Un día, Carlomagno estaba
durmiendo en su palacio, a orillas del Rin, no lejos de Francfort, y vio, en
sueños, un ángel rodeado de una aureola.
El ángel se colocó
delante del Emperador y le dijo:
-Levántate, gran
Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te acompañe, para
cometer un robo.
A Carlomagno, cuando
despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su descanso. Y
pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él
le ordenaba:
-¡Levántate, oh Rey, y
prepárate a cumplir lo que te he dicho antes! Es por tu bien y por la salvación
del lmperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su
inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y,
pensativo ante la reiterada aparición, decidió obedecer y salir de Palacio
para cometer un robo.
En vano se esforzaba en
descubrir el sentido de las palabras del ángel que mandaba a un emperador pío
y honrado cometer una acción tan deshonrosa. Pero como la aparición había
hablado de manera tan categórica, decidió obedecer la orden recibida. Así que,
poco después, cuando se hizo de noche, se vistió con ropas de viaje, fue a la
cuadra y puso la silla a su corcel favorito y salió del castillo.
Ninguno de los servidores
ni escuderos, ni tampoco los porteros, se dieron cuenta de su salida, pues
estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado letargo.
El Emperador se dirigió a
la selva vecina, e iba diciendo para sí: «Puesto que es la voluntad manifiesta
del Señor que haga una cosa que me causa horror desde mi infancia, obedeceré,
pero no sé ciertamente cómo hacerla. El famoso ladrón Elbegasto, que he hecho
perseguir hasta aquí sin tregua, me sería útil en este momento. Yo le
recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayudara en el
momento fatal de cometer el robo».
Entonces, a la pálida luz
de la luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Éste parecía haber
visto a Carlos, y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse con él cara a
cara.
El caballero llevaba una
armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en un caballo
negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al
Emperador, que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que
cabalgaba solo por la selva. El color negro del silencioso jinete no le parecía
a Carlos de buen augurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que
hubiera salido al camino para tenderle un lazo.
Por fin, el misterioso
caballero habló, diciendo:
-¿Quién sois vos, que
cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los senderos nunca
hollados de la selva? ¿Sois quizás un servidor del Rey que busca la pista de
Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos
atrás, porque fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los
consejeros de la corte imperial, ese hombre conoce los senderos de estos
lugares salvajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
-Mi camino no es el
vuestro. Sólo el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de mis acciones. Y si
mi contestación no es de vuestro agrado, estoy dispuesto a sostenerla como
conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la
espada de su vaina y se preparó para el combate. En el mismo instante, el
caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la
lucha. El extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que
la punta de su lanza se rompió en pedazos y se encontró sin defensa. Carlomagno
se hubiese avergonzado de matar a su adversario desarmado, y le dijo:
-No quiero vuestra vida.
Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis por estos
lugares.
-Yo soy Elbegasto -repuso
el otro. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que Carlomagno me expulsó
del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y por el
bandidaje. Hasta aquí, nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y
puesto que me habéis tratado con tanta generosidad y nobleza, decidme qué
puedo hacer en vuestra ayuda, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
-Si es cierto que sois el
famoso bandido Elbegasto, a cuya cabeza ha puesto precio el Emperador, podéis
testimoniar vuestro reconoci-miento ayudándome a cometer un robo. He
emprendido esta excursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda
puede serme útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo, y realicemos el robo
juntos.
El bandido exclamó:
-¡Alto! Jamás he robado
ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y me ha desterrado,
lo ha hecho por instigación de malos consejeros y lejos de mí el pensamiento
de querer causar el menor daño a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que han
hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al
conde Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo; ha arruinado a muchos hombres
honrados y no vacilaría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida,
si tuviera medios para ello.
Carlomagno se alegró
interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos de fidelidad,
y le dijo:
-Te acompañaré al palacio
de Egerico.
Y juntos se dirigieron al
castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el medio de entrar
en el edificio, haciendo un agujero en el muro, y dijo a Carlos que le
siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir
las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero,
dijo a su esposa lo suficientemente alto para que lo oyeran Carlos y Elbegasto?
-Quizá haya ladrones en
el castillo. Voy a ver.
Se levantó, encendió una
antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones. Sin embargo, como Carlos
y Elbegasto habían tenido tiempo de esconderse debajo de la cama del Conde,
donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descubiertos. Egerico
apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la Condesa a su esposo:
-¡Oh, esposo!, seguro que
ningún ladrón ha entrado en la casa. Pienso, por el contrario, que es algún problema
lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros imaginarios.
Sin duda, algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este
desasosiego; confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible,
con mis consejos.
El Conde contestó:
-Ya que la ejecución de
mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto. He hecho un
pacto con doce caballeros para asesinar al Emperador, ya que nos ha prohibido
imponer a los viajeros del camino real ciertos tributos. Nadie conoce nuestro
propósito y te pido que guardes silencio, pues, si no es así, ni tu vida
estaría segura.
El Emperador no perdió ni
una sola palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se volvieron a
dormir, el Emperador y su acompañante, deslizándose, salieron de su escondite,
y, una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su palacio.
Al día siguiente, muy
temprano, convocó a su Consejo y dijo:
-He soñado esta noche que
el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados, con intención de
asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado de
no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos
caballeros que tienen alma de ladrones. Cuidad, pues, de que haya suficiente
número de soldados preparados para intervenir, si ello fuera necesario.
Hacia el mediodía,
Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la sala
real fueron detenidos por los soldados y se les encontraron las armas ocultas
entre sus vestiduras. Los conjurados, sorprendidos y desconcertados, no
pudieron negar sus siniestros propósitos. Después de un breve juicio, fueron
entregados al verdugo.
Elbegasto fue llamado a
Palacio por el Emperador, que le perdonó públicamente y le encomendó un cargo,
con la promesa de que el bandido renunciase a sus actividades.
012. anonimo (alemania)
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