Akron era uno de los
reyes más felices. En medio del invierno, se le ocurrió darse un paseo con su
mujer, en trineo, por los alrededores del palacio. Durante este paseo, la nariz
de la Reina
comenzó a sangrar de tal manera, que el Rey tuvo que mandar parar el trineo
para que la Reina
bajase. En ese momento se le ocurrió, al ver caer las gotas de sangre en la
nieve, que le gustaría mucho tener una hija, a cambio de sus doce hijos, que
tuviese los mismos colores que la sangre sobre la nieve. Apenas pronunció
estas palabras, se le acercó una vieja, que le dijo:
-Tu promesa está cumplida
y tendrás la hija de los mismos colores que has deseado, pero, en cambio, me
quedaré con tus doce hijos; entretanto, puedes guardarlos hasta que bautices a
tu hija.
Así pasó, y el día en que
la Reina fue a
bautizar a su hija, a la que pusieron Rosa, los doce hijos se convirtieron en
doce patos silvestres, y salieron volando por la ventana y no aparecieron más.
Este es el principio de
la leyenda.
Pasaron los años, y la
princesa Rosa fue creciendo, hasta que resultó ser la doncella más hermosa
del Imperio. Todo el mundo estaba enamorado de ella. Un día, la Reina había estado soñando
con sus hijos, cuando se encontró a su hija triste y solitaria en un banco del
parque, y le preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa?
-Mira, madre; todo el
mundo tiene sus hermanos, menos yo, y hay veces que me encuentro un poco
solitaria; también me gustaría tenerlos.
Entonces la Soberana le confesó lo
que le había ocurrido, puesto que ella había tenido doce hijos, y que, por
tanto, Rosa había tenido doce hermanos.
Rosa se empeñó en que era
su culpa y que tenía que ir a buscarlos. Y por mucho que se opusieron sus
padres, Rosa se fue. Largo tiempo había caminado, cuando se echó a descansar
debajo de un árbol y soñó que había tomado un camino que conducía a una
cabaña, donde encontró doce camas, doce sillas y doce trajes.
Al despertar, partió a
escape, siguiendo el camino que había visto en sus sueños, y se encontró con la
cabaña en la misma posición, con las doce camas, las doce sillas y los doce
trajes. Encendió el fuego, hizo la comida y comió, pues estaba muy cansada, y
se echó debajo de la cama del hermano más joven.
No había hecho más que
dormirse, cuando oyó batir de alas y aparecieron dentro de la cabaña doce patos
salvajes. Al momento de entrar se transformaron en doce bellos príncipes. Los
doce se quedaron mirando, en señal de asombro, hasta que el más pequeño tomó
la palabra y dijo así:
-Mira qué bien: alguien
nos ha encendido la lumbre y nos ha hecho la cena.
Los demás se sentaron y
empezaron a comer. Todo lo había puesto la princesa en orden, menos la cuchara
suya, que era igual que la de los príncipes. Éstos lo advirtieron en el acto, y
el mayor dijo:
-Aquí no ha estado más
que nuestra hermana. Escuchad: si la encontramos, la mataremos, pues culpa suya
es que nos hallemos en esta situación.
Pero el pequeño la
defendió, diciendo que más bien era culpa de la madre y no de la hija.
En fin, se dedicaron a
buscarla y, después de revolverlo todo, la encontraron debajo de la cama del
pequeño. El mayor insistía en que la matasen, pero Rosa intercedió por su
propia vida con tal gentileza y derramando lágrimas tan sinceras, diciéndoles
que los había estado buscando durante tres años como una desesperada, hasta
encon-trarlos, y que le dijesen cómo podía ayudarlos para sacarlos de semejante
hechizo.
Entonces el mayor se
arrepintió y le contó que la única manera era la de coserles doce camisas, doce
chaquetas y doce bufandas, y en el tiempo que hiciese eso no podría ni reír,
ni hablar, ni llorar. Rosa se comprometió a hacerlo, pero he aquí que el hermano
mayor le puso otra condición: que todo eso tendría que estar hecho de lana
silvestre, que crecía al lado de los pantanos.
