y con razón. Era extremadamente pobre, y tal vez aquella ligereza de
su bolsa fuera la verdadera causa de su extraordinario valor. Era de ver,
cuando moría en el lugar alguno de quien se rumoreaba que era amigo del diablo,
cómo acudía Juan a velar al abandonado cadáver, sin temor a apariciones ni a
demonios.
En las proximidades del
pueblo había una construcción similar a un palacio, al que nadie osaba
acercarse. Se sabía que todas las noches acudía a él una multitud de diablos y
almas infernales que allí celebraban furiosos aquelarres. Y era también opinión
muy aceptada que en el misterioso castillo se ocultaba un magnífico tesoro. La
ambición y el deseo de aventuras impulsaron a muchos a probar fortuna,
desvelando el misterio tenebroso de aquel recinto y conquistando, al mismo
tiempo, las riquezas que allí yacían sin provecho para nadie. Mas ni uno solo
de los que intentaron la audaz empresa volvió de ella.
Una noche de invierno,
Juan Sin Miedo contemplaba el palacio, y repentinamente decidió entrar en él.
Traspuso la puerta y atravesó varias salas amuebladas e iluminadas con
deslumbrante esplendor. Vio, al fin, una mesa artísticamente preparada; sobre
ella, los más variados y apetecibles manjares se ofrecían a la extasiada contemplación
del visitante. Abandonando su platónica actitud, Juan se acercó, tomó asiento y
comió en abundancia de cuanto allí había. En una chimenea chisporroteaban
gruesos leños, y un alegre fuego caldeaba la estancia. Cuando hubo acabado de
cenar, nuestro hombre se aproximó a las llamas y templó sus pies ateridos.
Póco a poco comenzó a invadirle el sueño. Estaba ya a punto de dormirse,
cuando desde lo alto de la chimenea se dejó oír una profunda y estremecedora
voz:
-¡Que me tiro! ¡Que me
tiro!
-¡Tira la cabeza, si
quieres! -respondió Juan, de mala gana. Al momento cayó a sus pies una espeluznante
cabeza de muerto. Juan ni siquiera se movió. Otra vez se dejó oír la voz:
-¡Que me tiro!
-¡Venga un brazo ahora!
-dijo el valeroso visitante.
Y cayó un brazo, y luego
otro, y más tarde las piernas. Y, finalmente, se recompusieron los miembros y
constituyeron un fantasma de aspecto poco grato. Al verlo, Juan se echó a reír
sonoramente y le preguntó qué quería. El fantasma no respondió, sino que, con
grave seriedad, le entregó una antorcha y le hizo señas de que le siguiese.
Pero Juan, que era un grandísimo pícaro, antes de ponerse en marcha, ató a la
pata de la mesa la extremidad de una larga cuerda y sujetó con la mano el otro
cabo. Bajaron por unas escaleras, y, tras un largo descenso, llegaron a una
caverna, en la que, a la luz de innumerables antorchas, se veía un horrible
conjunto de diablos y espíritus infernales, que le acogieron con muecas y
gritos de desprecio.
Juan adoptó una actitud
altanera, y, sin arredrarse lo más mínimo, preguntó al fantasma por qué razón
le había conducido hasta aquella gruta.
-Si quieres desvelar todo
el secreto de este palacio, toca, si te atreves, con el dedo sobre esa piedra
que se ve en el centro de la caverna. Debajo de ella se encuentra el tesoro.
Se acercó Juan a la
piedra y la tocó. Se apagaron las antorchas; una gran oscuridad cercó al
valiente intruso. Y un impresionante silencio le permitió comprender que la
horrible corte de diablos y el fantasma habían desa-parecido. Sirviéndose de la
cuerda que conservaba fuertemente sujeta en su mano, regresó por el mismo
complicado camino que le había llevado hasta allí.
Al día siguiente, la
compañía de la muerte penetró en la tenebrosa mansión para recoger -esperaban ellos- el cadáver de Juan Sin Miedo. Grande fue su sorpresa cuando le vieron
vivo, tranquilo y victorioso, descansando en una de las salas. Y Juan Sin Miedo
fue en adelante muy rico y vivió siempre en el palacio, cuyo misterio ya no
existía.
Su muerte fue tan
sorprendente como su vida. Una noche paseaba por el espléndido jardín del palacio.
A la luz de la luna, se proyectaba sobre el suelo la sombra movible del
paseante. Y el inalterable Juan Sin Miedo sintió, de repente, un inexplicable
terror. Echóse a correr; tras él, su sombra se agitaba descompuesta. Lanzóse
precipitadamente hacia el interior del palacio. No había llegado a la puerta,
cuando la agitación y el pánico le derribaron por tierra, y allí concluyó la
vida de Juan Sin Miedo, que murió de miedo.
112 anonimo (italia)
venereti mascochello
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ResponderEliminarholaa
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