La pobre muchacha nunca
había oído hablar de una lana semejante, y les preguntó dónde crecía.
Los hermanos la llevaron
al pantano, al lado de la casa donde vivían, y le enseñaron un campo lleno de
lana silvestre. Al día siguiente, Rosa comenzó su ardua labor sin reír, ni
llorar, ni hablar con nadie: ni tan siquiera con sus hermanos.
Un buen día ocurrió que
cuando estaba en el campo hilando lana, apareció el rey de esos lugares,
llamado Stephan. Éste, al ver una doncella tan guapa en los bosques, le
preguntó quién era. Naturalmente, Rosa no le contestó, y el Monarca se enamoró
de ella y se la llevó. Rosa, al llevársela, hacía gestos desesperados cuando la
subieron al caballo, señalando las madejas de lana, y el Rey, comprendiendo que
se las quería llevar, las mandó traer, y desde ese momento la joven no abrió la
boca, ni se rió, ni lloró.
La madrastra del Rey, que
estaba consumida de envidia, le echaba en cara la clase de nuera que se había
traído que nunca hablaba, ni reía, ni lloraba, y que seguramente era un
espíritu. Stephan no le hacía caso.
Pasó el tiempo, y Rosa
tuvo un hijo. La madrastra se arregló de manera que durante la noche pudiese
coger al niño y lo tiró a una fosa llena de reptiles. Antes de hacer eso, le
cortó un dedo, y mientras Rosa estaba dormida, le pintó la boca con sangre.
Al día siguiente dijo al
Rey que Rosa se había comido a su hijo. El Rey no lo quiso creer; pero esto
sucedió una y otra vez. Hasta que a la tercera no tuvo más remedio que
condenarla al tormento de ser quemada viva. La pobre Rosa, a todo esto, no
había hablado ni reído, y, por medio de señas, pidió que se le pusiesen sobre
tableros, alrededor de la pira, las doce chaquetas, camisas y bufandas. A la
del hermano pequeño le faltaba una manga, que no había tenido tiempo de
terminar; por lo demás, estaban todas completas.
Las piras ya estaban
encendidas, cuando se oyó el furioso vuelo de doce patos. Bajando como centellas,
éstos cogieron las prendas de vestir y desaparecieron al instante.
Mucho imploró la vieja
madrastra al Rey que la quemase viva, pero éste se empeñó en ver lo que pasaba,
diciendo que les sobraba leña. Al poco rato, Rosa vio llegar por el camino a
sus doce hermanos, montados sobre doce hermosos corceles.
El Rey preguntó al mayor
qué le sucedía, y el príncipe le contestó contándole todo y autorizando a Rosa
para que pudiese explicarse y contar la verdad. La pobre doncella les narró lo
que la cruel madrastra había hecho con sus hijos, y el príncipe llevó al Rey a
la fosa donde estaban sus tres hijos jugando con los sapos y las serpientes.
Entonces Stephan montó en
cólera y preguntó a su madrastra qué hubiera hecho ella si se hubiese probado
que él había condenado a una persona sin justicia.
La vieja, sin suponer
nada, le dijo que le mandaría atar entre doce caballos salvajes que le despedazasen.
Stephan le aplicó su propio juicio y la mandó ejecutar de esa manera, y no
quedó de ella ni el trozo más pequeño.
Stephan, Rosa y los doce
príncipes se dirigieron a casa de sus padres para darles la enhorabuena por el
feliz hallazgo de los doce hijos.
Grandes fueron las
alegrías en el castillo del rey Akron, donde creían haber perdido para siempre
a sus hijos. Las fiestas duraron varios meses, y al fin, Rosa y su marido
Stephan, rey de Noruega, volvieron a su reino para continuar las fiestas,
según cuenta la leyenda.
132. anonimo (suecia)
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